Eileen Holmes, alias la mujer que necesita algo más que helado para llenar el vacío en su corazón.
CUANDO YO GOBIERNE EL MUNDO, el helado de menta con trozos de caramelo será una opción disponible todo el año. Porque los imbéciles que rompen corazones no limitan su idiotez ni su capacidad para destrozar a la gente solo en Navidad.
A menos, claro, que sean mi imbécil.
Bueno, corrijo eso.
Mi eximbécil.
Clavo la cuchara en el frío cartón que compré en la tienda antes de llegar aquí, ignorando las luces parpadeantes y las decoraciones navideñas en el gigantesco árbol de mis padres en la sala. Es tarde, no les avisé que venía, pero no quiero pasar ni una noche más en mi casa esta semana.
Sola.
Durmiendo en la cama donde Harold me cogió—y luego me jodió de verdad—hace apenas dos noches.
Feliz Navidad, Eileen. Estoy enamorado de mi vecina.
Dejo una nota pegada en la cafetera para que sepan que estoy aquí, luego bajo las escaleras en silencio—para no despertarlos—y me desvío hacia la sala de juegos, donde enciendo la luz de golpe.
Y casi grito.
Hay un hombre tirado en el sillón, viendo una película en blanco y n***o. Apenas se prenden las luces, hace una mueca y se tapa los ojos con el brazo.
—Cielos —gruñe.
Mi corazón retrocede del precipicio donde estaba a punto de saltar, y luego vuelve a latir furioso.
—¿Qué carajos haces aquí?
Cassian Rogers baja el brazo y me entrecierra los ojos.
—Ah, genial. Es Eileen. ¿Vienes a echarle sal a la herida?
Me meto otra cucharada de helado mientras lo fulmino con la mirada. Porque no le pedí que estuviera aquí, y él me mira con el mismo desprecio con el que yo lo miro.
—El departamento de Chris está en el centro. Ve a emborracharte allá.
Incluso mientras esas palabras salen de mi boca, la culpa me apuñala en el pulmón.
No en el corazón, porque primero tendría que gustarme el mejor amigo de mi hermano para que mi corazón se viera afectado. Y segundo, porque no estoy segura de que aún me quede corazón.
Estoy de un humor de mierda—¿quién corta con su novio en Nochebuena?—pero aun en medio de mi fiesta de lástima, sé perfectamente por qué Cassian está sentado en el sótano de mis padres, ahogándose en cerveza y viendo It’s a Wonderful Life.
Ni siquiera se molesta en rodar los ojos ante mi orden de que se largue.
—Chris está en una fiesta —me informa—. No quise ir. Supongo que no te invitaron. O prefieres sumarte a la pila de mierda aquí.
Da un trago a su cerveza, y otra puñalada de culpa me atraviesa, esta vez en el hígado.
Es muy posible que él tenga problemas más grandes que los míos. Yo perdí a un novio del que probablemente pronto reconoceré—de verdad, no solo en un arranque de rabia—que estoy mejor sin él.
A Cassian los tribunales acaban de darle la sentencia final de divorcio, lo que significa que solo podrá ver a su hijo una vez al mes. Si viaja ochocientos kilómetros cada vez.
—Métetelo por donde quieras, Rogers —le digo—. Yo no patee a un hombre cuando está en el suelo.
—¿Desde cuándo?
—Ay, por favor. Como si tú pudieras hablar.
Ha sido así desde que éramos niños. El mejor amigo de la infancia de mi hermano es el único hombre en todo el universo capaz de meterse bajo mi piel y sacar mi peor lado más rápido de lo que puedes parpadear, y juro que lo disfruta.
¿Noventa y cinco en tu examen de matemáticas, Eileen? ¿Por qué no perfecto?
Buen tiro, pero aún vas ocho puntos abajo.
¿Quién te enseñó a sostener un taco de billar, un mono ciego?
Y maldita sea si todas esas burlas no me hacían esforzarme más cada maldita vez.
Porque, cuando no me estaba molestando, él era el primero en darme la mano para levantarme del pavimento o del lodo, cada vez que inevitablemente me pisoteaban tratando de seguirle el ritmo a Chris y a sus amigos en fútbol, hockey callejero, básquetbol, o lo que fuera que jurara que era lo suficientemente grande para hacer con ellos.
Me mira los pechos, y todo mi cuerpo se enciende como las luces navideñas del centro.
—¿Te vas a comer todo ese cartón? —pregunta. Y joder, no estaba mirando mi pecho. Estaba mirando mi helado. Y aquí estoy, excitándome con la idea de que al fin haya notado que soy mujer.
