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—No, espera, he cambiado de opinión y es mejor que nos duchemos.
¿Qué? NOooo, esto tiene que ser una broma.
No, no estoy loca, no quiero que él me vea. Nooo, esto es malo. ¿Cómo escaparé de está situación?
—¿Qué? —mis ojos se abren de golpe, mi cuerpo se congeló por completo.
El agarre de Dante en mi brazo se había transformado. Ya no era una simple sujeción, sino un anclaje forzado. Su mano de hierro envuelta en esa piel fría ejercía una presión sutil, constante, que me negaba la autonomía de mis propios pasos. Cada milímetro que avanzábamos hacia el baño principal era un acto de traición a mi propia voluntad. Mi cuerpo, exhausto por la noche de insomnio y la tensión, se sentía pesado, como si estuviera caminando a través de un jarabe espeso y amargo.
El baño. Un monumento al poder. Mármol veteado de oro, accesorios bruñidos y espejos de pared a pared que solo servían para multiplicar mi pánico. Dante ya había precalentado el ambiente, una cruel premeditación que me heló la sangre. La regadera de lluvia estaba activada y el agua caía del techo con un rugido que ahogaba el murmullo de mis pensamientos. El vapor ascendía, envolviendo el espacio en una cortina hirviente que me negaba la claridad.
—Vamos, Elena —ordenó con una voz tan baja y áspera que penetró el ruido del agua. Era la voz de un ejecutor, no de un hombre.
No, no quiero esto, ¡tengo miedo!
¿Qué hago?
Me siento mal, tengo demasiado miedo.
—¡No! ¡Detente! ¡¿Qué demonios estás haciendo?! —El pánico me hizo retroceder, tropezando con mis propios pies. Levanté las manos, instintivamente, como si pudiera interponer una barrera física contra su intención—. ¡Esto es ridículo! ¡No voy a hacer esto! ¡Yo… yo protesto! ¡No tienes ningún derecho a forzarme a esto, Dante! ¡Nuestro acuerdo era… era un negocio! NOoo, es un maldito negocio, todo esto no lo he buscado.
Lo miré con un desafío desesperado, la rabia intentando encenderse en mis ojos para disimular el terror. Buscaba ese algo que pudiera romper su control, quizás un atisbo de deseo, una debilidad que pudiera explotar. Pero no había nada. Su rostro era una máscara de absoluta y aterradora frialdad. Solo una curva sutil, casi imperceptible, en la comisura de su boca denotaba la satisfacción que le producía mi agonía.
—Sí, piccola. De ducharnos. Tú y yo —dijo, dando un paso que me acorraló entre su cuerpo y la pared helada. El contraste de la temperatura era un símbolo de mi situación—. Aquí. Ahora mismo. Y créeme, mi derecho es total. Si me pagas con desafío, yo te cobro con el control absoluto.
Me agarró la muñeca con ambas manos. Su agarre era seco, firme, sin sensualidad. Me obligó a mirar la cabina de cristal, a confrontar mi destino inminente.
—Escúchame muy bien, Elena —siseó, acercándose hasta que su aliento frío a menta golpeó mi oído. El contraste era nauseabundo—. Solo tienes una forma de conservar un fragmento minúsculo de tu vanidad: te desvistes tú. Si tengo que poner un solo dedo en ti para quitarte esa ropa, lo haré. Y te juro que el proceso será tan lento, tan doloroso y tan humillante, que será la lección más vívida de tu vida sobre lo que significa la sumisión total. ¿Lo entiendes? No busco placer. No te voy a tocar con deseo. Busco el colapso de tu resistencia. Tu quiebre psicológico.
El impacto de sus palabras fue peor que cualquier golpe. No era una amenaza física directa, sino la anulación total de mi voluntad. Él quería que yo misma me despojara de mi dignidad, que mi mente reconociera su dominio antes que mi cuerpo. Apreté los dientes hasta que mis mandíbulas dolieron, sintiendo el veneno de la impotencia.
—¡Eres un monstruo! —siseé, mi voz vibrando de odio puro—. ¡Un megalómano depravado que confunde la propiedad con el respeto! ¡Estás cruzando una línea de miserable coerción!
Su mirada era impenetrable. Su respuesta, un sarcasmo gélido:
—Tú empezaste todo Elena, primero rechazar a mi sobrina y segundo…—hace una pausa—, tu padre te ha vendido como una bolsa de arroz que venden en el mercado.
