¡Mi deuda!

1410 Words
—Y sí, busco la ambición. Pero no la ambición de un apellido o un cheque, sino la ambición de ser la estrella que toda mujer quiere ser. La estrella que brilla porque tuvo que romperse y reconstruirse para existir. Una estrella que no se conforma con el segundo lugar, porque sabe el precio exacto de cada paso. Las madres me miraron como si fuera una criatura exótica. Estaban acostumbradas a contratar talento, pero no a enfrentar la filosofía brutal que sostenía ese talento. Mi ambición, al menos en el escenario, era legítima y cruel. —Mi trabajo es darles las herramientas. Ellas deben encontrar su propio fuego. Y yo les diré la verdad, aunque duela: no todas tienen ese fuego, y no todas lo tendrán. Es una elección que se hace cada mañana en el espejo. La rubia parpadeó, visiblemente incómoda con mi intensidad. Lucrezia, fue la única que mantuvo la compostura, aunque su mandíbula estaba tensa. Había tocado una fibra sensible. —Una filosofía... rigurosa —murmuró la madre del traje sastre. —Es la única filosofía que funciona en el ballet de élite, y créanme, también en su mundo, señoras —confirmé, mi mirada sosteniendo la de ellas sin parpadear. En ese momento, yo era la profesora, la artista, no la deuda de mi padre. Era mi pequeño acto de rebelión. Estaba usando la verdad para defenderme. Mientras les daba mi perorata sobre el dolor y el ascenso, mi muslo derecho empezó a vibrar con un dolor punzante, como una descarga eléctrica. El músculo se había enfriado, la posición sentada, los tacones, la tensión constante: todo se sumaba. Apreté la mano disimuladamente sobre la tela de mi vestido, buscando la línea de la cicatriz que la seda cubría a medias. El metal dentro de mí estaba protestando, obligándome a reconocer la mentira de mi propia fortaleza. Me sentía agotada, pero no podía dejar de sonreír. Me giré hacia Gianna. —Gianna, ¿podríamos dar un paseo? Siento que llevo demasiado tiempo en el mismo sitio. Gianna entendió la señal de socorro en mis ojos. Ella era la única que no estaba intentando comprarme. —Por supuesto, Elena —respondió con una dulzura inusual—. Te mostraré la galería. Nos levantamos. Yo caminé con una elegancia forzada, modulando mi peso para no sobrecargar mi pierna. El pequeño grupo de madres se disolvió, susurrando y evaluando mi actuación. Había ganado el primer round. Mientras me alejaba, noté la ausencia persistente de Dante. No lo había visto en media hora. Su desaparición no era un descuido; era una estrategia. Me había lanzado a la jaula de los leones, me había vestido de oro para que brillara, y luego se había retirado para verme luchar, para que me agotara, para que mi resistencia se deshiciera bajo el escrutinio social. Me estaba usando como una distracción mientras él hacía negocios oscuros. Te conozco, Varonelli. Me has dado el escenario, pero subestimaste mi capacidad para interpretar el papel de Reina. Gianna me condujo a un pasillo lateral, donde la música y el murmullo de la fiesta eran más suaves. Ella me miró con preocupación. —Lo siento por eso. Las madres de esta ciudad son… tiburones. Y Dante… él no debería haberte traído así. —No importa. Mi trabajo es vender disciplina. El suyo es venderme a mí —respondí con una sonrisa vacía—. ¿Dónde está tu hermano? —En el despacho, arriba. Con Lucas, mi esposo, y el Padrino. Asuntos de negocios, ya sabes. Asuntos de negocios. Se estaban repartiendo el mundo, y yo era parte de la transacción. Me detuve en seco. —Muéstrame el despacho —dije, mi voz ahora fría, despojada de cualquier amabilidad. Gianna dudó. —Elena, no creo que debas… es privado. —Soy su adquisición, ¿no? Tengo derecho a saber qué clase de negocio está haciendo. Soy el objeto de su conversación, estoy segura. Necesito saber qué precio me están poniendo. Mi determinación debió ser visible, porque Gianna, aunque con miedo, cedió. Me guio discretamente hacia el atrio principal y luego a través de una