El amor de su padre se había convertido en el motor que la ayudaba a seguir adelante. Nathalya había comenzado a tomar terapia, y gracias a ello sus miedos respecto a la maternidad se desvanecían poco a poco. Sin embargo, la incertidumbre sobre el paradero de su agresor no le permitía vivir en paz. Cada ruido inesperado, cada sombra detrás de ella, despertaba el temor de que algún día él regresara para hacerle daño o, peor aún, arrebatarle a su hijo.
Su padre, intentando devolverle la ilusión, la convenció de ingresar a la universidad. Estaba convencido de que aquello sería una buena distracción y, además, siempre había creído que su hija tenía un talento innato para el diseño y la construcción; desde niña, Nathalya soñaba con levantar edificios que tocaran el cielo.
Los meses transcurrieron, y tanto ella como Natasha se acercaban al momento de dar a luz. Alex, emocionado por el próximo nacimiento de su hijo, trataba de convencerse de que su vida estaba bien así, al lado de su esposa. No obstante, aún no podía perdonar a Nathalya. Seguía creyendo que ella había abortado a su hijo, y ese pensamiento lo consumía por dentro. Decidido a borrar el pasado, se prometió no volver a pensar en aquella mujer que, según él, había destruido su ilusión de ser padre.
Natasha, por su parte, no sabía qué creer. Conocía a su amiga desde la infancia y sabía que siempre había sido víctima de habladurías injustas. Sin embargo, la distancia y el silencio de Nathalya la desconcertaban. No entendía por qué su esposo reaccionaba con tanta furia cada vez que la mencionaba, ni por qué la simple palabra “aborto” era capaz de encenderlo al punto de volverse agresivo.
Con apenas un mes de diferencia, nacieron los dos bebés: ambos varoncitos. Alexander, el hijo de Natasha y Alex, llenó el hogar de alegría; y Emmanuel, el hijo de Nathalya, llegó como una bendición que sanaba heridas profundas. Nathalya eligió ese nombre en honor a su padre, el hombre que nunca la había dejado sola y que con su amor incondicional le enseñó a creer nuevamente en la vida.
Don Emmanuel no cabía de felicidad con la llegada de su nieto. Se había convertido en un abuelo ejemplar, atento y cariñoso, siempre dispuesto a cuidar del pequeño para que su hija pudiera continuar con sus estudios. Nathalya, por su parte, parecía renacer: se mostraba dedicada, responsable, y su desempeño en la universidad era impecable. Los profesores la consideraban una alumna modelo, y poco a poco, su sonrisa comenzaba a parecerse a la de antes.
Natasha continuó con sus estudios para convertirse en maestra. La maternidad no había sido un obstáculo para ella, pues contaba con un esposo atento y amoroso que siempre la apoyaba. Alex adoraba a su hijo; lo llevaba con él al negocio cada vez que podía y, mientras lo observaba jugar, soñaba con que algún día el pequeño siguiera sus pasos y se convirtiera en un gran cantante, tal como él.
El tiempo pasó, y las dos amigas lograron graduarse con apenas un año de diferencia —Nathalya había ingresado más tarde a la universidad—. Natasha comenzó a trabajar como maestra en una escuela primaria de su ciudad, mientras que Nathalya recién se incorporaba a la empresa constructora de su padre. Don Emmanuel no era arquitecto, pero había construido su negocio con esfuerzo y visión, y soñaba con el día en que su hija tomara las riendas por completo.
Hacía semanas que Nathalya le daba vueltas a un pequeño proyecto personal: quería remodelar la casa de su madre. Aquella idea la ilusionaba y al mismo tiempo le despertaba una profunda inquietud. No sabía si estaba lista para regresar a Loma Dorada, el lugar donde había vivido tantas alegrías… y también tanto dolor.
Aun así, la imagen de aquella casa transformada en lo que su madre siempre soñó la llenaba de esperanza. Sentía que, de algún modo, al reconstruir esas paredes también sanaría una parte de sí misma. Don Emmanuel, como siempre, la apoyó sin dudar. Creía firmemente en ella y se mostraba dispuesto a ayudarla en todo, orgulloso de ver cómo su hija convertía los recuerdos en nuevos comienzos.
Don Emmanuel, preocupado por la seguridad de su hija, pidió a su chofer personal que la acompañara en el viaje a la pequeña ciudad. Nathalya había decidido mantener en secreto la existencia de su hijo. Cuatro años habían pasado desde aquel terrible suceso, y aún no se sabía nada del paradero de Ángel. Pero el miedo seguía vivo en ella: temía que, si él llegaba a enterarse, intentara hacerle daño otra vez o, peor aún, arrebatarle a Emmanuel. Por eso, prefirió que su padre permaneciera en la capital cuidando del niño. Al fin y al cabo, sería un viaje corto, apenas un fin de semana.
Llegaron a Loma Dorada un viernes al atardecer. El paisaje, aunque familiar, parecía ajeno, cargado de recuerdos que aún dolían. Por precaución, se hospedaron en un hotel. A la mañana siguiente, Nathalya regresó a la casa donde había vivido tantos años de tormento.
Doña Jose la recibió con lágrimas en los ojos y una sonrisa sincera. Estaba feliz de verla de nuevo, tan cambiada, más segura, con una luz distinta y una posición económica estable. Entre abrazos y recuerdos, Nathalya le contó todo lo ocurrido y le explicó los planes de remodelar la casa de su madre. Doña Jose la escuchó con atención, pero antes de despedirse, le hizo una advertencia:
—Tus amigos —dijo con tono preocupado, refiriéndose a Natasha y a Alex— me pidieron que te avisara si llegabas a volver. Los vecinos llenaron sus cabezas de chismes, y ellos… en su ignorancia, lo creyeron todo.
