Natasha regresó al hotel con Max y, posteriormente, volvieron a Loma Dorada sin hablar todavía con Alex.
Mientras tanto, la situación de seguridad en casa de Nathalya se intensificaba cada vez más. Sin embargo, don Emmanuel no quería angustiar a su hija y le ocultaba información. Como método de distracción, organizó una tarde de películas en casa, con la intención de mantener a todos ocupados y evitar que los jóvenes salieran.
Todo marchaba según lo planeado. Nathalya se había encargado de las palomitas de maíz, Alex de las bebidas, y la sala estaba lista para comenzar la función. Los pequeños jugaban tranquilamente bajo la supervisión de don Emmanuel, riendo y correteando entre risas.
De pronto, uno de los niños tomó el control remoto de la televisión y, sin querer, sintonizó un canal de noticias estatales. En la pantalla apareció un titular alarmante: un conocido criminal, apodado “El Ángel asesino”, había escapado de la cárcel. Su rostro ocupaba gran parte de la pantalla.
El asombro de todos fue inmediato. Era Ángel, el exnovio de Nathalya. Había sido aprehendido un año atrás en la ciudad de Villa Plateada por violar y asesinar a una menor de edad, además de los cargos imputados por la agresión a Nathalya. Don Emmanuel nunca le había contado a su hija la verdad, creyendo que protegerla era lo mejor, pues sus crisis nerviosas habían disminuido y tocar el tema solo habría provocado un retroceso.
Pero ahora el infeliz estaba prófugo, y Nathalya corría un peligro real.
Nathalya ajustaba el sillón para acomodarse y ver la película cuando su mirada se posó en la televisión. De pronto, la noticia le atravesó como un golpe frío: un rostro familiar llenaba la pantalla, acompañado de titulares que hacían temblar su corazón. Su respiración se aceleró, su pulso se disparó y, antes de poder reaccionar, perdió el sentido.
Alex no dudó ni un segundo. La sostuvo con fuerza, asegurándose de que no cayera al suelo. Sintió el peso de su cuerpo en sus brazos, el calor de su frente temblorosa, y su corazón se encogió ante la fragilidad de la mujer que amaba. Con cuidado, la recostó en un sillón, mientras don Emmanuel ordenaba rápidamente a Matilde: alcohol y algodón para la frente de su hija, y que llevara a los niños al cuarto de juegos. La casa quedó silenciosa, solo interrumpida por los pasos apresurados de los adultos.
Cuando Nathalya abrió los ojos, su primer gesto fue gritar.
—¡No, papá! ¡No puede ser esto posible! —su voz temblaba, quebrada por el pánico.
—Hija, trata de calmarte —intentó don Emmanuel, con firmeza y ternura a la vez.
—¡No, no! ¡Es que no! ¡No puedo!
—Él no sabe dónde estás ahora —dijo Alex, rodeándola con sus brazos protectores, tratando de transmitirle seguridad.
—¡Me va a encontrar! ¡Yo lo sé! —sollozó Nathalya, mientras sus manos temblorosas se aferraban a la ropa de Alex.
—Estamos aquí para protegerte —insistió él, mirando sus ojos, buscando que su miedo se calmara aunque solo fuera un poco.
—Tengo miedo —murmuró ella, casi sin aliento, la voz cargada de terror.
Pero nada parecía suficiente. El recuerdo de Ángel, el hombre que le había hecho tanto daño, se filtraba por cada pensamiento, y la idea de que pudiera volver la paralizaba. Incluso su instinto maternal se agitaba: su hijo, su pequeño Emmanuel, era su prioridad, su refugio y su miedo a la vez.
Don Emmanuel tomó la decisión con rapidez. Llamó al médico de cabecera y, tras una breve conversación, le administraron un calmante que finalmente permitió que Nathalya se durmiera, agotada y todavía temblorosa, hasta el día siguiente.
Al despertar, la primera acción de Nathalya fue abrazar a su hijo. El calor de su pequeño contra su pecho le dio una pequeña dosis de calma, un refugio momentáneo en medio de la tormenta que sentía. Alex la observaba con preocupación, intentando comprender el abismo de miedo que recorría su cuerpo. Sabía que Ángel había sido un peligro para ella, pero ahora entendía que el pánico de Nathalya no era solo miedo físico; era la memoria de todo lo vivido y la incertidumbre de lo que podía venir.
Alex respiró hondo y se inclinó hacia ella, firme y decidido: “No dejaré que nada te suceda. No mientras yo esté aquí”. Nathalya cerró los ojos un instante, apoyando la cabeza en su hombro, sintiendo, por primera vez desde que vio la noticia, que no estaba sola.
