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CRUELMENTE ENGAÑADA

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Blurb

Él era todo lo que cualquier mujer podía esperar: Un hombre guapo, sexy, cautivador, caballeroso, atento, romántico, detallista y de un noble corazón. Yo pensaba que tenía al hombre perfecto y una relación amorosa inmejorable. Él se había convertido en mi todo y probablemente yo estaba dispuesta a entregarle casi todo de mí, casi todo lo que él hubiese querido. Todo eso hasta que el cuento de hadas se terminó y el mágico sueño se transformó en una horrible pesadilla. No solamente me había engañado, sino que lo hizo de la forma más cruel que podía existir en el mundo y me quiso arrebatar mi vida entera. Me sentí completamente humillada y muy tonta por haber caído en su juego y en su red de mentiras. Debí de haberlo sospechado, debí de haberme mantenido alerta; los cuentos de hadas solo existen en los libros y no se hacen realidad. La realidad es muy distinta a la fantasía: Los hombres millonarios no se enamoran de la chica pobre, humilde e ingenua; ellos solo quieren utilizarlas para su propio beneficio y engañarlas cruelmente, hasta dejarlas destruidas, arruinadas y hasta quitarles lo único de valor que ellas tienen.

****** —¡ATENCIÓN!— ******

⚠️ESTA ES UNA ADVERTENCIA QUE TIENEN QUE LEER ANTES DE LEER ESTA HISTORIA⚠️

Hola, lectora.

⚠️ Primeramente, te quiero agradecer por darle una oportunidad a esta historia y pasarte por aquí para saber de qué va. De verdad, muchas gracias.

⚠️ En segundo lugar, quiero advertirte que esta no es una historia de romance, ni rosa, ni vainilla, ni oscura, ni nada, a pesar de que puedes amar y enamorarte ciegamente del protagonista y de que puedes encontrar capítulos llenos de mucho romance.

⚠️ Aquí no habrá un final feliz (O quizá sí, dependerá de cómo tú lo veas si te pasaste la advertencia por el orto y le diste la oportunidad a leer la historia porque eres de las que leen de todo, incluso lo que no es romance). Esta historia es un thriller (Suspenso e intriga).

⚠️ Como dije antes, aquí no venimos a alabar el romance y los finales de cuentos de hadas, aquí venimos a leer una historia de VENGANZA.

Si te gusta esto, si quieres leer algo diferente, si mantienes la mente abierta, si puedes entender que esto es ficción, aunque mucho de esto está basado en una historia real, entonces no me queda más que...

¡DARTE LA BIENVENIDA A ESTA AVENTURA!

Y esperar que puedas vivir todas las emociones que quiero transmitirte a través de mis letras, que te digo, serán muchas 🤗

⚠️ ADVERTENCIA DE LO QUE TAMBIÉN VAS A ENCONTRAR EN ESTA HISTORIA Y PUEDE RESULTARTE MOLESTO SI ERES MUY MORALISTA O BUENA NIÑA:

* Lenguaje vulgar.

* Escenas explícitas de $ex0 y vi0lencia.

* Venganza.

* Drama.

* Romance (Sí, también, pero ojo con esto).

* Mentiras.

* Engaños.

* Traiciones.

* Infidelidad.

* Drama.

Sin más por advertir, solo te pido que no olvides guardar la historia en tu biblioteca dando clic en el corazoncito ❤️ o en los libritos 📚, dejando un comentario y un voto. Eso sería de gran ayuda. 🫶🏻

