—Prefiero morir —repliqué con una sonrisa que no llegó a mis ojos.
—Harás lo que yo diga. Por ahora.
Caminamos por el inmenso salón principal, pasando junto a grupos de personas que inmediatamente se callaban. Reconocí a Gianna, la hermana de Dante, que estaba cerca de una gran mesa de canapés, y me dedicó una sonrisa forzada, casi de disculpa. La pobre mujer parecía tan incómoda como yo.
Llegamos a un grupo central, donde había un hombre mayor, de cabello plateado y mirada astuta, que me evaluó con un interés casi paternal.
—Padrino —saludó Dante, su voz cambiando a un tono más formal y respetuoso.
El hombre asintió y su atención se centró en mí.
—¿Quién es esta visión dorada, Dante?
—Permítame presentarle a Elena Moreau —Dante apretó ligeramente mi espalda, y yo sentí la amenaza, el recordatorio de quién estaba al mando—. La Señorita Moreau es… mi nueva adquisición.
La palabra “adquisición” me atravesó como un cuchillo. Puse una sonrisa elegante, la misma que usaba al saludar a un crítico de ballet.
—Un placer —dije en un francés impecable, mi tono glacial—. Aunque preferiría el término “socia temporal”.
El hombre mayor rió. Una risa seca y divertida. Dante, a mi lado, se tensó.
—Tiene carácter, Dante —comentó el Padrino—. Me gusta. No las elijas dóciles. Aburren.
—Elena no es dócil —confirmó Dante, y el orgullo en su voz me enfureció—. Elena es fuego en la barra.
La tensión entre los tres era palpable. El Padrino me miró con una malicia divertida, como si entendiera perfectamente el juego.
—Disfruta la velada, Signorina Moreau. Y cuídate de este.
Me alejé del Padrino, sintiendo mi corazón latir con furia controlada. Dante me guio hacia otra área.
—¿Socia temporal? ¿Qué demonios fue eso? —me espetó en voz baja.
—Fue la verdad, Varonelli. No me rebajaré a ser tu muñeca, incluso si me vistes de oro. Recuerda, necesito un precio para sacar a mi padre. Cuando se pague, me largo.
—Tu precio soy yo —susurró, inclinándose para que solo yo lo escuchara, su aliento en mi oído era caliente y peligroso—. Y no tienes idea de lo que te costará, Elena.
En ese momento, la pequeña Estrella corrió hacia mí, con un grupo de niñas de su edad. Ella estaba radiante, y mi corazón se ablandó.
—¡Profesora Elena! —exclamó—. ¿Ves? Les dije que eras la más hermosa de todas.
Me agaché, sin importarme el vestido o los tacones.
—Y tú eres mi estrella más brillante, Estrella.
Dante observó la escena desde arriba, y por un microsegundo, vi algo en sus ojos. No era deseo. Era... paz. Una paz robada y temporal que yo, la bailarina vendida, le estaba proporcionando.
Mientras las niñas me rodeaban, fascinadas por mi vestido y mi presencia, supe que había encontrado mi pequeño campo de batalla. La única forma de ganar esta guerra era usar el único punto débil de Dante: la inocencia de su sobrina. Yo era su escudo, y él me había regalado el arma más poderosa: el cariño de una niña que él no podía defraudar.
La noche apenas comenzaba.
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El tiempo con las niñas fue un oasis. Me sentí, por primera vez desde que entré a esa fortaleza de cristal, realmente yo misma.
—Profesora, ¿me enseñas a hacer el piqué como tú? —preguntó una niña de cabello oscuro.
—Yo quiero ser una princesa bailarina —dijo otra, dando un brinco mal coordinado.
—Todas son princesas. Pero el ballet es disciplina. Y el verdadero arte es encontrar el fuego, no la corona —les dije, mi voz suave, paciente, la voz que usaba en el estudio, despojada de sarcasmo.
Estrella, orgullosa, me tomó de la mano y me guio a una esquina del inmenso salón donde una mesa redonda de cristal sostenía una torta monumental, decorada con flores glaseadas que debieron costar una fortuna.
—¡Es el área de postres! —anunció Estrella—. Y todas dicen que quieren aprender a bailar contigo, Profesora Elena.
