Elara Voss había nacido bajo un cielo tormentoso, en una noche de octubre donde la lluvia azotaba las ventanas de una casa modesta en las afueras de Praga, como si el mundo mismo llorara por la llegada de alguien destinado a cuestionarlo todo. Era 1997, y el Este de Europa aún se lamía las heridas de revoluciones pasadas, un tapiz de grises y recuerdos que se filtraban en las grietas de los edificios comunistas abandonados. Su madre, una bibliotecaria de ojos cansados y manos manchadas de tinta, la trajo al mundo en una habitación que olía a libros mohosos y a jazmín marchito, el único lujo que se permitía en su vida austera. "Elara", susurró al sostenerla por primera vez, "como la estrella fugaz que vi anoche. Que tu luz no se apague en la oscuridad". Su padre, un profesor de historia jubilado prematuramente por la enfermedad, solo sonrió débilmente desde la cama contigua, sus pulmones roncos por años de humo de cigarrillos y lecciones no escuchadas. "Una soñadora", murmuró, "en un mundo de realistas. Que Dios la proteja".
Desde el principio, Elara fue una niña de contrastes: piel pálida como el papel de los tomos antiguos que su madre leía en voz alta, cabello castaño revuelto que caía en ondas rebeldes sobre unos ojos oscuros, profundos como pozos donde se ahogaban secretos. Creció en esa casa laberíntica de estanterías torcidas, donde los libros eran más familia que las personas: volúmenes descoloridos de mitología eslava, tratados polvorientos sobre alquimia medieval, y novelas góticas que hablaban de amores prohibidos y criaturas de la noche. Su infancia fue un mosaico de tardes lluviosas junto a la ventana, escuchando las historias de su abuela —la única que parecía entender su inquietud—, una mujer encorvada por los años y por pactos susurrados en lenguas olvidadas. "En nuestra sangre corre el río de las sombras, niña", le decía la abuela mientras tejía mantas con hilos negros, sus ojos brillando con un fulgor que Elara asociaba al relámpago. "Un antepasado nuestro hizo un trato con las tinieblas para salvar al pueblo de la peste negra. No fue brujería, sino supervivencia. Pero los regalos del abismo siempre piden un precio".
Las visiones comenzaron temprano, como grietas en un espejo que se expanden sin motivo aparente. A los cinco años, Elara despertaba gritando en la noche, sus pequeñas manos aferradas a las sábanas empapadas de sudor. Veía ojos grises perforando la oscuridad, alas rotas que se extendían como sombras vivientes, y un rostro hermoso y trágico que susurraba su nombre en un idioma que no entendía, pero que resonaba en su alma como un eco ancestral. "¡El hombre de las alas!", sollozaba, y su madre la acunaba, atribuyéndolo a pesadillas de una imaginación demasiado vívida. Pero Elara sabía que no eran sueños; eran portales, ventanas a un lugar de fuego y silencio donde un rey exiliado la observaba con una mezcla de curiosidad y hambre. Su padre, en sus momentos de lucidez entre toses, le contaba cuentos de ángeles caídos para calmarla: Lucifer, el Portador de Luz, que había desafiado al cielo por orgullo y libertad, cayendo al abismo para forjar un reino de su propia ira. "No temas, pequeña", decía, su voz un hilo frágil. "Las sombras nos llaman a todos, pero solo los valientes responden".
La escuela fue un exilio disfrazado de rutina. En las aulas grises de Praga, rodeada de niños que jugaban con muñecos y soñaban con ser astronautas o princesas, Elara se sentía como un libro abierto en una página equivocada. Era la niña callada del fondo, con cuadernos llenos de dibujos de alas chamuscadas y ojos tormentosos, que respondía a las preguntas de historia con detalles que los profesores atribuían a "lecturas avanzadas". Sus compañeros la llamaban "la bruja de los libros", no con maldad, sino con esa crueldad inocente de la infancia, y ella se refugiaba en la biblioteca escolar, un santuario de olores a papel viejo y silencio cómplice. Allí, devoraba tomos sobre mitos: el Prometeo griego encadenado por robar el fuego, los djinn árabes que concedían deseos con precios ocultos, y siempre, siempre, los ángeles caídos de la tradición judeocristiana. Lucifer la fascinaba desde niña, no como un demonio malvado, sino como un rebelde romántico, un ser que había preferido la libertad en la oscuridad a la obediencia en la luz. "¿Por qué cayó?", preguntaba a su abuela en las tardes de té amargo. "Por amor torcido, mi niña. Amor a la libertad, a lo que no se puede poseer. Pero el abismo lo cambió; ahora reina, pero solo".
