—No te confundas, Varonelli. No es fuego… es cansancio.
Él se acercó unos pasos, y sentí su sombra cubrirme.
—El cansancio también arde. —Su voz bajó al punto de un susurro—. Y cuando se mezcla con el deseo… quema más que el odio.
Me puse de pie de golpe, mirándolo con rabia.
—No me provoques.
—No necesito provocarte —respondió, con una sonrisa peligrosa—. Ya estás temblando, y no solo de miedo.
—¡Eres un desgraciado!
—Lo sé. Pero uno muy sincero. —Sus ojos bajaron a mis labios—. Y tú, Elena… vas a aprender pronto lo que significa pertenecerme.
Di un paso atrás, pero mi espalda chocó con la pared. Dante se inclinó apenas, rozando con su dedo una lágrima que caía por mi mejilla.
—No me gusta verte llorar —susurró, casi con ternura—. Pero me gusta saber que tus lágrimas llevan mi nombre.
Me aparté bruscamente, con el corazón desbocado.
—No eres nadie para mí.
Él rió, bajo, oscuro.
—Aún no, piccola ballerina. Aún no.
Volvió a mirar a sus hombres.
—Llévenlo. Que quede claro que nadie lo toque… todavía.
—¡No! —intenté avanzar, pero uno de los guardias me detuvo—. ¡No se lo lleven, por favor!
Dante se detuvo en la puerta, sin girarse.
—Tú lo pediste. Que viva. Así que vivirá
—Sí —le respondí, aún con la voz quebrada, aunque mis ojos no lo mostraban—. Lo tendrás, Dante. Lo que sea que estés buscando de mí… pero después. Ahora no.
Él me miró con esa mezcla de desconcierto y diversión que me hervía la sangre.
—¿Después? —repitió, con una sonrisa ladeada.
—Sí. —Levanté el mentón, fingiendo una calma que no sentía—. La niña puede venir. Y ya. Vayanse todos. Tengo una clase que preparar, y créeme, no pienso retrasarme por ti.
Sus hombres se miraron entre sí, algunos con la boca entreabierta. Nadie se atrevía a moverse hasta que él lo hiciera.
Dante soltó una risa baja, de esas que suenan más como una amenaza que como diversión. Caminó despacio hacia mí, deteniéndose tan cerca que el perfume a tabaco y cuero me nubló los pensamientos.
—Mañana vendré —dijo, su voz era grave, tranquila, pero con ese filo que corta la respiración—. A cualquier hora.
—Perfecto —respondí con sarcasmo, intentando romper esa tensión que me envolvía—. Pero ahora, por favor, sal de mi estudio.
Y entonces, lo hizo. Llevó una mano a mi cabello, como si tuviera todo el derecho del mundo. Sus dedos, tibios, se deslizaron por mis mechones hasta rozar mi cuello. Sentí cómo la piel se me erizaba al instante.
—Pareces una muñequita —murmuró, casi con dulzura, pero sus ojos decían otra cosa—. Tan frágil… tan mía, aunque todavía no lo sepas.
Me estremecí, odiando que su voz me calara tan hondo.
—Sí, claro. —Intenté apartarme—. Una muñeca que te romperá los dedos si la vuelves a tocar sin permiso.
Dante soltó una carcajada suave, un sonido peligroso.
—Qué suerte la mía —dijo, acariciándome el mentón antes de retirarse—. No te quitaré nada de lo que amas aquí. No, si te portas bien con mi sobrina.
—¿“Si me porto bien”? —repetí, arqueando una ceja—. ¿Qué crees que soy? ¿Una maltratadora de niños?
—No lo sé —respondió, ladeando la cabeza, sus ojos brillando con ironía—. Aún no te he visto con uno.
—Eres un idiota.
—Y tú eres mi bailarina —susurró él, dándose media vuelta.
Lo vi caminar hacia la puerta con esa elegancia arrogante que parecía ensayada. Cada paso suyo sonaba como un cierre de capítulo.
Antes de salir, giró apenas el rostro, dejando ver esa media sonrisa que parecía firmar su condena y la mía.
—Nos veremos, mi bailarina.
Y se fue.
El silencio que dejó fue más pesado que su presencia. Mis piernas me temblaban, pero no por miedo… o al menos eso quería creer.
Me acerqué al espejo, respirando hondo. Mi reflejo mostraba a una mujer distinta, una que no sabía si acababa de negociar su libertad o de perderla para siempre.
—Nos veremos, dice… —susurré, con una sonrisa cansada—. No sabe en lo que se está metiendo.
Me limpié las lágrimas con rabia y recogí el moño que se había deshecho durante la discusión. Si iba a enfrentar a un hombre como Dante Varonelli, tendría que hacerlo de pie, no temblando como una niña.
*
—¿Por qué, papá…? —susurré al espejo, con la voz rota, apenas reconociendo a la mujer que me devolvía la mirada—. ¿Por qué insistes en arruinar mi vida una y otra vez?
