27. Nerviosismo

1324 Words
Aldo llevó a Nathalya hasta su habitación con un toque de violencia perfectamente calculado. Ella no intentó defenderse ni buscar más información; tampoco se atrevió a dirigirle la palabra para no exponerlo frente a los súbditos de Ángel. Ya dentro, trató de comunicarse con él mediante las señales que habían acordado, pero Aldo no reaccionó: había gente cerca y debía mantener el personaje. Resignada, Nathalya se dispuso a ponerse la pijama. Apenas comenzaba a desvestirse cuando Ángel entró sin tocar. La encontró en ropa interior. Ella se cubrió instintivamente con la sobrecama, pero eso no detuvo la mirada libidinosa que la recorrió de pies a cabeza. Sintió cómo ese deseo enfermizo traspasaba la tela y un miedo helado le recorrió el cuerpo. Sabía de lo que era capaz. Ángel se acercó despacio, sin pronunciar una sola palabra. No parpadeaba; parecía estudiarla, saboreando el momento. La tomó suavemente de la mano, como si buscara infundir una falsa ternura, y cerró los ojos para aspirar su perfume. Ese aroma dulce y suave que Nathalya emitía de manera tan natural lo enloquecía. Ella contuvo la respiración, incapaz de moverse. Entonces, sin cambiar su expresión, colocó en su mano derecha el libro que había solicitado a la empleada. El mismo que Nathalya había pedido en la biblioteca. Y así, sin decir absolutamente nada, salió de la habitación. Apenas la puerta se cerró, Nathalya se derrumbó por dentro. Temblaba. Corrió a cerrar el seguro aun sabiendo que Ángel tenía una llave. Empujó un pequeño sillón contra la puerta para impedir que volviera a entrar sin aviso. No lo detendría, pero quizá le daría segundos para correr al baño o buscar algo con qué defenderse. La mente se le llenó de posibles formas de escapar de él: golpearlo con una de las lámparas, usar el cepillo dental para producirle una herida profunda, romper el espejo y usar los fragmentos como arma… Ideas desesperadas, nacidas del terror. Terminó de vestirse y apagó la luz, pero dormir era imposible. Pasó horas llorando en silencio, recordando sus desgracias, ahogada por una ansiedad creciente que no le permitía descansar. A mitad de la madrugada, incapaz de seguir acostada, se levantó y fue a sentarse cerca de la puerta. Observó por la rendija, buscando a Max… o más bien, a Aldo. Pero no estaba ahí. Supuso que él había ido a dormir, y aun así decidió esperarlo. Necesitaba verlo de regreso en su puesto para poder cerrar los ojos aunque fuera unos minutos. Había algo en su presencia —esa mezcla de fuerza, familiaridad y refugio— que la hacía sentir protegida, incluso dentro de aquella pesadilla. De alguna manera, sabía que si Ángel intentaba tocarla de nuevo, Max sería capaz de arriesgarlo todo para detenerlo. Y sólo ese pensamiento le devolvía un poco de calma. Pero Aldo no llegó ese día. Nathalya comenzó a preguntarse si quizá aquel era su día libre… aunque no había forma de saberlo. No podía preguntarle a nadie, no podía asomarse demasiado, no podía confiar en nadie. Así que terminó por resignarse. Necesitaba descansar, aunque fuera un poco, pues requería cada gota de energía —y de cordura— para continuar con su plan. A media mañana, la empleada llegó con el desayuno, pero no pudo entrar porque el sillón seguía atravesado contra la puerta. Nathalya, que continuaba sin dormir, tuvo que levantarse para recibirla. Se disculpó con ella, inventando que durante la noche había escuchado ruidos extraños que la habían asustado, justificando así la barrera improvisada. La empleada sólo asintió, sin mirarla a los ojos. Tenía estrictamente prohibido hablarle o siquiera escucharla, por lo que dejó el desayuno y se retiró casi corriendo. En la mesita, como siempre: fruta picada, pan tostado con mantequilla y café ya tibio. Nathalya no tenía apetito. Pero, de pronto, un torrente de recuerdos la golpeó: El día en que su hijo tomó uno de sus dedos con aquella