Tal y como don Emmanuel lo había previsto, los hombres de Ángel comenzaron a investigar de inmediato la identidad de Aldo Monte. Gracias a su astucia —y, sobre todo, a sus influencias— logró crear un perfil falso perfectamente construido, sólido y conveniente para los fines de la misión. Un pasado oscuro, sucio y coherente con el tipo de hombres que Ángel solía reclutar. Justo lo que necesitaban.
La gente de Pedro no tardó en enviarle el informe completo al patrón. Según el archivo, Aldo Montes había crecido en un barrio común de la ciudad Alas de Bronce, donde se había desempeñado como herrero en sus primeros años. Después de eso, las cosas empeoraban… o mejor dicho, se volvían “atractivas” para un hombre como Ángel.
Aldo —según el expediente— había participado en varias peleas callejeras que terminaron en muertes misteriosas. Aunque nunca se comprobó nada, el documento sugería que era muy probable que estuviera involucrado. Tras esos incidentes, había abandonado su ciudad natal buscando “una vida mejor”, aunque lo que realmente lo movía, según el perfil, era la ambición, la codicia y el gusto por la violencia.
Actualmente, el informe indicaba que era prófugo de la justicia por robo y homicidio en Loma Dorada, donde había dejado un “rastro de sangre” imposible de ignorar.
Exactamente el tipo de historia que Ángel consideraba útil.
Aldo Montes tenía una vida ficticia, pero tan bien armada que resultaba totalmente verosímil. Las circunstancias del nuevo mandadero le parecían adecuadas, incluso familiares, lo que generó cierta simpatía retorcida por parte de Ángel. No encontró motivo alguno para rechazarlo.
Y eso era precisamente lo que Max necesitaba.
El plan avanzaba sin complicaciones… al menos por ahora.
Nathalya estaba lesionada del pie y, por el momento, no podía salir al patio como cada mañana. Aquella incapacidad la llenaba de tristeza… o al menos eso aparentaba. La falta de apetito y su actitud abatida parecían parte del cuadro, aunque en realidad eran una artimaña cuidadosamente calculada para intentar recuperar un poco de libertad.
Ángel, que jamás había sido un hombre manipulable, sospechaba que detrás de ese comportamiento había segundas intenciones. Por eso le ofreció cargarla hasta el patio, para que no se lastimara más y pudiera mantener su rutina matutina sin riesgo. Pero Nathalya se negó con delicadeza, fingiendo que su estado emocional era demasiado frágil como para permitirlo, reforzando la idea de que estaba sumida en una depresión profunda y no en un intento de engañarlo.
Con los días, dejó de alimentarse como debía y pasaba horas enteras durmiendo, envuelta en un letargo casi sospechoso. Esa actitud desconcertó a Ángel; algo en ella no terminaba de cuadrarle. Temiendo que todo se tratara de una trampa para escapar, decidió mantenerla bajo observación constante, cada movimiento vigilado, cada gesto analizado.
Lo que él no sabía —lo que ni siquiera alcanzaba a sospechar— era que el plan de Nathalya iba mucho más lejos de lo que su mente podía imaginar.
Tras recibir el dinero de Nathalya, Ángel había comenzado a resolver varios pendientes que tenía atrasados: pagos, favores y silencios que debía comprar para mantener su rastro oculto. Irónicamente, la ayuda de ella había sido tan efectiva que pronto llamó la atención de la única persona que él hubiera preferido evitar: su padre.
Don Emeterio siempre se enteraba de todo. No importaba cuánto se escondiera Ángel ni cuántas rutas cambiara; su padre tenía ojos en cada rincón de la ciudad, y el simple movimiento económico que su hijo hizo fue suficiente para localizarlo. A los dos días, recibió la llamada que más temía.
—Hijo, ya sé dónde estás —fue lo primero que escuchó, sin saludos ni rodeos—. Necesito hablar contigo.
Se encontraron en una casa de campo que don Emeterio usaba para reuniones “delicadas”. Ahí, entre aromas de madera vieja y silencio incómodo, su padre dejó clara su exigencia:
—Necesito que te cases.
Ángel sintió un rechazo visceral. El matrimonio nunca había estado en sus planes; mucho menos un matrimonio arreglado. Pero también sabía que contrariar a su padre era perder el dinero que tanto le gustaba.
Ángel meditó cada opción. Necesitaba una solución inmediata, alguien que pudiera encajar de manera conveniente, alguien a quien su padre pudiera aceptar sin tener que meterse en su vida más de lo necesario.