Me di cuenta de que seguir luchando solo le daría el espectáculo que deseaba. La derrota ya estaba escrita. La única victoria que me quedaba era ejecutar el acto con la mayor indiferencia posible.
Con movimientos lentos y espasmódicos, mis manos se dirigieron a la ropa que tenía puesta. Cada milisegundo era una agonía. Mis dedos, entrenados para la precisión del ballet, se sentían torpes, ajenos, como si estuvieran cometiendo un crimen contra mí. El pantalón cedió primero, deslizándose por mis piernas. El susurro de la tela al tocar el suelo mojado me pareció un grito sofocado. La camiseta sudada siguió el mismo camino.
Me quedé inmóvil, de espaldas a él. Desnuda. Sentí la quemadura de su mirada en mi piel, la inspección fría, sin deseo, de un propietario que revisa su mercancía. Contuve la respiración, el corazón latiéndome con la furia de un tambor.
—Entra —ordenó con brusquedad. La palabra era un ultimátum.
Di un paso inseguro y crucé el umbral de cristal. El golpe del agua caliente en mi piel fue un shock violento. Cerré los ojos, deseando que el torrente me borrara. Me mantuve de pie, tensa, cada músculo rígido, el agua golpeando mi cabeza como un juicio.
Escuché el sonido sordo de la ropa de Dante, las costosas telas cayendo sobre el mármol seco. El silencio se hizo denso, roto solo por el rugido del agua. Y entonces, la cortina de vapor se movió. Él estaba allí. Entró, su cuerpo poderoso e imponente, completamente desnudo. No se molestó en cubrirse, exponiendo su forma masculina con una arrogancia que gritaba: No soy yo quien se avergüenza. La primera vez que lo veía así, y el contraste entre su figura y mi vulnerabilidad era un golpe devastador. Él no me miró, sino que se colocó a mi lado, la pared de su pecho era una presencia ardiente. Su presencia era una invasión total.
—Lávate —demandó de nuevo, su voz áspera, justo al lado de mi oído.
Tomé el jabón, un bloque perfumado con cítricos y sándalo. El objeto se sentía como una roca en mis manos. Comencé a frotar mi piel con movimientos lentos, metódicos, intentando borrar la sensación de su mirada. Era un acto de protesta silenciosa, un intento de mantener mi mente a flote mientras mi cuerpo se hundía en la vergüenza. El miedo se mezclaba con el asco.
—Estás cruzando una línea que ni mi padre, con toda su locura, se atrevió a cruzar —conseguí decir, mi voz se ahogó en el ruido del agua. Era sarcasmo puro, la única arma que me quedaba—. Mi acuerdo es financiero. Esto es depravación de control, Dante.
—Es el precio de tu insubordinación, Elena —corrigió, su voz glacial—. Si tu mente está en mi poder, tu cuerpo no se rebelará. Y tu padre me costó muy caro. No tolero el caos. Y hablando de consecuencias… Tu acto de rebeldía anoche ha tenido ramificaciones. Ramificaciones en lo que más te importa.
Sentí un escalofrío de terror que no tenía nada que ver con la temperatura. Él había tocado la herida más profunda: mi academia.
—No te atrevas a tocar mi escuela —jadeé, mi voz se quebró de verdad, el único momento de debilidad que me permití.
—Ya la he tocado —dijo con una calma aterradora, disfrutando de mi pánico. Era la confirmación de la pesadilla—. Y la tocaré de nuevo si no me obedeces sin dudar. Tú eres mía. Ahora, sal. Se acabó.
El agua se detuvo abruptamente. Salí de la cabina, mi cuerpo temblando. Me sequé con una toalla. El acto de vestirme se convirtió en una huida desesperada. Fui a la cama. Él había dejado el pijama de seda negra. Elegante, caro, el uniforme de la posesión. Me lo puse, la seda fría sobre mi piel, y sentí que estaba vistiéndome con la piel de un enemigo.
Me senté en el borde de la cama, mientras Dante se vestía con la velocidad y eficiencia de un depredador. Se puso el traje de negocios, la camisa blanca, la corbata de seda. El disfraz de su maldad.
—Apresúrate, Elena. Mi hermana y mi sobrina Estrella te esperan.
El nombre Estrella. Fue la chispa que encendió la pólvora. En ese instante, mi mente no pudo soportar el presente. La humillación de la ducha se desvaneció ante el horror de la traición profesional que ese nombre representaba. Mi conciencia se disparó, viajando en el tiempo al último lugar donde él había herido mi honor.