Tengo problemas.
Tantos malditos problemas.
Me dejo caer en el sillón junto a él.
—Es helado de perdedora, así que sí, me lo voy a comer todo —murmuro—. Toma, prueba un poco, imbécil borracho.
Esos ojos grises se conectan con los míos, y maldita sea, siento el deseo acumulándose en mi vientre.
Luce una barba de varios días, y aun tirado en el sillón floreado y desgastado del sótano de mis padres, exuda poder y masculinidad de una manera que jamás hubiera esperado del flaquito que se escondía detrás de las piernas de su abuela en el porche hace veinte años.
O tal vez sea la camiseta negra ajustada, con sus bíceps tensando el algodón y marcando su abdomen incluso sentado, y el pantalón gris insinuando un paquete mucho más generoso del que jamás le habría atribuido.
Además de saber que el enano Cassian creció para unirse a la Fuerza Aérea como piloto de pruebas de aviones experimentales, lo cual requiere un par de huevos enormes, si me preguntas en un momento en que estoy dispuesta a admitir algo así de él.
Que resulta ser esta noche.
Antes te gustaba, me recuerda mi subconsciente, olvidando cuál es su lugar.
Le diría que se calle, que no me gustan los hombres que no me valoran, excepto que… ¿no es eso exactamente lo que acabo de vivir los últimos dos años?
Él toma mi cuchara, y nuestros dedos se rozan al pasarla. Un escalofrío me recorre la piel. Aparto la vista hacia la película mientras sostengo el cartón para que saque un poco.
George Bailey discute con el señor Potter en la tele, y puedo sentir el calor de la piel de Cassian atravesando mi enorme sudadera de Holmes Consulting.
Suelto una risita baja.
Por supuesto que no estaba mirando mi pecho. Ni siquiera puede verlo bajo esta cosa.
Estás sosteniendo mal el balón, Eileen.
Entró, ¿no?
Sí, pero podrías ser más constante si trabajas en tu forma.
Maldito sea por meterse en mi cabeza. Maldito sea por provocarme.
Maldito sea por tener razón.
Porque sí trabajé en mi maldita forma, y Chris—que es tres años mayor que yo—dejó de jugar conmigo después de que le gané en un concurso de tiros libres cuando tenía doce.
Dijo que era porque estaba ocupado con otras cosas con los chicos, pero yo conocía a mi hermano mejor que eso.
Sabía que dejó de jugar conmigo porque le gané.
Cassian aún aceptaba el reto, eso sí. Me decía que tuve suerte cuando ganaba. Me decía lo que había hecho mal cuando no lo lograba.
Y yo me rompí el alma mejorando cada vez más hasta que le ganaba siempre.
Y entonces él también perdió el interés.
Le quito la cuchara y gruño suavemente mientras hundo más profundo en el cartón.
—Eras un imbécil cuando éramos niños.
Él gruñe de vuelta y me arranca la cuchara.
—Eras una imbécil cuando éramos niños.
—Solo estabas inseguro porque una niña te pateaba el trasero en la cancha de básquet.
—Tú solo odiabas que no habrías sido ni la mitad de buena sin mí.
Recupero mi cuchara y sigo comiendo. El bocado extra grande de helado me provoca un calambre en el cerebro, pero ni de broma voy a dejar que lo note.
No es que pueda ocultarlo. Sé que mi cara está manchada por las lágrimas que aún no se han secado del camino hasta aquí, y que mis ojos tienen esa sequedad característica que viene después de demasiado llanto.
Puedo contar con una mano las veces que he hablado con él a solas desde que él, Chris y los demás se graduaron de la preparatoria. Ha cambiado. Su voz ahora es más profunda, si es que eso era posible. Su cuerpo está definitivamente más firme—cielos, esos bíceps, y sus antebrazos tensos, con venas marcadas recorriendo el músculo desde los codos hasta los nudillos—, su mandíbula más cuadrada, más masculina, y esos ojos grises que ahora parecen de acero.
Y no es como si él hubiera perdido la custodia de su hijo por ser un imbécil.
Chris no dejaba de hablar de eso en la cena de Navidad de ayer. El tipo salió jodidísimo. El ejército le dio órdenes de venir aquí, así que Francis se mudó primero con Kenji. Ella odiaba la vida militar. Pero luego, de último momento, cambiaron sus órdenes y terminó en Georgia. Ella pidió el divorcio, y desde entonces él ha estado luchando contra el ejército y los tribunales para poder estar cerca de su hijo. Está en un puto infierno. Y si abandona el ejército, lo van a meter a la cárcel por desertor. Está jodido. Está MUY jodido.