puerta de servicio que daba a un ascensor privado forrado en madera oscura. —Es el piso superior —susurró Gianna, sus ojos grandes y asustados—. Pero por favor, no causes problemas. Luca está muy tenso esta noche. —Dile a Luca que yo soy su único problema real, no las cifras. Subimos en silencio. La música de abajo era un murmullo distante. En el último piso, el silencio era absoluto. El ascensor se abrió a un pasillo minimalista y oscuro. Gianna señaló una puerta doble de ébano macizo. —Ese es el despacho. Por favor, sé discreta. —Demasiado tarde para eso, Gianna. Gracias. Me acerqué a la puerta, mi corazón latiendo fuerte, pero mi mente estaba extrañamente en calma. El dolor en mi rodilla se intensificó, un pulso rítmico que me recordaba la batalla que estaba a punto de librar. Mi mano, temblorosa, se posó en la fría empuñadura de bronce. No llamé. Simplemente abrí las puertas de ébano y entré. El despacho de Dante era una declaración de intenciones. Un inmenso espacio de cristal y oscuridad. Las paredes eran de vidrio, dando a una vista nocturna espectacular del lago y las luces de Zúrich, un océano de poder bajo nuestros pies. En el centro, un escritorio de metal y vidrio. Tres hombres estaban de pie, alrededor de una mesa de planos, con copas de whisky en la mano. Dante, Luca, y el Padrino. Sabía quién era Lucas, vi un retrato con su esposa, así que claro conoceré al padrino. Mi entrada fue tan silenciosa como un rayo. Los tres se giraron al unísono, sus rostros congelados por la sorpresa. La conversación, probablemente sobre cómo desmembrar el continente, se cortó de golpe. El vestido dorado brilló bajo la iluminación tenue. En ese entorno de tonos oscuros y masculinos, yo era un faro, un incendio. —Vaya —dijo el Padrino, rompiendo el silencio con una sonrisa diabólica—. La Reina ha llegado a la sala del trono. Dante me miró con una furia fría y controlada. Sus ojos eran cuchillos verdes. —Elena —dijo con un tono de voz que advertía de un castigo inminente—. ¿Qué demonios haces aquí arriba? Ignoré a Dante por completo. Caminé, cada paso doloroso, pero preciso, hacia el centro de la sala. Me dirigí al Padrino y luego a Luca, ofreciéndoles una sonrisa que no era más que un gesto facial. —Mis disculpas por la interrupción. El baile de exhibición ha terminado —dije, y luego mi mirada se clavó en Dante—. Mi anfitrión ha sido negligente en sus deberes. He cumplido con mi parte del espectáculo con sus invitados, y mi pierna derecha está protestando. El esposo de Gianna, me miró con pánico. Era un hombre de números, no de drama. —Dante, ¿de qué habla? —Habla de sus sueños rotos, Luca —intervino Dante, con la voz dura, acercándose a mí—. Vuelve abajo, Elena. No es tu lugar. —Es mi lugar. Es mi vida la que están vendiendo, Varonelli. Y mi cuerpo el que está pagando el precio —le espeté, sin susurrar, sin miedo—. ¿Cuánto? ¿Es esto una inversión o una hipoteca a largo plazo? El Padrino se rio abiertamente, disfrutando del espectáculo. —Dante, no la castigues. Es valiosa porque es honesta. ¿Por qué no le ofreces un trago y le explicas el balance? Dante me miró con absoluta posesividad. Sabía que había cruzado una línea y que el castigo sería severo, pero no podía humillarme delante del Padrino. —Luca, sal un momento. Hablaré con la Señorita Moreau. Luca y el Padrino asintieron, recogiendo sus copas y papeles. Luca me miró con una mezcla de lástima y terror mientras salía. El Padrino me dio un guiño antes de cerrar las puertas. El silencio nos envolvió. La luz de la ciudad era la única testigo. —Estás jugando con fuego, Elena —dijo Dante, su voz baja y cargada de una amenaza que me heló la sangre—. Acabas de arruinar una negociación de millones con una de las figuras más poderosas. —No arruiné nada. Puse mi precio sobre la mesa. No quiero pastel ni halagos. Quiero el maldito papel de la deuda de mi padre. Quiero irme.
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