Me pasé las manos por el rostro, tratando de borrar las lágrimas, pero seguían cayendo, tercas, saladas, como si se burlaran de mí.
—Ah… no… —jadeé, dándome la vuelta justo a tiempo para verlo—. ¡No!
Dos hombres de Dante arrastraban a mi padre hacia la puerta. Su cuerpo flácido, vencido, parecía el de un desconocido. Ni siquiera se resistía. Solo me miró una última vez con los ojos vacíos y un hilo de voz que apenas salió de su garganta:
—Lo siento, hija…
Esa fue la última frase que escuché antes de que lo desaparecieran por la puerta del estudio. El golpe del portazo me sacudió el pecho como un disparo.
Me quedé allí, quieta, sin aire, con el alma apretada. Y por un momento, aunque no lo quería admitir, sentí… alivio. Sí, alivio. Tal vez porque si Dante lo mantenía con vida, al menos no lo matarían otros. Al menos, por un tiempo, estaría “a salvo”. Era una idea retorcida, pero en este mundo roto que me quedaba, era lo más parecido a la esperanza.
—¿Qué voy a hacer ahora? —me dije en voz baja, soltando un suspiro tembloroso—. ¿A quién le pido ayuda? No tengo a nadie. Solo tengo esto. Este estudio, estas paredes, este maldito espejo que me recuerda quién fui y quién ya no puedo ser.
Me apoyé en la barra, respirando hondo, intentando calmar el temblor en mis manos. Y justo cuando el silencio se volvía insoportable, escuché el sonido más familiar y salvador del mundo:
—¡Profesora Elena! —gritaron un par de vocecitas al otro lado de la puerta.
Me enderecé de golpe, limpiándome las lágrimas con la manga y forzando una sonrisa.
—Sí, sí… pasen, chicas.
Las pequeñas entraron corriendo con sus mallas rosadas, el cabello recogido en moños desordenados y sonrisas de pura inocencia. Atrás venían las madres, con ese brillo en los ojos que siempre tenían al verme trabajar. Algunas se quedaron al fondo, como siempre, observando, conversando en voz baja.
Tenía que recomponerme. Tenía que fingir que nada había pasado.
—Muy bien, niñas, colóquense en la barra —dije, con voz más firme de lo que esperaba—. Vamos a empezar con el calentamiento. Una… dos… tres… plié.
El piano sonaba suave de fondo. Cada nota parecía arrastrar un poco de mi pena hacia el suelo. Me movía entre ellas, corrigiendo posturas, sonriendo, fingiendo.
—¡Excelente, Julia! Muy bien ese giro, Lili.
—Gracias, profe —dijeron al unísono, riendo.
*
Eran pequeñas, luminosas. Y yo… yo solo intentaba sostenerme con esa luz prestada. El nudo en mi garganta seguía ahí, incómodo, doloroso, pero tenía que tragarlo.
Por ellas.
Por unos minutos, me perdí en el ritmo, en los movimientos, en el murmullo de sus voces. Hasta que vi mi reflejo otra vez en el espejo. El rostro aún hinchado por las lágrimas, los ojos enrojecidos, el alma cansada.
Pero seguí. Porque si me detenía… me derrumbaba.
Una de las madres, una mujer amable de cabello rubio corto, se me acercó durante el descanso.
—Elena, ¿estás bien? Te ves un poco pálida.
Tragué saliva y sonreí.
—Sí, solo fue una noche larga. Ya sabes… el café no hace milagros.
Ella asintió, pero su mirada decía que no me creía del todo.
—Si necesitas algo… cualquier cosa…
—Lo sé. Gracias, de verdad.
Ella se alejó y yo suspiré, apoyándome un instante en la barra. Por dentro, una tormenta rugía. Por fuera, fingía calma. El contraste me estaba volviendo loca.
Mientras las niñas giraban con risas y música, mi mente seguía atrapada en la imagen de Dante Varonelli, con sus ojos verdes, con esa voz que me había marcado como una maldición. “Nos veremos, mi bailarina.”
Lo había dicho como una promesa. O peor: como una sentencia.
Respiré hondo, intentando apagar esa chispa maldita, y me obligué a volver a la clase.
—¡Muy bien, mis estrellas! —dije con una sonrisa fingida—. De nuevo desde el principio. Y esta vez, con más fuerza.
Mientras ellas se movían, yo también lo hacía. Con cada paso, con cada nota, con cada sonrisa falsa, trataba de convencerme de una sola cosa:
Podría fingir que todo estaba bien. Podría fingir que él no me afectaba. Pero en el fondo… sabía que esa promesa de “nos veremos” no tardaría en cumplirse.
Y cuando lo hiciera, no estaba segura de quién saldría ileso.
Lo siento mamá, pero creo que mi vida pronto terminará, mi papá se ha encargado de eso. “Marcar mi destino”