25. Algo turbio

1961 Words
Al día siguiente de la cena con don Emeterio, Ángel sintió la necesidad de recompensar a Nathalya por su impecable actuación. Por la mañana le permitió salir al patio, donde pudo caminar libremente bajo el sol por primera vez en mucho tiempo. Sintió el aire fresco en su rostro y, aunque seguía siendo una libertad vigilada, algo dentro de ella resurgió. Por la tarde, Ángel cumplió otra de sus promesas: le dio acceso a la biblioteca de la casa, un lugar amplio, silencioso y lleno de estantes ricamente tallados. Le dijo que podía entretenerse leyendo, que quizá eso le ayudaría a despejar la mente y evitar aquellos pensamientos depresivos que él aseguraba querer “curar”. Nathalya sabía que todo era parte del juego, pero aun así, la oportunidad de estar entre libros se convirtió en un respiro inesperado. Mientras tanto, don Emeterio tuvo que regresar a Loma Dorada para atender sus asuntos habituales. Nadie debía sospechar que escondía a su hijo prófugo, por lo que vigilaba cada uno de sus movimientos con extremo cuidado. Siempre inventaba viajes de negocios para justificar sus visitas y, cuando llevaba dinero, lo hacía en efectivo, como parte de sus múltiples negocios turbios. Aquella doble vida se había vuelto parte de su rutina, una rutina que estaba dispuesto a sostener con tal de mantener a su hijo lejos de la justicia. Aldo pronto recibió una nueva tarea: vigilar a Nathalya durante todo el día. Uno de los guardias había sido requerido para atender otra situación y alguien debía ocupar su lugar; estaban cortos de personal debido a ciertas sospechas de traición que habían llevado a Ángel a “eliminar” a los responsables para siempre. Además, Ángel quería poner a prueba a Aldo, comprobar si realmente era tan impresionante como todos decían, y aquello se convirtió en el pretexto perfecto. Aldo lo entendió desde el primer instante. Por esa razón perfeccionó su actuación de rufián sin emociones, manteniendo una expresión fría y distante. Su labor era observar, no hablar, no mostrar la más mínima señal de humanidad. Se limitaba a seguir cada uno de los movimientos de Nathalya, desde la biblioteca hasta el patio, siempre a unos pasos detrás de ella, siempre alerta. Nathalya, por su parte, sabía que todos los empleados estaban bajo amenaza. Ángel había dejado claro que nadie debía dirigirle la palabra ni ofrecerle ayuda, mucho menos facilitarle algún intento de escape. Aun así, su determinación no se debilitaba. Sabía que debía continuar el juego, actuar con inteligencia y paciencia para honrar el trato que había hecho con Ángel… y para preparar el terreno de su eventual libertad. Entre la vigilancia férrea de Aldo y el silencio absoluto de los demás empleados, Nathalya solo podía confiar en sí misma. Cada mirada, cada paso, cada respiración debía estar cuidadosamente calculada. Había entrado a un campo minado y lo sabía… pero también sabía que mientras fingiera ser la prometida perfecta, conservaría sus oportunidades intactas. Aldo la observaba desde lejos, siempre con ese semblante frío que debía mantener para no levantar sospechas. Pero detrás de esa máscara, su corazón se retorcía al verla tan frágil, tan rota por la distancia que la separaba de su familia. Podía percibir el dolor silencioso que Nathalya cargaba en cada paso, en cada suspiro, y más de una vez sintió el impulso desesperado de acercarse y decirle la verdad: que no era Aldo Monte, sino Max, su cuñado… que don Emmanuel lo había enviado exclusivamente para rescatarla… que no estaba sola. Pero sabía que eso sería una sentencia de muerte, no solo para ambos, sino también para quienes amaban. Ángel era demasiado astuto, demasiado violento. Confesar su identidad pondría todo en riesgo. Por eso debía continuar con su personaje de rufián, manteniendo esa actitud de indiferencia absoluta. Aunque por dentro le doliera, debía rechazar cualquier