El tiempo seguía avanzando y, a simple vista, parecía que todo comenzaba a acomodarse de nuevo… pero era solo una ilusión. Nada volvía realmente a la normalidad. Las risas eran más cortas, los silencios más largos y las rutinas, apenas un mecanismo de supervivencia.
La policía tampoco tenía avances sólidos. A pesar de horas de búsqueda, interrogatorios y análisis, Nathalya continuaba en manos de Ángel. Era como si él se hubiera desvanecido del mapa junto con ella. Sin embargo, los agentes no estaban dispuestos a rendirse. Al contrario: mientras más tiempo pasaba sin pistas, más convencidos estaban de que tarde o temprano él cometería un error.
Un descuido.
Un movimiento fuera de lugar.
Una grieta mínima por donde colarse.
Esa esperanza —frágil, pero constante— era lo único que sostenía la investigación en pie… y lo único que mantenía viva la fe de su familia.
Natasha seguía intentando sobreponerse a su depresión refugiándose en las páginas de su diario. La escritura se había convertido en su único refugio, la única forma en la que podía permitirse sentir sin romperse por completo. Cada palabra era un desahogo silencioso, un intento desesperado de ordenar el caos que llevaba dentro.
La desaparición de Max seguía pesando sobre ella como una losa imposible de mover. La culpa la consumía cada día un poco más; una culpa tan profunda que le arrebataba incluso el derecho de experimentar cualquier otra emoción. Sentía que no podía reír, que no podía ilusionarse, que no podía vivir mientras él seguía lejos, sin señales, sin explicaciones.
Agobiada por ese tormento interno, Natasha había solicitado un traslado para ejercer en la capital. No quería volver a Loma Dorada. No podía. Cada rincón le recordaba a Max, a Nathalya, a la vida que había destrozado con sus decisiones. Creía que empezar de cero, lejos de todo, quizá le ayudaría a respirar… aunque fuera un poco.
Alex trabajaba sin descanso para mantener a flote la empresa de su suegro. Sorprendentemente, lo estaba haciendo bien; a pesar del desfalco cometido por Nathalya, ningún cliente ni acreedor había resultado afectado. Ella, incluso en su error, se había asegurado de que el daño recayera sólo en lo económico, como si hubiera intentado proteger a todos menos a sí misma.
Ese trabajo, agotador y exigente, se convirtió en su terapia diaria. Lo mantenía ocupado, enfocado, lejos de los pensamientos que lo atormentaban cada noche. Y cuando las fuerzas comenzaban a flaquearle, encontraba consuelo en los brazos de sus dos pequeños: en sus risas, en su inocencia, en la forma en que lo abrazaban como si con eso pudieran reparar el mundo entero.
Ellos eran su ancla. Su razón para mantenerse firme mientras todo lo demás parecía desmoronarse.
Por su parte, don Emmanuel seguía entregado a la búsqueda de su hija, incapaz de permitirse un solo día de descanso. Había contratado a varias personas para rastrear cualquier pista, a cualquier hora, en cualquier rincón. Sin embargo, el detective privado aún no había logrado encontrar indicios concretos; el silencio alrededor de Nathalya era inquietante, casi antinatural.
Aun así, el detective insistió en una nueva estrategia. Le sugirió que comenzaran a sondear más profundamente en Loma Dorada, entre los vecinos, entre esas voces que siempre parecían saber más de lo que decían. A veces, los chismes escondían verdades a medias; otras, pistas que nadie imaginaba.
Así que decidieron seguir ese rastro silencioso: investigar a los conocidos de Ángel, indagar en su círculo, en sus rutinas, en sus hábitos. Si alguien sabía algo, aunque fuera mínimo, tarde o temprano tendría que salir a la luz.
Los pequeños, Alex y Emmanuel, vivían por primera vez la experiencia de ir al kínder. Estaban emocionados, orgullosos de llevar sus mochilas nuevas y de sentirse “niños grandes”. Natasha, Alex y don Emmanuel los acompañaban, tratando de contagiarles entusiasmo, mostrándoles sonrisas que escondían su propio dolor.
Aun así, algo faltaba.
Los niños lo sabían… lo sentían.
Porque en ese día tan importante, dos presencias se extrañaban más que nunca: Max y Nathalya.
Esa ausencia pesaba en los corazones de todos; era un hueco silencioso que ni los abrazos, ni las fotografías, ni las palabras de ánimo podían disimular del todo. Sin embargo, los pequeños avanzaban tomados de la mano, confiando en que, de alguna manera, un día podrían contarles a quienes faltaban cómo fue su primer día en la escuela.
Max seguía desaparecido, y con cada día que pasaba, la sombra de lo peor se hacía más pesada. El hallazgo de un cuerpo en una presa cercana a la ciudad sacudió a todos: el cadáver presentaba las mismas características físicas que él —cabello n***o, tez blanca, estatura alta, complexión atlética— incluso un tatuaje de una moto en el brazo izquierdo.
Las autoridades no podían confirmar nada. El agua había dejado el cuerpo en un estado tal que el reconocimiento visual era prácticamente imposible. Aun así, la coincidencia era tan abrumadora que nadie podía evitar sentir el corazón apretarse.