La muerte de su padre, cuando Elara tenía diez años, fue el primer corte profundo en su tapiz infantil. El cáncer se lo llevó en una primavera traicionera, dejando la casa más vacía que nunca, un eco de toses ausentes y lecciones inconclusas. Su madre se hundió en el trabajo, catalogando libros en la biblioteca nacional como si cada página pudiera llenar el hueco, y Elara aprendió a cocinar sola, a planchar su uniforme escolar con manos temblorosas, a fingir sonrisas en las cenas solitarias. Las visiones se intensificaron entonces, como si la pérdida hubiera abierto una grieta más ancha en su alma. Ahora no solo veía al hombre de alas rotas; lo sentía. Su presencia era un roce frío en la nuca durante las noches de estudio, un susurro en el viento que agitaba las cortinas, un calor inexplicable en el pecho cuando leía sobre la rebelión celestial. "Ven a mí", parecía decir su voz en los sueños, no como una orden, sino como una invitación melancólica, y Elara se despertaba con el corazón acelerado, preguntándose si era locura o destino.
La adolescencia la transformó en una joven de bordes afilados, una rebeldía contenida que se manifestaba en lecturas prohibidas y escapadas nocturnas a los cementerios antiguos de Praga, donde las estatuas de ángeles decapitados la miraban con ojos de piedra que parecían vivos. A los quince, se enamoró por primera vez —o eso creyó— de un chico de la escuela de arte, Tomas, con cabello rubio y manos manchadas de pintura. Él la besó bajo la lluvia en el puente Carlos, prometiendo aventuras que nunca llegaron, y Elara se entregó a él como a un sueño efímero, buscando en sus brazos el calor que las visiones le negaban. Pero Tomas la dejó por una chica de risas fáciles y sueños simples, y en la ruptura, Elara encontró una verdad amarga: el mundo mortal era un velo delgado sobre un abismo de decepciones, y sus anhelos pertenecían a otro lugar. "Eres demasiado intensa", le dijo él, y ella rio con amargura, sabiendo que su intensidad era el eco de ojos grises que la esperaban en la oscuridad.
Sus estudios la salvaron, o al menos la distrajeron. Con dieciocho años, se mudó a la Universidad de Praga, becada por un ensayo sobre "Los ecos paganos en la mitología cristiana", donde disertaba sobre cómo Lucifer no era un monstruo, sino un mártir de la duda humana. La facultad de historia se convirtió en su nuevo santuario: aulas abarrotadas de profesores excéntricos, bibliotecas subterráneas donde el polvo bailaba en rayos de luz filtrados, y noches en vela anotando teorías sobre pactos ancestrales y portales interdimensionales. Se graduó con honores, pero el mundo académico la decepcionó pronto; las becas eran escasas, los puestos estables un mito, y Elara terminó como asistente en un museo menor, catalogando artefactos olvidados: amuletos rúnicos, manuscritos iluminados con demonios danzantes, y un grimorio del siglo XV que hablaba de invocaciones al "Príncipe de las Tinieblas". Su vida diaria era un ciclo monótono: mañanas en el metro abarrotado, oliendo a café rancio y sudor ajeno; tardes entre vitrinas polvorientas, explicando a turistas distraídos la simbología de alas caídas; y noches en su apartamento diminuto, un cuchitril en el barrio de Malá Strana con vistas a tejados góticos y un balcón donde fumaba cigarrillos robados, contemplando las sombras que se alargaban como dedos.
A los veintiocho años, Elara era una mujer de belleza sutil y herida, con curvas suaves ocultas bajo suéteres holgados y jeans desgastados, el cabello recogido en un moño desordenado que dejaba mechones rebeldes libres. Trabajaba sesenta horas a la semana por un salario que apenas cubría el alquiler y los libros de segunda mano, comía ramen instantáneo mientras leía sobre cábala y grimorios, y salía con amigos ocasionales a bares ruidosos donde fingía interés en conversaciones banales sobre política y series de televisión. Pero en el fondo, se sentía como una extranjera en su propia piel: las visiones ya no eran esporádicas, sino diarias, un pulso constante que la dejaba exhausta, con ojeras que el maquillaje no ocultaba y un temblor en las manos que atribuía al café. Veía al hombre —Lucifer, lo sabía ahora, aunque el nombre quemaba en su lengua— en reflejos de ventanas empañadas, en el humo de sus cigarrillos, en los patrones de las grietas del techo. Su voz era un susurro persistente: "Eres mía, mortal. El pacto te llama". Y Elara, en sus momentos de debilidad, respondía en silencio: "Muéstrame por qué".
¿Por qué deseaba escapar? Porque su vida era una jaula dorada de rutinas que la asfixiaban, un velo de normalidad que ocultaba el abismo que la reclamaba. El trabajo en el museo era una burla cruel: pasaba horas frente a artefactos que hablaban de mundos más allá del velo —un colgante con runas que invocaba espíritus, un pergamino con sellos infernales—, pero no podía tocarlos de verdad, solo describirlos para visitantes que los fotografiaban sin entender. Sus relaciones eran efímeras: un profesor casado que la sedujo con promesas de publicaciones conjuntas, un colega que la dejó por "demasiado misteriosa", y noches solitarias donde se tocaba pensando en ojos grises y alas rotas, culpándose por anhelos que no eran humanos. La ciudad, Praga con sus puentes encantados y sus relojes astronómicos que marcaban un tiempo que ella sentía ajeno, la envolvía como una niebla: hermosa, pero sofocante. Sus amigas, mujeres prácticas con carreras estables y planes de bodas, la miraban con lástima cuando confesaba sus "sueños raros". "Ve a un terapeuta, Elara", decían, y ella sonreía, sabiendo que ningún diván mundano podía curar el hambre de lo sobrenatural.
