Mientras el detective y la policía seguían su rastro, Nathalya padecía el infierno a manos de Ángel, quien la mantenía encerrada en una habitación de su lujosa casa. Él la vigilaba día y noche, insistente, presionándola con esa enferma mezcla de dominio y obsesión que lo caracterizaba. Había obtenido de muchas mujeres lo que quería, siempre por la fuerza o por manipulación, pero esta vez su mente delirante necesitaba algo distinto:
que ella lo aceptara voluntariamente.
Ese capricho lo estaba cegando.
Su ego le exigía verla rendida a sus pies, dependiente de él, temblando por él. Quería convertirse en el centro de su mundo, como si toda su violencia pudiera transformarse mágicamente en devoción.
Pero no comprendía algo evidente:
todo el daño que ya le había provocado, las heridas viejas y recientes, el terror sembrado en su vida… eran suficientes para impedir que Nathalya siquiera lo mirara sin estremecerse. Su obsesión lo llevaba a luchar una partida perdida desde el inicio, aunque su orgullo le impidiera aceptarlo.
Nathalya temía que Ángel volviera a tocarla.
La simple idea de estar cerca de él la asqueaba hasta lo más profundo; sabía que jamás podría entregarse voluntariamente a su agresor. Pero Ángel, enceguecido por su obsesión, había decidido mantenerla encerrada hasta doblegarla, convencido de que su voluntad tarde o temprano cedería.
Ella, sin embargo, no era ingenua. Entendía perfectamente que debía fingir cierta docilidad si quería, al menos, salir de aquella habitación y conocer el resto de la casa.
La única libertad posible comenzaba por aparentar.
Una sirvienta entraba dos veces al día con comida y agua que Nathalya rechazaba con firmeza; prefería morir antes que convertirse en la mujer de Ángel. Su resistencia silenciosa era lo único que todavía le pertenecía.
Mientras tanto, guardias se relevaban constantemente frente a la puerta, vigilándola a todas horas para impedir que hablara con alguno, que estableciera la mínima conexión humana capaz de inspirarle ayuda… o libertad.
Por otro lado, don Emmanuel tenía a la policía completamente movilizada, aferrado a la esperanza de que alguna pista, por mínima que fuera, los llevara al paradero de su hija. Cada llamada, cada informe y cada movimiento de los agentes lo mantenían en vilo, como si su propio corazón dependiera de que alguien, en algún punto de la ciudad, diera con el hilo correcto que empezara a desentrañar aquel infierno.
Natasha tampoco estaba bien. Extrañaba tanto a Max que su alma parecía haberse quedado suspendida en ese instante en que él cerró la puerta detrás de sí. No encontraba la manera de recomponerse; el permiso temporal que le habían otorgado en el trabajo estaba por terminar y ella seguía sumida en un estado que no lograba dominar, al borde de perderlo todo. Desde aquel día, no había recibido ni una llamada, ni un mensaje, ni una señal mínima de vida por parte de él. Ese silencio, tan frío y tan prolongado, la estaba destrozando.
Lo peor era enfrentar las preguntas de su hijo, cargadas de una inocencia que la desarmaba por completo.
—Mami, ¿dónde está papá Max?
—Tuvo que salir por trabajo, mi amor —respondió con una sonrisa forzada que apenas lograba sostenerse.
—¿Cuándo va a regresar?
—No lo sé, hijo… pero él te llamará pronto.
—¿Por qué no se despidió de mí?
—Porque salió de imprevisto —mintió, sintiendo cómo la voz se le quebraba por dentro.
Cada respuesta era una daga más. A Natasha se le partía el corazón al ver a su pequeño lidiar con la misma incertidumbre que a ella la estaba consumiendo. Mintió para protegerlo, para darle un poco de calma, para evitar que cargara con culpas que no le pertenecían. Y en el fondo, deseaba que alguien hiciera lo mismo por ella: que le dijeran que todo estaría bien, aunque fuese mentira.
Pero sabía que estaba enfrentando las consecuencias de sus actos, y no había forma de suavizar esa verdad.
Alex trataba de localizar a su hermano por todos los medios, pero no obtenía respuesta. Su padre tampoco sabía nada de él, y ese silencio creciente comenzaba a transformarse en una preocupación insoportable. A todo esto se sumaba la ausencia de su esposa, de la cual no había noticia alguna. El pequeño Emmanuel también preguntaba por Nathalya con esa insistencia dulce y dolorosa de los niños, y Alex hacía todo lo posible por mantener la calma frente a él.