El cuerpo fue trasladado de inmediato para realizar pruebas de ADN que permitieran determinar si existía algún parentesco con Alex. Esa espera se volvió un tormento: un silencio frío, lleno de preguntas sin respuesta, que atravesaba a la familia como un cuchillo invisible.
Nadie quería decirlo en voz alta, pero todos temían lo mismo.
Que Max… ya no estuviera entre ellos.
La noticia impactó a la familia de Alex y a Natasha de manera devastadora. El padre de Alex se encontraba al borde del colapso emocional; su salud se resintió gravemente y estuvo al filo de una embolia por el estrés causado. Por fortuna, Alex logró conseguir atención médica inmediata para él.
El señor no podía evitar culpar a Natasha por lo sucedido, mientras Alex se sentía igualmente responsable. Si no se hubiera dejado llevar por el alcohol, nada de aquello habría ocurrido. La culpa y el peso del error se apoderaban de ellos, atrapándolos en un dolor silencioso.
Además, la preocupación por el pequeño Alex aumentaba la tensión. No encontraban la forma de explicarle la situación: apenas comenzaba a conocer a su verdadero padre y, de un momento a otro, podría enfrentarse a la pérdida. Decidieron, entonces, esperar los resultados del ADN antes de darle la terrible noticia.
Natasha, por su parte, se encontraba consumida por la culpa, rogándole a Dios por perdón y deseando que, de alguna manera, pudiera enmendar lo que consideraba su gran error. Cada instante sin respuestas se sentía como un martillo golpeando su corazón, mientras la incertidumbre y el temor los mantenían en un estado constante de desasosiego.
Hasta ese momento, las salidas matutinas de Nathalya al patio seguían siendo su único respiro del encierro, y poco a poco su salud mostraba signos de recuperación. Comenzaba a alimentarse con más regularidad, decidida a no dejarse vencer ni morir; su voluntad de luchar por la vida y la libertad se volvía cada vez más férrea.
Ángel, como siempre, permanecía vigilante, observando cada uno de sus movimientos con atención casi obsesiva. Pero Nathalya no era ingenua. Mientras caminaba por el patio, empezaba a idear estrategias discretas para ganar ventaja. Sabía que cualquier accidente que simulase debía ser sutil: una caída leve que no pusiera en riesgo su vida, apenas un raspón que llamara la atención de Ángel lo suficiente para distraerlo. Un desmayo sería demasiado evidente, así que debía limitarse a movimientos calculados.
Observó con detalle el pequeño borde que separaba la banqueta del césped. Allí había hallado su oportunidad: fingir un tropiezo, lastimarse ligeramente, y en el instante en que Ángel se apresurara a auxiliarla o buscar un botiquín, poder observar a su alrededor. Cada gesto, cada paso, debía ser meticulosamente calculado; cada segundo de distracción podía acercarla un poco más a su tan ansiada libertad.
La noticia del hallazgo del cuerpo en la presa se había esparcido rápidamente por todo el país, convirtiéndose en tema de todos los noticieros y conversaciones. Nathalya, sin embargo, permanecía ajena a lo que ocurría afuera; su aislamiento absoluto le impedía cualquier comunicación o actualización. Cada día que pasaba en aquel encierro, el mundo exterior parecía más lejano, más inaccesible.
Ángel, en cambio, estaba plenamente al tanto de la noticia. Una sonrisa fría y satisfecha se dibujó en su rostro al escucharla; incluso brindó con uno de sus sirvientes, celebrando el dolor de Alex como si fuera un logro propio. Para él, aquel suceso era un triunfo: mientras su oponente se consumía en la desesperación, él disfrutaba del control absoluto sobre la mujer que deseaba tener a sus pies. La crueldad con que se regodeaba en el sufrimiento ajeno contrastaba con el miedo que Nathalya sentía cada vez que escuchaba los pasos de sus guardias; su prisión se había convertido no solo en un encierro físico, sino en una jaula de ignorancia y terror.
El impacto de la noticia sobre el supuesto hallazgo del cuerpo fue devastador, y lamentablemente, llegó también a los oídos del pequeño Alex. El dolor en su corazón infantil se convirtió en confusión y tristeza, generando conflictos de comportamiento que ponían en jaque la paciencia de sus cuidadores. Emmanuel, asustado y desconcertado, comenzó a temer por la vida de su madre; si su tío estaba muerto, ¿acaso su mamá corría la misma suerte? La ausencia de noticias o incluso de un simple saludo alimentaba su sensación de abandono, transformando su miedo en desobediencia y rebeldía.
Alex y Natasha, aunque desesperados, tuvieron que imponer castigos estrictos dentro de la habitación para intentar controlar la situación. Sin embargo, la curiosidad y la inquietud de los pequeños superaron cualquier restricción: decidieron que la única manera de obtener respuestas era escapar. Con una mezcla de miedo y determinación, comenzaron a prepararse para la huida. Cada uno empacó cuidadosamente su mochila: algo de comida, una lámpara, una botella de agua, ropa cómoda, zapatos de explorador y una lupa, herramientas que los harían sentir capaces de enfrentar cualquier aventura.
Cuando finalmente salieron de casa, nadie los vio, ni siquiera sospechó su plan. Ya era demasiado tarde: los niños habían emprendido su pequeña expedición, valientes y decididos, adentrándose en un mundo que aún no comprendían del todo, pero que sabían que debía revelarles la verdad que tanto ansiaban.