Y entonces pensó en Nathalya.
Ella ya estaba bajo su cuidado, aislada del mundo, sin nadie que la buscara con intensidad suficiente para cuestionar un compromiso. Además, después de que le había entregado el dinero sin poner resistencia, Ángel estaba seguro de que podría manejar la situación sin sobresaltos.
Al día siguiente la buscó. Nathalya, aún debilitada por su supuesta depresión y su lesión, levantó la mirada cuando él entró en la habitación. Ángel entró en la habitación con paso silencioso, pero seguro. Se recargó en el marco de la puerta, observando a Nathalya con ese semblante arrogante que tanto la inquietaba.
—Buen día, Nathy. Escuché que no has querido alimentarte bien. ¿Te puedo ayudar a sentirte mejor?
Ella mantuvo la mirada fija en la pared, como si él no estuviera ahí.
—Lo que necesito jamás lo harás, ¿para qué preguntas?
Ángel soltó una leve sonrisa, una de esas que anunciaban peligro.
—Tienes razón —admitió sin inmutarse—. Jamás te dejaré ir. Pero podría proponerte algo que haría tu vida más llevadera.
Nathalya quiso ignorarlo, pero sabía que negarse sólo lo irritaría. Respiró hondo.
—Te escucho.
Ángel se acercó un poco más, cruzando los brazos con aire burlesco.
—Mi padre me está presionando para que me case pronto, ¿puedes creerlo? —rió con sarcasmo, como si la idea de un matrimonio fuera un chiste privado—. Y bueno… yo quiero que seas tú mi esposa.
Nathalya se incorporó de golpe, el corazón palpitándole en el pecho.
—Eso nunca.
Él caminó despacio hacia ella, bajando el tono hasta volverlo una amenaza suave.
—Ssshhh, querida. No estás en condiciones de rechazarme.
—No entiendo —susurró, aunque en el fondo sabía que nada bueno vendría.
Ángel se acuclilló frente a ella, tomándole el mentón con dos dedos para obligarla a mirarlo.
—Puedes casarte conmigo y tener una vida un poco más normal —dijo despacio, como si le explicara algo obvio—. O puedes vivir encerrada en el sótano sin ver la luz del día nunca más en tu vida. Tú decides, piénsalo. Mi padre llegará en la noche.
El rostro de Nathalya se endureció.
—Recuerda que ya estoy casada.
Ángel soltó su mentón con delicadeza cruel y, con la otra mano, comenzó a jugar con un arma blanca, haciéndola girar entre sus dedos.
—Eso tiene arreglo —susurró, dejando que el brillo metálico hablara por él—. Podrías quedar viuda en cualquier momento.
La amenaza quedó suspendida en el aire como una sombra helada. Nathalya sintió cómo la desesperación se mezclaba con un miedo visceral… y supo que no le quedaba mucho tiempo para decidir.
Nathalya detestaba, con cada fibra de su ser, la sola idea de casarse con él. Sentía asco, rabia y una impotencia que le quemaba el pecho… pero por nada del mundo arriesgaría la vida de Alex. Su verdadero esposo era el único ancla que la sostenía mentalmente, su razón para seguir respirando dentro de aquella pesadilla.
Escapar. Lo deseaba más que nunca. Huír de ese hombre que la tenía atrapada entre amenazas, manipulación y violencia silenciosa. Pero sabía que, por el momento, no podía hacerlo. No con el tobillo lesionado. No con vigilancia constante. No sin conocer aún la manera exacta de salir de aquella propiedad.
Así que tomó la decisión más difícil y peligrosa:
jugar el mismo juego que Ángel.
Si él quería creer que tenía control sobre ella, se lo permitiría… por ahora. Aprovecharía cualquier beneficio que él, en su arrogancia, le ofreciera. Comer mejor. Tener acceso a otros espacios de la casa. Ganar terreno poco a poco, hasta encontrar el momento perfecto para destruirlo.
Porque ahora lo sabía.
Ángel no estaba solo.
Alguien aún más poderoso lo protegía: su padre.
Un hombre dispuesto a ocultarlo de las autoridades, a proporcionarle recursos, a encubrir los delitos de su propio hijo.
Y eso lo cambiaba todo.
Nathalya entendió que su escape no sería solo una huida.
Sería una guerra.
Una que ella estaba dispuesta a pelear, aunque tuviera que fingir lealtad, calma o incluso cariño para sobrevivir.