gesto de ella, incluso un simple “buenos días”. Aun así, Max no perdía detalle. Mientras fingía ser un guardia más, estudiaba cuidadosamente cada movimiento de Ángel: sus rutinas, sus horarios, sus arranques de ira, los cambios en el personal, las cámaras, las entradas y salidas de los empleados. También analizaba los alrededores, los puntos ciegos, los lugares donde podían ocultarse y las rutas probables para escapar. Cada día aprendía un poco más, cada día se acercaba un paso al plan perfecto. Lo único que tenía claro era que no se perdonaría fallar. No esta vez. No cuando la vida de Nathalya dependía de él. Nathalya no podía permitirse caer en la tristeza. Había pasado noches enteras llorando, sintiéndose rota, sin esperanza… pero esa mañana despertó diferente. Algo en su interior se endureció, como si finalmente comprendiera que nadie vendría a salvarla: tendría que luchar contra todo y contra todos para recuperar su vida y su libertad. Escapar no sería sencillo. Lo sabía bien. Ángel no era hombre de rendirse, mucho menos cuando creía poseerla. Si lograba huir, él la buscaría hasta el cansancio. A menos… A menos que lo metiera en la cárcel. A él, y a su padre. Con esa idea clavada en la mente, Nathalya decidió que no solo sobreviviría… sino que haría caer a ambos. Ángel la subestimaba, la trataba como una muñeca bonita y frágil, pero en su interior ardía una determinación férrea. Estaba cansada de ser víctima. Él le había dado acceso a más habitaciones de la casa para aparentar normalidad frente a su padre. Y aunque ese beneficio era parte de un trato oscuro, para ella se convertía ahora en una oportunidad. Debía aprovechar cada rincón, cada descuido, cada palabra suelta. Cada gesto. Tenía el presentimiento de que don Emeterio estaba involucrado en algo más grande y más sucio de lo que Ángel admitía. Los ojos de ese hombre, la forma en que hablaba, la facilidad con la que movía dinero… todo indicaba negocios turbios. Crímenes graves. Y ella lo averiguaría. No sabía aún cómo ni cuándo, pero estaba decidida: Conseguiría pruebas, desenmascararía a ambos y los entregaría a la justicia. Si jugaba bien sus cartas, podría lograrlo sin que se dieran cuenta… y al final, escapar de ese infierno para siempre. La línea de investigación que manejaba el detective contratado por don Emmanuel ya había revelado algo inquietante: los movimientos financieros de don Emeterio no cuadraban. Había transferencias sospechosas, inversiones imposibles de justificar y entradas de dinero que no correspondían a ningún negocio formal. Todo apuntaba a lavado de dinero, pero acusarlo no sería sencillo. Por desgracia, lo que tenían eran solo sospechas, indicios sueltos y rumores. Nada sólido. Nada que pudiera presentarse ante un juez sin poner en riesgo la vida de todos los involucrados. En ese mundo, una mala acusación significaba muerte, y don Emmanuel lo sabía mejor que nadie. El detective le había advertido: —Si nos movemos sin pruebas, señor, solo lograremos que la delincuencia nos volteé a ver… y no de buena forma. Por eso, aunque le repugnara la idea, tuvieron que hacerse de la vista gorda. Momentáneamente. Pero don Emmanuel no era hombre de quedarse quieto. Mientras el informe descansaba sobre su escritorio, él ya pensaba en su siguiente paso. Sabía que la única manera de llegar al fondo del asunto sería mezclarse con esa gente, entrar en ese círculo cerrado en el que se movían Emeterio y sus socios. Y eso implicaba algo más… algo que le helaba la sangre solo de imaginarlo. Si lograba infiltrarse, existía la posibilidad de encontrarse con su hija en condiciones que no podía prever. Y si eso ocurría, tendría que fingir estar de acuerdo con quienes la lastimaban. Tendría que actuar… como si fuera uno de ellos. La sola idea le parecía descabellada, repugnante, casi imposible de tolerar. Pero no podía descartarla. No cuando la vida de su hija dependía