A pesar de la revelación que lo había destrozado, él no había dejado de ver al niño como su hijo. Lo amaba de la misma manera, con la misma entrega, con la misma ternura. Pero saber que no compartían sangre le abrió una herida profunda, no por el niño, sino por lo que esa verdad representaba: la traición de Natasha… y la desdicha, todavía incomprensible, de Nathalya.
Ahora, Alex no tenía ningún hijo que llevara su apellido, y ese vacío pesaba como una sombra sobre su pecho. No se trataba de la sangre, sino de la sensación de haberlo perdido todo en muy poco tiempo: a su hermano, a su esposa, a la estabilidad que creía tener. Cada una de esas ausencias le recordaba que su mundo se desmoronaba mientras él intentaba sostenerlo con las manos temblorosas.
— Papi, ¿cuándo voy a ver a mi mamá?
— Pronto, hijo —respondió Alex con la mayor calma que pudo reunir.
— ¿Me lo prometes? Es que la extraño mucho…
Alex sintió que se le partía el alma. Dudó antes de contestar, pero sabía que eso era lo que el niño necesitaba escuchar.
— Te lo prometo — dijo finalmente, con una sonrisa que le temblaba en los labios — Pero para que funcione la promesa… necesitas darme un abrazo mágico.
El pequeño se lanzó a sus brazos y lo abrazó con fuerza, como si pudiera reparar con ese gesto todas las grietas del corazón de su padre. Alex cerró los ojos, disfrutando por un instante de esa paz que sólo la inocencia podía darle.
— Papá… no intentes mentirme —dijo Emmanuel de pronto, separándose un poco—. Yo ya sé la verdad de mi mamá.
El corazón de Alex latió con fuerza. Se inclinó hacia él, intentando parecer relajado, aunque el miedo se le instalaba en el pecho.
— ¿Ah, sí? —preguntó con suavidad— Bueno… de hombre a hombre, hay que compartir toda la información.
— ¡Tú primero, papá! —exigió el niño, cruzándose de brazos.
— Estaba pensando… que tal vez compre un helado para el que lo diga primero.
— ¡Yo, yo, yo! —gritó Emmanuel levantando la mano.
Alex sonrió con ternura.
— Te escucho, campeón.
— Mi tía Natasha dice que mi tío Max está de viaje por trabajo… y mi mamá tampoco está —explicó muy serio—. ¡Es obvio que están viajando juntos! Los adultos creen que los niños no nos damos cuenta de nada, pero los niños somos más listos.
Alex respiró hondo, aliviado de que la imaginación infantil hubiera creado una explicación mucho más amable que la realidad.
— Tengo un hijo muy inteligente —le dijo acariciándole el cabello—. Y tienes razón, no deberíamos ocultarles información… ¿De qué sabor quieres tu helado?
Al verlo sonreír, Alex sintió que la culpa y la angustia se aliviaban por un momento. Al menos, Emmanuel estaba tranquilo… y no tenía por qué cargar con el oscuro peligro que rodeaba a su madre.
Nathalya suplicaba a Ángel que la dejara salir, prometiendo obedecerlo y portarse bien en todo momento, pero él no aceptaba ningún tipo de trato. La única negociación que le interesaba era aquella que le permitiera conseguir lo que tanto deseaba.
Todas las personas que la rodeaban le eran leales, así que cualquier intento de persuasión por parte de Nathalya terminaba por fallar. Era una tortura constante no saber nada de su familia: no saber si Emmanuel estaba bien, si Alex lo cuidaba, si su papá la estaba buscando, o si Ángel había atentado contra cualquiera de ellos.
Esas preguntas la atormentaban día y noche, pero aun así intentaba mantener la esperanza, obligándose a enfocarse en encontrar una manera de escapar. Sabía que no sería fácil; había vigilancia por todos lados, no conocía el lugar y Ángel se había vuelto imposible de tratar.
Cada vez la miraba con más odio, con ese aire de superioridad que tantas veces le demostró su desprecio. Un desprecio que no era otra cosa más que el reflejo de su frustración por no haberse salido con la suya. Lo que comenzó como un simple capricho, ahora se había convertido en una amenaza mortal para Nathalya. Y cada día que pasaba, el reloj corría más rápido en su contra.