Algún día —y juró que ese día llegaría— reuniría todas las pruebas necesarias para hundir a Ángel…
y también a su cómplice.
Ambos pagarían por todo el dolor que habían causado.
Y cuando eso sucediera, ella sería libre al fin.
Aldo estaba ahora un poco más cerca de Nathalya. Demasiado cerca, quizá, para lo que su corazón podía soportar. Nunca en su vida había matado a alguien, y aunque había enfrentado peleas, amenazas y situaciones límites, quitar una vida no era algo que formara parte de su historia… hasta ahora.
Pero sabía que, tarde o temprano, tendría que hacerlo.
Para protegerse a sí mismo.
Y, sobre todo, para protegerla a ella.
Max —o Aldo, como tenía que llamarse ahora— recordaba todas esas películas donde el protagonista debía hundirse un poco más en la oscuridad para escalar dentro del mundo criminal y acercarse a su objetivo. Ahora, él era ese personaje: uno obligado a ensuciarse las manos, a interpretar un papel que jamás imaginó interpretar, a ser exactamente el tipo de hombre que Ángel respetaría.
Su mente se mantenía alerta, fría, concentrada.
Sabía que su próximo paso sería convertirse en el guardia que custodiara la puerta de la habitación de su cuñada. Una posición que le permitiría verla, asegurarse de que siguiera con vida… y quizás, cuando el destino lo permitiera, sacarla de ese infierno.
Pero también significaba algo más:
si quería llegar tan alto, alguien tendría que caer.
Por primera vez en su vida, Max sintió el peso real de esa posibilidad. No era una fantasía cinematográfica. No era ficción. Era peligro, sangre, consecuencias.
Aun así, no retrocedió.
Si ese era el precio para salvar a Nathalya…
lo pagaría.
Don Emeterio, el padre de Ángel, no creía una sola palabra de lo que su hijo le había dicho por teléfono. Ángel aseguraba que ya tenía una prometida viviendo bajo su propio techo… pero aquel muchacho siempre había sido irresponsable, mujeriego y experto en mentir para salirse con la suya. Por eso, decidido a comprobarlo con sus propios ojos, emprendió el viaje hacia el escondite donde su hijo se refugiaba de las autoridades.
Casi al anochecer, Ángel volvió a presentarse en la habitación de Nathalya, ansioso por obtener una respuesta definitiva.
—Espero que lo hayas pensado mejor —dijo, cruzándose de brazos.
—Tienes razón —respondió ella, bajando la mirada—. He sido una tonta.
—Eso es un sí.
—Así es… pero necesito saber qué clase de vida me ofreces.
Ángel sonrió con arrogancia, convencido de tener la situación bajo control.
—Tendrás lujos, toda la ropa y zapatos que quieras, esas cosas que tanto aman las mujeres. Tendrás acceso a toda la casa… aunque no podrás salir de aquí. Recuerda que soy prófugo. Ah, y no te preocupes: yo tendré las mujeres que quiera, así que conservarás tu habitación. Sólo tendrás que comportarte como una buena esposa. Mi padre nunca debe sospechar que esto es sólo una apariencia. Empezaremos esta misma noche. Él hará preguntas, así que mide bien cada palabra.
Nathalya tragó saliva.
No le agradaba en absoluto la idea de seguir encerrada… pero tener acceso total a la casa era una oportunidad que no podía desperdiciar. Podría memorizar salidas, pasillos, debilidades. Podría planear su escape.
—Bien —respondió con calma tensa.
—En unos minutos, una de las empleadas te traerá un vestido hermoso y otras cosas para que te arregles. Cuando estés lista, bajas. Mi padre tiene estándares muy altos, así que por favor, luce presentable.
—¿A qué hora exactamente debo bajar?
—Alguien vendrá por ti.
—Estaré lista.
Ángel se incorporó, dispuesto a irse, pero antes se detuvo frente a la puerta.
—Si fallas, tendrás que volver al sótano. ¿Entendido?
—Sí —susurró Nathalya.
Cuando quedó sola, sintió que el aire le faltaba. Ahora debía fingir amor hacia su captor. Fingir obediencia. Fingir que había aceptado su destino.
Era un reto enorme…
pero también su primera oportunidad real para empezar a liberar su propio camino.
¿Podría soportarlo sin quebrarse?
¿Tendría la fuerza para mantener la fachada frente al hombre que había destruido su vida?
La noche estaba por revelar la respuesta.