Mientras tanto, Alex buscaba acercarse al pequeño Emmanuel, intentando que el niño empezara a verlo como su padre. Le encantaba observar cómo los dos niños jugaban juntos, como si supieran que eran hermanos… nada más lejos de la realidad.
Los días pasaban y aún no se conocía el paradero de Ángel. Nathalya, por miedo, se había aislado por completo en su casa, evitando incluso que su hijo saliera. Don Emmanuel sabía que aquello no era lo ideal, pero su prioridad era la seguridad de su hija y de su nieto. Prefería mantenerlos resguardados hasta que todo estuviera bajo control.
Alex no quería ser imprudente y evitaba preguntar demasiado. Había llamado varias veces a Natasha para averiguar si sabía algo sobre Ángel y, por supuesto, para comentarle lo que sucedía. Natasha, preocupada, viajó de nuevo a la capital para estar unos días con Nathalya, pensando que su compañía podría ayudar a calmarla.
Nathalya no quiso revelar a nadie la verdad de lo ocurrido con Ángel; le daba vergüenza y temía que, al enterarse, los demás la desacreditaran aún más. Sus crisis nerviosas aumentaban cada noche: despertaba gritando y sudando, y su padre había tenido que quedarse a dormir con ella en varias ocasiones.
Finalmente, Natasha se armó de valor. Sabía que debía confesar la verdad a Alex, y también necesitaba llevarse a su hijo con ella. Él se negó, y la situación se volvió inevitable: la confesión tenía que salir.
—Me llevaré a Alex conmigo —dijo Natasha, con voz firme.
—No, Natasha. Alex se queda conmigo —respondió él, con determinación.
—No, Alex, no puedo permitirlo.
—Tú puedes tener más hijos con Max —insistió él, tratando de razonar.
—Lo sé, pero no es correcto que se quede aquí, contigo.
—¡Claro que es correcto! Soy su padre —gritó Alex, lleno de incredulidad y dolor.
—Alex, tienes que saber la verdad —continuó Natasha, con un hilo de voz.
—Ya dijiste todo lo que tenía que saber —replicó él, intentando cerrar la conversación.
—No terminé —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.
—Te escucho —aceptó Alex, aunque con un nudo en la garganta.
—Sólo espero que algún día puedas perdonarme… Alex no es tu hijo.
—¿Qué? —preguntó Alex, incrédulo.
—Es hijo de Max —dijo Natasha, con voz temblorosa.
—¡No, no, no! ¡Me estás mintiendo! —gritó él, incapaz de procesarlo.
—Es verdad, Alex.
—¿Por qué me mientes de esta manera?
—No estoy mintiendo —insistió ella.
—Claro que sí, mientes porque quieres separarme de mi hijo. Pero no te saldrás con la tuya. Pelearé por él; mañana mismo llamo a mi abogado —exclamó Alex, frustrado.
—Alex… —susurró Natasha, mientras él se alejaba—. ¡Alex! No te esfuerces. Una prueba de ADN te lo demostraría y perderías todos los derechos sobre él.
—¡No, Natasha! ¡No! —gritó él, desesperado.
—Perdóname, Alex —dijo ella, arrodillándose ante él—. ¡Te lo ruego! Te juro que no quise hacerte daño.
Alex la rechazó, y ella permaneció unos instantes en el suelo, dándole espacio para hablar.
—No puedo, Natasha. No puedo perdonarte. ¡Vete! No quiero volver a verte —sentenció él.
Natasha se marchó, llevándose al niño con ella. El pequeño Alex no entendía lo que pasaba, pero ella le explicó con ternura que en su casa estaban todas sus cosas esperándole, y él no se opuso; de hecho, ya extrañaba a su mamá y quería estar con ella.
Don Emmanuel escuchó todo lo sucedido y se acercó a Alex, brindándole todo su apoyo y comprensión. Le ofreció una copa para suavizar aquel trago tan amargo, y Alex aceptó.
Conversaron durante largo rato, y Alex le pidió que, por el momento, Nathalya no supiera la verdad completa. Quería que su hija estuviera tranquila y que él mismo fuera quien se la contara personalmente. Mientras tanto, centró todo su amor y atención en el pequeño Emmanuel, quien le ofrecía momentos de felicidad y ternura que poco a poco le devolvieron la sonrisa. El niño se convirtió en su consuelo, ayudándole a sobreponerse al dolor y a la traición.