Me senté en el borde de una butaca de diseño, aliviada de poder descansar mi pierna. El agotamiento me estaba pasando factura. El dolor sordo en mi pierna, la que llevaba la cicatriz y el metal interno, comenzó a palpitar, un recordatorio silencioso de mi límite físico y mi fragilidad. La seda dorada se sentía caliente, casi febril, contra mi piel.
Mientras las niñas devoraban pasteles y me bombardeaban con preguntas sobre tutús y puntas, sentí que la guardia bajaba. No veía a Dante. Se había desvanecido en la marea de socios y sombras, permitiéndome este breve y dulce interludio. Mi oasis. Mi escudo.
Pero el oasis duró poco. Los intereses de las niñas eran solo el pretexto.
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Sentí que se acercaban. Un grupo de cuatro mujeres, vestidas de manera sobria y costosa, con la piel estirada por la cirugía y los ojos afilados por la ambición. Eran la versión femenina, más pulida y menos letal, del mundo de Dante. Gianna, la hermana de Dante, venía con ellas, pero su postura era notablemente más relajada, casi aliviada de no tener que ser el centro de atención.
—Señorita Moreau —dijo la primera, una rubia alta y delgada con un diamante que competiría con el candelabro. Su tono era educado, pero su mirada era la de un inversor que evalúa una adquisición—. Mi hija, Alessandra, está fascinada. ¿Cuánto tiempo lleva entrenando a la sobrina de Varonelli?
—Estrella es una alumna excepcional —respondí, mi rostro volviendo a la máscara de profesionalismo, la sonrisa fija y ligera—. Ella ha empezado y de una vez puede notar el talento.
La segunda madre, morena y con un traje sastre inmaculado, se acercó, deslizando un plato de canapés que ignoré. Su nombre era Lucrezia, lo había escuchado en el corrillo.
—Hemos escuchado que usted tiene conexiones en la Ópera de París. ¿Es cierto que es usted quien prepara a las jóvenes para las audiciones importantes? Queremos la verdad, sin rodeos.
La conversación se había convertido en un interrogatorio de alto standing. No les importaba la pasión de sus hijas; solo les importaba la ruta más corta a la cima. Era una subasta, y yo era el producto.
Me enderecé ligeramente en la butaca, sintiendo el tirón en la cinta que me sujetaba el pecho, un recordatorio de que debajo de la seda dorada había una bailarina herida, no una máquina de éxitos.
—Mi enfoque no es solo preparar para audiciones, señora. Es crear artistas. Y la verdad, sin rodeos, es que no todas las semillas germinan.
Gianna me miró con un pequeño destello de respeto en sus ojos. Ella sabía que me estaba adentrando en terreno pantanoso.
—¿Y cuál es su método, Señorita Moreau? —preguntó la tercera madre, con un tono escéptico. Era la más agresiva—. ¿Qué tan rápido puede llevar a mi hija a la cima? El tiempo es oro.
Me permití un momento de sarcasmo puro, usando las mismas palabras de Dante, pero invirtiéndolas. Miré a las mujeres, sus joyas, sus rostros tensos, el lujo obsceno de la mansión que las rodeaba. Eran la encarnación de la ambición que Dante representaba, pero sin su honestidad brutal.
—¿La cima? —Enarqué una ceja, dejando que mi sonrisa fuera fría y elegante, la de una mujer que sabe algo que ellas nunca sabrían: el dolor del fracaso y el valor de un triunfo personal—. La cima no es un lugar, señoras. Es un estado mental.
Me incliné ligeramente hacia adelante, y mi tono se volvió bajo, íntimo, pero con una resonancia que las obligó a escucharme, las niñas a mis pies, atentas al misterio que yo representaba.
—Lo que yo busco en mis alumnas es que encuentren el deseo. Esa hambre voraz que no se satisface con un trofeo o una medalla. Busco la pasión, que es el motor que las hará levantarse cuando la rodilla no quiera, cuando el cuerpo duela y la mente grite que paren. Es la voluntad de quebrar el cuerpo mil veces para que, al final, la danza fluya sin esfuerzo. Es el motor de la vida, y por favor, tranquilas, sé que quieren el éxito y yo también, ellas lo tendrán, miren, son pequeñas soñadoras.