Se sintió un poco decepcionada al escuchar lo último, pero decidió no aclarar nada. Si todos creían aquellas mentiras, mejor así; era la forma más segura de mantener en secreto la existencia de su hijo y evitar que Ángel llegara a saberlo. Lo que nunca imaginó fue que Alex creyera que su hijo era producto de aquella noche de amor que compartieron.
Nathalya no tenía intención de visitar a sus viejos amigos. No sabía cómo reaccionarían al verla, y tampoco podía predecir cómo reaccionaría ella misma.
Después de un largo día resolviendo pendientes, y sin haberse atrevido aún a entrar a la casa que la vio crecer, se dispuso a regresar al hotel para recoger sus cosas y volver a la capital. Sin embargo, en el trayecto, su chofer detuvo el auto de repente: un pequeño niño estaba en medio de la calle.
Nathalya bajó de inmediato y se acercó con ternura.
—Hola, corazón —dijo con voz dulce—. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Alex, como mi papá —respondió el niño, sonriendo.
—Tienes un nombre muy bonito, pero ¿sabes que jugar en la calle es muy peligroso? Podrías lastimarte.
—Sí… a mi mami no le gusta que venga a jugar aquí.
—¿Y dónde está tu mami?
—Por allá —dijo, señalando una linda casa a unos metros.
—Te llevaré con tus papás, seguro están muy preocupados por ti, amigo.
—Está bien… ¿y tú cómo te llamas? —preguntó el pequeño mientras caminaba tomado de su mano.
—Yo soy Nathalya.
—Eres muy bonita —contestó con la inocencia que solo un niño tiene.
En ese momento, una pareja apareció corriendo, visiblemente alterada.
—¡Alex! ¿Dónde estabas? —gritó Natasha, con el corazón en la garganta.
—Allá, mamá —respondió el niño, señalando hacia la calle.
—Te dije que no jugaras en la calle, es muy peligroso. Tendré que castigarte por desobedecer.
—Perdón que me meta —intervino Nathalya con suavidad—, pero no creo que sea necesario castigarlo. Él me acaba de prometer que jamás volverá a jugar en la calle, ¿verdad, amiguito?
—Sí —respondió el niño con firmeza.
Natasha, confundida por aquella voz familiar, levantó la mirada.
—¿Nathalya?... ¿Eres tú? —preguntó con asombro al verla tan cambiada.
—Sí, Natasha… soy yo —contestó ella con una sonrisa temblorosa, antes de abrazar a su amiga con el corazón latiendo a mil por hora.
Alex la miró con asombro, pero su expresión se transformó rápidamente en rencor. Sin decir palabra alguna, tomó al pequeño de la mano y se lo llevó a casa, decidido a alejarlo de ella.
Natasha, algo incómoda por la reacción de su esposo, invitó a Nathalya a pasar a su casa para conversar. Ella no pudo negarse y pidió al chofer que la esperara afuera.
Ya en la sala, el ambiente se llenó de recuerdos. Había una mezcla de nostalgia y distancia en el aire.
—Tienen un hijo hermoso —dijo Nathalya con una sonrisa sincera—. Se parece tanto a ti, Natasha.
—Gracias, amiga —respondió ella con emoción—. Siempre supe que volverías, y como te prometí, quiero que seas la madrina. Lo he estado esperando para poder bautizarlo.
—¿Cómo crees? —rió suavemente—. Ya debe tener unos cuatro años, no debiste esperarme tanto.
—Yo se lo dije —intervino Alex con tono cortante—, pero ya la conoces.
Nathalya respiró hondo para mantener la calma.
—Me da mucho gusto verlos tan bien.
—Por favor, cuéntanos de ti —pidió Natasha, con genuino interés.
Nathalya, sin intención de desmentir los rumores que conocía tan bien, respondió con serenidad:
—Me fui a vivir a la capital.
—Con tu sugar daddy, según supimos —dijo Alex con sarcasmo.
—Sí, un hombre millonario me ayudó —contestó con tono neutral.
—Y por lo visto, sigues con él —añadió él, buscando provocarla.
—Así es. Pero no entiendo por qué te molesta tanto —replicó ella, mirándolo directamente.
—Eso no me molesta.
—Entonces, ¿qué es lo que sí te molesta de mí, Alexander?
Alex apretó los puños. Natasha intervino antes de que él dijera algo más:
—Cuando regresamos de Europa fuimos a tu casa… vimos un folleto tirado —explicó con cautela.
—Ah, eso —dijo Nathalya, sabiendo a qué se referían.
—Sí, eso —continuó Alex, dejando escapar su furia—. Trataste a nuestro hijo con dulzura, pero te deshiciste del tuyo. No creo que puedas ser una buena madrina.
Nathalya lo miró con firmeza.
—En ese momento no estaba preparada para ser madre.
—¿Y ahora? —disparó él con tono desafiante.
—Alex, no todos nacimos en cuna de oro como tú. Estaba sola y pasaba por muchas dificultades… pero tampoco tengo porqué darte explicaciones. Será mejor que me vaya.
—Siento mucho lo de tu mamá —dijo Natasha, con voz temblorosa, antes de que su amiga cruzara la puerta.
—Yo más —respondió Nathalya con frialdad.