de ello. Alex se había vuelto un adicto al trabajo. No salía, no se divertía, no hablaba con nadie más de lo necesario. Su vida se reducía a dos lugares: la oficina y su casa. Y en casa, solo encontraba consuelo en la presencia de sus pequeños, Alex y Emmanuel. Ellos, aunque seguían lastimados por la ausencia de sus seres queridos, parecían haber encontrado un tenue hilo de estabilidad. Al menos ya no despertaban llorando todas las noches. Pero la herida seguía allí. Para los tres. Por más que lo intentaran, no había manera de llenar el vacío de esa madre a la que soñaban abrazar de nuevo, ni del tío que tanto les había enseñado y cuya ausencia seguía siendo un misterio incomprensible. Natasha, por su parte, había retomado sus clases. Volver a la rutina le devolvió un poco de aire, pero lo que realmente la estaba sosteniendo era el diario que había comenzado a escribir desde que todo empezó a venirse abajo. Ese diario se había convertido en su refugio, en su terapia silenciosa. Siempre que podía, compartía con sus alumnos la importancia de escribir: A veces —les decía— la garganta se hace nudo, bloquea las palabras, no deja que la voz exprese lo que la mente y el corazón están gritando. Pero cuando escribes… cuando permites que la tinta diga lo que tú no puedes pronunciar… es como abrir una puerta hacia lo más profundo de ti mismo. Y lo que estaba enterrado sale. Y duele… pero libera. Natasha veía cómo algunos alumnos comenzaban a llenar sus propios cuadernos. Cómo se quedaban un poco más después de clase para escribir en silencio. Y eso, de alguna forma, le hacía sentir que algo bueno estaba naciendo de tanto dolor. El padre de Alex estaba muy al pendiente de sus nietos. Para él, ambos niños lo eran, aun sabiendo que Emmanuel no llevaba su sangre. Su actitud hacia Natasha había comenzado a cambiar; ya no la señalaba como culpable de la tragedia. Ahora buscaba ayudarla a salir adelante, libre de culpa y remordimientos. Afirmaba que eso era lo que su hijo Max hubiera querido y, por respeto a su memoria, haría todo lo que estuviera en sus manos para ver a su familia unida y, al menos, un poco más en calma. Natasha se sentía reconfortada. Había perdido a sus padres hacía tiempo y la relación con su única hermana era prácticamente inexistente. Todo lo que necesitaba era escuchar que, de algún modo, todo estaría bien… y su suegro comenzaba a darle precisamente esa paz que tanto anhelaba. Alex y ella estaban más unidos que nunca por el bien de los pequeños. No eran una pareja, pero sí los mejores amigos. Se contaban todo: sus preocupaciones, sus dudas, sus metas y cualquier cosa que tuviera que ver con sus hijos. Ellos siempre serían la prioridad. Mientras tanto, don Emmanuel continuaba ocultando información. Esta vez no por egoísmo, sino para protegerlos y cumplir la promesa que le había hecho a Max. Le resultaba devastador verlos sufrir por su ausencia y no poder decirles que estaba vivo… y muy cerca de Nathalya. Pero revelar algo así sería una imprudencia enorme. Ni siquiera en pensamiento se permitía mencionar la verdad. Ángel había dado indicaciones claras a sus empleados: cada vez que su padre llegara, todos debían tratar a Nathalya como Ivania Lamat, su prometida. Ante cualquier pregunta, debían asegurar que se adoraban y que eran la pareja perfecta; incluso podían mencionar alguna discusión ocasional, como las que cualquier pareja normal podría tener, para que nada pareciera forzado. De esa manera, su padre jamás sospecharía la verdad. Ahora, Ángel debía planear su boda falsa con “Ivania”. Tenía contactos suficientes para organizar todo sin mayor complicación. Después de todo, casarse nunca había sido su intención. Nathalya no era más que un capricho, una obsesión pasajera que él confundía con poder. Atarse de por vida a cualquier mujer estaba lejos de sus planes.
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