manita diminuta. El abrazo seguro de su padre, que siempre la protegía de todo y contra todos. La noche de bodas con el amor de su vida. Su larga amistad con Natasha y los momentos felices que habían compartido durante años. No podía rendirse así. No podía permitir que la quebraran. Con un nudo en la garganta, se obligó a beber el café —amargo y frío— y luego comió lentamente el pan y la fruta. Poco después, la empleada regresó para retirar los platos y limpiar. Nathalya fue al baño para bañarse mientras tanto, dejándole espacio. Se vistió, se arregló un poco, respiró hondo… y quedó nuevamente sola. Ángel la esperaba afuera. Era hora de su salida al patio, como cada mañana. Las ojeras de Nathalya hablaban por ella. No había podido ocultar las huellas del insomnio. Ángel notó el detalle al instante. —¿No dormiste bien? —preguntó, con una falsa amabilidad que la hizo tensarse. Ella negó con la cabeza, sin querer entrar en detalles. No podía. No debía. Toda la mañana se mantuvo callada. Ángel la observaba de reojo, recordando la imagen que había visto la noche anterior: la delicadeza de su piel, su vulnerabilidad, su miedo. Eso lo había perturbado más de lo que admitía. Pero también lo había emocionado. Y sin embargo, se contuvo. Había decidido actuar con paciencia. Muy poca, pero suficiente para mantener el control. Percibía la inquietud en Nathalya y no quería espantarla más; tenía que casarse con ella, convencerla, moldearla. Si actuaba con brutalidad ahora, corría el riesgo de que ella dejara de ayudarlo frente a su padre. Y Ángel necesitaba su obediencia. Su actuación. Su silencio. Por eso se mantuvo a distancia… observando, calculando, esperando. Fue un día interminable para Nathalya. Su corazón seguía golpeando con fuerza y su mente la traicionaba con recuerdos dolorosos: las huellas que dejó Ángel cuando la violó, la imagen de su madre muerta, la depresión, el miedo constante, el embarazo inesperado, la incertidumbre, la impotencia y esa desesperación que tantas noches la había despertado entre gritos y sudor frío. Todo volvía a atormentarla. Tenía tanto miedo que su cuerpo entero seguía en estado de alerta; cada sonido, por pequeño e insignificante que fuera —el tic tac del reloj, el zumbido del viento entre las rendijas— le arrebataba la calma. Estaba segura de que otra noche sin sueño la esperaba. Y así fue. Justo cuando al fin logró quedarse dormida, su respiración comenzó a agitarse y el latido de su corazón se aceleró. Una pesadilla regresó para arrebatarle el descanso: Ángel volvía a hacerle daño, una y otra vez, como si su mente quisiera castigarla. Cuando consiguió abrir los ojos, las lágrimas resbalaron por sus mejillas sin que pudiera detenerlas, una tras otra, calientes y silenciosas. Sentía un vacío inmenso, ese que se siente cuando crees que le fallaste a todos… y también a ti misma. Se repetía una y otra vez que había fallado: tantas noches soñó con esto, tantos presagios la visitaron durante cuatro años advirtiéndole que algo terrible sucedería, y aun así no pudo evitarlo. No se protegió. No evitó que Ángel volviera a herirla. Y ahora estaba a su merced, sin posibilidad de ver a los suyos. Pensaba en su pequeño hijo, en cuánto la necesitaba, y en el dolor que quizá estaba sintiendo por su ausencia. Pensaba también en el daño que había provocado en la empresa de su padre, en la manera abrupta en la que se fue de casa, sin poder decirle a Alex que nunca le había sido infiel, que lo amaba tanto o más que el primer día. Temía que él siguiera creyendo lo peor, que la odiara por ello. No tenía la certeza de que se hubiera quedado a cuidar del pequeño Emmanuel; lo había herido profundamente y quizá no quería saber más de ella. Aun así, una pequeña luz se mantenía viva en medio de tanta oscuridad: conocía el gran corazón de Alex y el amor inmenso que le tenía a su hijo.
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