Ahí va George Bailey, saliendo de la oficina del señor Potter para irse a emborrachar.
Cassian da un trago a su cerveza. Una edición navideña. Como si eso pudiera quitar la miseria de estas fechas. No sé por qué está aquí en vez de aprovechar cada minuto con su hijo, pero bueno, tampoco sé mucho sobre divorcios.
Quizá este no sea su turno de ver a su hijo en Navidad. Quizá Francis está siendo una imbécil.
En la mesita junto a él hay otra botella, pero solo una. Ahogando sus penas con un George Bailey roto.
—Lamento tu jodido divorcio —digo, con desgano.
Por si acaso llega a pensar que siento un poco de lástima por él. Eso no nos convendría a ninguno de los dos.
Él deja la botella a un lado y agarra de nuevo la cuchara.
—¿Así que compartes porque sientes lástima por mí?
—Quizá comparto porque no soy una completa imbécil.
—¿Pero yo sí lo soy todavía?
Suelto un suspiro. No quiero estar aquí sentada con Cassian Rogers más de lo que quiero ceder a las ganas de correr al lujoso condominio de Harold en el distrito Warehouse y suplicarle que nos dé otra oportunidad.
Se suponía que esta Navidad me iba a comprometer. No que me dejaran.
Y no sé si el dolor ardiente en mi pecho es mi corazón o mi orgullo. O ambos.
Probablemente ambos.
Ni siquiera es que el sexo hubiera sido bueno la otra noche, y él se dio la vuelta a revisar sus correos en cuanto terminamos, así que lógicamente sé que no estoy perdiéndome de nada.
Pero mi maldito corazón todavía duele.
—La miseria prefiere compañía más de lo que le importa cuál compañía sea —le digo a Cassian.
Él me observa mientras mete de nuevo la cuchara en el cartón, luego hace un gesto circular con la mano, señalándome.
—¿Esto eres tú siendo miserable?
—Lo sé, lo hago ver bien.
—Pensé que siempre te veías así.
—Imbécil.
Sonríe con arrogancia, pero es una sonrisa oscura. Como si hubiera querido que lo llamara imbécil, pero no le produjo tanto placer como esperaba.
—¿Y qué demonios tienes tú para estar miserable?
—Me rompí una uña.
Él atrapa mi mano y la levanta, girándola para inspeccionar mis uñas perfectamente recortadas y recién arregladas. Un cosquilleo me recorre desde el punto donde su pulgar descansa en mi palma.
Es como si me estuviera excitando.
Harold no me excita desde hace meses. Eso es lo que se supone que pase, ¿no? Te estableces con una persona, caes en la rutina y el sexo se vuelve monótono en vez de emocionante. Es lo normal, ¿verdad?
O fuiste una idiota que debió haberlo dejado hace un año, me susurra mi subconsciente.
Retiro la mano de golpe, pero sigo siendo dolorosamente consciente de Cassian a mi lado.
El cambio en su respiración. El sutil aroma de canela y cerveza que emana de él. La forma en que su mirada sigue fija en mí.
—Así que a ti también te dejaron —murmura.
—Cállate.
Habría sido más efectivo si lo hubiera dicho sin derramar helado de menta con chocolate por mi barbilla, sin que mi voz temblara.
Él estira la mano y limpia la gota de mi barbilla, y me doy cuenta de que se está inclinando hacia mi espacio.
Mi corazón late con fuerza. Mis pechos se sienten pesados y llenos. Mi boca se seca, incluso con el helado todavía en mi lengua, y casi me atraganto cuando trago.
—Feliz jodida Navidad para nosotros —dice. Su nariz está a centímetros de la mía, y sus párpados se bajan sobre unos ojos oscurecidos.
—Aquí no va a haber ningún jodido —señalo, con la respiración cada vez más corta, bajando la mirada por su nariz apenas descentrada hasta sus labios absurdamente perfectos.
—No, ¿verdad? —murmura, mientras su mirada también baja a mis labios—. Aquí solo nos joden a nosotros.
Cada vez que dice “joder”, un calor me atraviesa entre las piernas.
—Estás invadiendo mi espacio —susurro.
—Quizá intento fastidiarte para sentirme mejor.
—Quizá si de verdad quisieras fastidiarme, deberías quitarte la ropa.
Cielos, acabo de decir eso.