Nathalya seguía negándose a comer. En su desesperación por satisfacer su obsesión, Ángel intentaba llegar a un acuerdo, uno que sólo lo beneficiaba a él. Aunque ahora la despreciaba, no podía permitir que muriera antes de cumplir su propósito.
—Me dijeron mis sirvientes que no estás comiendo. ¿Crees que voy a dejar que te mueras? —preguntó con ese tono frío que tanto la intimidaba.
—Deberías. Nunca seré tu mujer —respondió ella, firme.
—Lo admito, durante días pensé que eso era lo que quería de ti —dijo él, paseándose frente a ella—. Pero después lo analicé… y cambié de opinión. Empezamos con el pie izquierdo, lo reconozco. Así que me dije: voy a darle la oportunidad de demostrarme su lealtad. Porque la lealtad, Nathalya… es un valor escaso, y quien la tiene, obtiene grandes beneficios.
Por eso puedo permitirte salir una vez al día, sólo al patio trasero.
—¿Ese es tu plan para obligarme a comer? —preguntó ella con sarcasmo, aunque en su mente ya calculaba lo valioso que sería observar el terreno—. ¿Cuáles son las condiciones?
—Alguien deberá acompañarte —respondió Ángel, acercándose peligrosamente—. Y cualquier mínimo intento de escapar te convertirá en prisionera absoluta otra vez.
Cuando digo “mínimo”, hablo de buscar una salida, intentar persuadir a alguien, hacer algo contra mí o mis deseos. Si descubro algo… esta vez ni siquiera volverás a ver la luz del sol.
Nathalya tragó saliva, manteniendo la mirada firme.
—Supongo que no tengo alternativa más que aceptar. ¿Quién me acompañará?
—Yo —dijo él, inflando el pecho—. Siéntete afortunada de que sea mi presencia la que te escolte.
—Bien —respondió ella, con una calma que no sentía.
Desde el día siguiente, Nathalya comenzó a salir cada mañana al patio. Siempre a la misma hora, siempre acompañada de Ángel, quien la observaba con detenimiento, estudiando cada gesto, convencido de que podía leer sus pensamientos.
Pero ella era más astuta de lo que él imaginaba.
Aprendía sus movimientos, sus miradas, sus reacciones, esperando el momento exacto para burlarlo. Necesitaba paciencia, inteligencia… y tiempo.
Por ahora, su único plan era observar. Observar y aprender.
Porque algún día, ese conocimiento sería su ruta de escape.
El tiempo pasaba y la desesperación de la familia de Nathalya crecía cada día. No sabían nada de ella ni de Ángel; temían por su vida, por su salud mental, por todo aquello que la hacía ser quien era. Max también seguía desaparecido, y la incertidumbre comenzaba a asfixiarlos a todos.
Para Alex, el peso era doble. Su sonrisa —esa que antes contagiaba a cualquiera— se había ido apagando lentamente. Había dejado de cantar y ahora pasaba las horas ayudando a su suegro en la constructora, tratando de sacar adelante los pendientes de Nathalya. Quería que, cuando ella regresara, encontrara su trabajo en orden. Era un reto enorme, no era arquitecto, pero no le importaba. Don Emmanuel lo apoyaba en todo momento: sabía que esa ocupación era un refugio para él.
Natasha, por su parte, había pedido un año sabático para cuidar a los niños. Ellos eran lo único capaz de devolverle un poco de alegría en aquella época oscura. Anhelaba que Nathalya volviera; extrañaba su consejo, su voz serena, su forma única de entenderla. A veces intentaba imaginar qué le diría su amiga en medio de todo ese caos… pero siempre terminaba llorando. Para no ahogarse en sus pensamientos, había comenzado a escribir un diario donde volcaba su dolor, sus miedos y sus pequeñas esperanzas.
Don Emmanuel estaba devastado. Se culpaba de no haber protegido a su hija lo suficiente, de no haber evitado aquella desgracia. Por dentro era un hombre roto, pero no podía permitirse caer: su nieto lo necesitaba, y toda la familia dependía de que él mantuviera la calma y tomara decisiones firmes. Él era el pilar, aunque le costara sostenerse de pie.
Matilde estaba a su lado siempre, ofreciéndole amor y paciencia. Y esa paciencia no era sencilla: cuando estaban solos, él solía perder la calma, el optimismo, incluso la fe. No era únicamente la búsqueda de Nathalya… era la búsqueda de esperanza, de una señal que les permitiera seguir creyendo que ella estaba viva, que volvería a casa.