Lo que le fascinaba del misterio era su promesa de profundidad, de un mundo donde la fragilidad humana no era debilidad, sino puente. Desde niña, los mitos habían sido su refugio: no las fábulas infantiles, sino las oscuras, las que hablaban de caídas y redenciones, de amores que desafiaban a los dioses. Lucifer, en particular, la obsesionaba como un enigma vivo. En sus lecturas —El Paraíso Perdido de Milton, donde era un rebelde poético; los textos gnósticos que lo pintaban como un liberador; incluso las interpretaciones modernas en novelas góticas que lo humanizaban con soledad y deseo—, veía un espejo de su propia alma. ¿Por qué un ser perfecto caería por orgullo? ¿Qué fuego interno lo impulsaba a forjar un infierno de su exilio? En las noches de insomnio, anotaba teorías en un diario raído: quizás el libre albedrío no era un regalo, sino una maldición compartida; quizás el abismo no era castigo, sino lienzo para recrear el paraíso. Sus visiones alimentaban esa fascinación: fragmentos de un palacio de obsidiana, ríos de lava que susurraban secretos, y siempre, su rostro —hermoso, atormentado, con una sonrisa que prometía tanto placer como ruina—. "Eres el misterio que me define", escribía, y el bolígrafo se rompía en su mano, como si el papel rechazara la verdad.
El pacto ancestral era el hilo que lo unía todo, un secreto que su abuela había desenterrado en cartas amarillentas antes de morir, cuando Elara tenía veinte años. "En 1348, durante la Peste Negra, tu tatarabuela invocó a las sombras para salvar al pueblo de un señor feudal cruel", le confesó en su lecho de muerte, su voz un hilo entrecortado. "Ofreció su linaje a cambio de protección. Las almas de los enfermos se salvaron, pero el precio fue una marca en la sangre: visiones del abismo, un lazo con el que reina allí abajo". Elara había descartado las palabras como delirio de anciana, pero ahora, con las visiones intensificándose —sueños donde sentía el calor de llamas lejanas, oía lamentos que no eran suyos—, el peso de esa herencia la aplastaba. ¿Era ella la elegida para pagar el precio pendiente? ¿O la clave para romper la cadena?
Una noche de octubre —irónicamente, el aniversario de su nacimiento, once años después de aquella tormenta—, Elara decidió que ya no podía escapar huyendo hacia adelante. Su apartamento era un caos organizado: pilas de libros sobre grimorios, velas derretidas en platos de porcelana agrietada, y un altar improvisado en la mesa del comedor con el Libro de las Sombras Celestiales, ese tomo que había encontrado en una librería ocultista en el barrio judío, envuelto en tela negra como un secreto pecaminoso. Lo había comprado por impulso, atraída por su encuadernación de cuero agrietado y las páginas en latín arcaico que hablaban de rituales para invocar al Portador de Luz. "No es un demonio", decía el prefacio, escrito por un monje renegado del siglo XVI, "sino un rey exiliado que anhela lo que perdió: conexión, libertad, amor en su forma más pura y prohibida".
Temblando, Elara preparó el ritual bajo la luz parpadeante de una lámpara de aceite. Dibujó un círculo de sal en el suelo de madera astillada, colocó el libro en el centro con una daga ceremonial —un souvenir del museo— y encendió cuatro velas en los puntos cardinales, su humo curvándose como dedos invitadores. El aire se espesó, cargado de un ozono que recordaba tormentas lejanas, y ella recitó las palabras en un latín que le quemaba la lengua: "Lux portator, e tenebris vocor. Ego, sanguis pactorum, te invoco. Revela te mihi, et ego tibi". Su voz, al principio vacilante, ganó fuerza, y con cada sílaba, las visiones se arremolinaron: ojos grises perforando el velo, alas rotas desplegándose en su mente, una voz profunda que respondía: "Has venido, mortal. Al fin".
El mundo se inclinó. Un viento imposible azotó la habitación, apagando las velas en un soplo colectivo, y Elara cayó de rodillas, el corazón martilleando como un tambor de guerra. En la oscuridad repentina, vio —no con los ojos, sino con el alma— un destello de obsidiana y fuego, un trono vacío que la esperaba. El misterio que la había fascinado toda la vida ya no era un libro; era una puerta entreabierta, y al otro lado, el abismo la llamaba por nombre. Por primera vez, no tuvo miedo. Solo un anhelo ardiente: escapar, no de su vida, sino hacia ella.