El espectáculo

1308 Words
La penetración fue fuerte, brutal, sin preámbulos, sin una pizca de caricia. Un impacto sordo y seco resonó con cada embestida inicial. El gemido de la rubia se transformó en un grito de dolor desesperado, un lamento roto que se perdía en la inmensidad de la habitación. Sus caderas se elevaron incontrolablemente y cayeron con un gemido amortiguado. —¡¡¡Aaaah!!! —gritó la mujer, su voz era un ruego. Dante, con el rostro inexpresivo, miró por encima del hombro de la mujer y fijó sus ojos en los míos. No era lujuria en su mirada; era una conexión forzada, una agresión. Me estaba obligando a ser testigo, a ser cómplice, a ver cómo la posesión era sinónimo de dolor y control absoluto. La mirada decía: Esto es lo que te espera si te atreves a desobedecer. Tú eres la siguiente en la cola. Comenzó a moverse, con un ritmo poderoso, constante, implacable. Los movimientos no eran los de un amante, sino los de un capataz marcando el paso. El sonido de los cuerpos golpeando y el jadeo de la mujer eran insoportables, ritmos de brutalidad. Ella ya no emitía gemidos, sino súplicas y gritos de sumisión. Se movía a su ritmo, obligada por el agarre despiadado de su cabello y la fuerza de su embestida. Maldito. Desgraciado. Infeliz. Monstruo. Mi mente desató una letanía silenciosa de odio puro. Sentí un temblor incontrolable en mis piernas. Mis manos, sin que me diera cuenta, se habían cerrado en puños. Estaba clavando mis uñas en las palmas, buscando un dolor físico que contrarrestara el horror psicológico. No le daría el gusto de la huida o la debilidad. La rubia intentaba hablar, su voz era una súplica incoherente, rota por los impactos. —S-Señor… no… no puedo más… Dante le ignoró. Simplemente apretó más el agarre de su cabello, obligándola a tensar el cuello, a exponerse. Su respiración se hizo profunda. Su expresión se tensó por el ejercicio del poder. Cada músculo de su espalda parecía gritar "Mío". Yo vi mi reflejo en esa mujer. Vi la sumisión absoluta que se esperaba de mí, la abnegación total a la voluntad de un hombre que solo veía la carne como un instrumento. La escena era la culminación del terror de la calle. El terror se volvió rabia. Una rabia fría, controlada, que se instaló como hielo en mis venas. Nunca me doblegaré así. Moriré primero. Dante intensificó el ritmo una última vez, con una serie de embestidas finales, cortantes y violentas. La mujer, al borde del colapso, soltó un gemido final, largo y roto, una nota de desesperación. Dante soltó su cabello con un tirón que la hizo gemir de nuevo. Un momento después, con un gruñido gutural que resonó en el silencio, terminó el acto. Se retiró con la misma brusquedad con la que había entrado. La mujer se desplomó sobre la cama, temblando, gimiendo en silencio en la colcha. Sus hombros se agitaban en pequeños espasmos. Su dolor era palpable, una mancha oscura en la opulencia de la habitación. Dante, con la misma falta de preocupación de quien se despoja de una prenda, se puso de pie. Su cuerpo, aún expuesto, era una ofensa. Me miró. Su mirada era de desprecio, pero también de triunfo. Había logrado el efecto deseado. —Ya la viste, Elena —dijo, su voz era profunda y resonante. Su tono era de un sarcasmo absoluto, un cuchillo de hielo—. No es difícil de manejar. No protesta. Es eficiente. Una simple descarga de tensión. Luego, se dirigió a la mujer rubia. —Puedes irte. —Fue una orden final, tajante. Ella no levantó la vista. Se arrastró fuera de la cama con movimientos torpes, como una oruga. Tomó su ropa de un sillón y salió corriendo de la habitación sin atreverse a mirarme de nuevo, dejando tras de sí un silencio pegajoso y un hedor a semen y desesperación. Me quedé sola con Dante. Él se acercó, la distancia entre nosotros era una cuerda tensa que amenazaba con romperse. Su cuerpo, su desnudez, era la declaración final de su brutalidad y su poder. Lo veo completamente desnudo y es un mapa de secretos. —Bienvenida a tu nuevo hogar —dijo, su voz era suave, casi un arrullo, pero más peligroso que cualquier grito. Sus ojos me estudiaron, buscando la rendición que yo me negaba a mostrar—. Te he subido de categoría. Ya no vivirás en la casa que tu padre arruinó. Vivirás en mi jaula más segura. Entra. Y no te atrevas a tocar nada. Eres mi garantía, Elena. Y como acabas de ver, mi garantía tiene un alto precio. Mis rodillas temblaron, pero mi boca se mantuvo firme. Yo había elegido la jaula del lobo conocido para evitar a la jauría de hienas. Ahora, solo me quedaba una cosa: —Mi ropa —logré decir, mi voz era un hilo, pero tenía la fuerza del acero—. Dijeron que la traería. ¿Qué es lo que acabo de decir? NOoo, debo salir corriendo. ¡Ese hombre es un monstruo! Noooo, es peor que los demás. ¿Qué es lo que estoy haciendo? ¡¿Qué hiciste papá?! Él sonrió, una sonrisa lenta y cruel. —No te preocupes, alguien irá por ella. Ya está en camino. Mientras tanto, date una ducha. No quiero el olor de la calle en mi habitación. Di media vuelta con la intención de escaparme, pero él es más rápido. El agarre de Dante fue la firma final del contrato de mi esclavitud. No fue un acto de deseo, sino una ejecución de su poder. El impacto de mi cuerpo contra el suyo, la presión de su anatomía expuesta y dura contra mi vientre, me cortó el aire y la razón. La adrenalina se disparó, no en pánico, sino en una furia helada. Me mantuvo cautiva en ese abrazo de hierro, su aliento caliente y su voz ronca en mi oído. —Dime… —susurró, su tono no era seductor, sino un arrullo peligroso—. Dime, ¿no sientes el calor de la curiosidad, nena? ¿No sientes que esto es inevitable? No sé, pero no me siento complacido, últimamente. Parece que solo el conflicto y el desafío me… hacen reaccionar. Su mano abandonó mi cintura y se alzó hasta mi rostro. Con sus dedos largos y fuertes, me agarró la quijada con una firmeza que me hizo doler los dientes. Me obligó a levantar la mirada para encontrar sus ojos; eran cuchillos afilados, buscando mi rendición. Mi mente era un torbellino de caos y resistencia. La parálisis inicial se rompió por la rabia. Pude sentir el temblor en mi propia voz, pero la obligué a ser firme. —Deja de estupideces —dije, aunque el sonido era un hilo de acero envuelto en seda que tembló al final de la frase—. No me gustan los hombres como tú. No eres atractivo, Varonelli; eres un monstruo de cálculo. Y jamás me acostaría contigo por gusto, sino a la fuerza. Así que calma, macho. ¿Crees que porque tienes las bolas al aire y ese… ese trozo de carne… tienes derecho a… a exhibir tu miseria? Me apretó más contra él. La presión era intolerable, la humillación absoluta. —¿A qué, Elena? —me interrumpió con un rugido bajo, un sonido que vibró en mi caja torácica. Su sonrisa se endureció en una mueca glacial. El sarcasmo destilaba veneno—. ¿Derecho a qué? A recordarte que eres mía y que no tengo por qué rogar por lo que ya compré. ¿A recordarte que tu cuerpo ahora tiene el mismo precio que la deuda de tu padre? El precio de doblegarte. Dime, ¿cuánto vale un "no" en tu academia de ballet? Aquí no vale nada. Cero.
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