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CAPÍTULO 1
"En la selva, solamente los animales más feroces y más crueles son los que predominan y sobreviven. Si una oveja entra en la selva, es muy probable que no sobreviva y termine despedazada por uno de esos animales feroces y crueles. La vida misma es como una selva; plagada de leones y ovejas, leones dispuestos a despedazar a las ovejas. Yo era una oveja, indefensa, inocente y muy ingenua, fácil de despedazar, hasta que a la fuerza me tocó convertirme en una leona para poder despedazar a mis enemigos y poder sobrevivir..." Cáncer... El alma se me cae a los pies y un estremecimiento no solamente sacude mi cuerpo, sino también todo mi mundo. Las lágrimas hacen acto de presencia casi de inmediato y me llevo la mano a la boca para ahogar el llanto. Me doblo, agacho el rostro y comienzo a llorar amargamente, sin poder creer lo que estoy escuchando. Mi vista está nublada, mi rostro empapado por mis propias lágrimas y por más que quiera no puedo dejar de llorar. Sin embargo, tomo el último rastrojo de fuerzas que me quedan y me obligo a levantar el rostro para ver al doctor, el cual ha guardado silencio, dándome mi tiempo para que procese la noticia que acaba de darme. —E-Esta... —sorbo por la nariz para poder controlar el llanto y aclarar mi voz que sale entre balbuceos—. ¿Está usted seguro, doctor Martin? —Sí, Mirena. Lo siento mucho, pero tu madre tiene cáncer de mama en etapa cuatro y ya no hay nada que se pueda hacer por ella, más que ayudarla a transitar sin tanto sufrimiento. Más llanto y más lágrimas. Siento que no puedo respirar y que me ahogo; que el pecho me arde como si me hubieran puesto sobre un brasero y mi corazón se parte en mil pedacitos, tan pequeños que bien podrían pasar por el ojo de una aguja. Mi madre, la persona que más amo en este mundo, la mujer que ha sido mi único sustento durante mis veinticuatro años de vida y todo lo que yo tengo de valor en este mundo, va a morir y no hay nada que yo pueda hacer para impedirlo. —¿D-De verdad... no hay nada q-que se pue-da hacer, doctor? —No, Mirena. No hay nada que se pueda hacer. El cáncer ya se ha extendido a los huesos y a los pulmones y se sigue expandiendo con tanta rapidez y agresividad que estoy seguro de que pronto se expandirá a otros órganos, como el hígado y los riñones. —Por Dios... —gimo, ahogada en llanto y vuelvo a cubrir mi rostro con mis manos, para llorar a mares—. Esto no puede ser. —Escucha, Mirena, sé que lo que te estoy diciendo no es nada fácil de asimilar y afrontar, pero tienes que ser fuerte por ella. Ella te va a necesitar y tú tendrás que hacer todo lo posible porque sus últimos días sean los mejores. «¿Últimos días?», lo repito una y otra vez en mi cabeza sin poder creerlo. Pensé que me diría que pasarían varios años en los que poco a poco se iba a ir deteriorando hasta quedar reducida a nada. Pero..., ¿días? No puedo asimilar eso. —¿Cu-Cuánto tiempo le queda? —pregunto, destapando mi rostro para volver a verlo y conocer la respuesta a mi pregunta. El doctor Martin suspira y me mira tristemente a través de los cristales de sus gafas. —Por mucho, tres meses nada más. Tres meses... No lo puedo creer. No lo puedo creer. No lo quiero creer. Sin embargo, tengo que aceptarlo, porque no hay nada que pueda hacer para cambiar aquel terrible pronóstico y, peor aún, aquel trágico destino que nos depara a ambas. Cuando salgo del consultorio médico del doctor Martin, me siento destrozada, abatida, sin fuerzas, y lo peor del caso es que debo ser fuerte por ella y no tengo ni la más mínima idea de dónde voy a sacar esas fuerzas que necesito para serlo. Durante todo el trayecto desde el consultorio hasta mi casa, no dejo de llorar y de preguntarme cómo se lo voy a decir a mi madre. Ella me dio la autorización para venir a recoger el resultado porque se sentía un poco mal y no quería levantarse de la cama. Los síntomas de la dichosa enfermedad que estaba padeciendo desde hace algunos meses y que no quería tratar por lo terca que es y por su aberración a los doctores y a los hospitales, están haciendo estragos en su cuerpo y sistema. Ahora me doy cuenta del porqué. La situación es mucho más crítica de lo que yo imaginaba. Además de eso, no se sentía con el valor para escuchar lo que el doctor iba a decir. Supongo que ella ya intuía que el pronóstico no sería bueno y, ¡vaya! no estaba tan lejos de la realidad. Como en Bran, el pequeño pueblo en el que todas las generaciones de Holz (mi familia) han nacido, crecido y vivido hasta su muerte, hay una población que apenas sobrepasa los cinco mil habitantes, casi todos nos conocemos más de lo que quisiéramos conocernos. Mientras camino por las angostas calles de piedra del centro del pueblo, en dirección hacia mi casa, la cual queda en las afueras, en la zona más despoblada, llena de granjas vacunas y avícolas, las personas con las que me voy encontrando por el camino se me quedan viendo con cara de preocupación y algunos, los más cercanos a mi familia, hasta se atreven a hablarme para saber qué ocurre. —Mirena, ¿Constanta está bien? —pregunta Dochia, la dueña de la panadería local. Asiento, moviendo la cabeza, pero sin verla. Todavía no quiero que todos se enteren que mi madre se va a morir en unos meses. Capaz que ni siquiera he llegado a mi casa y ella ya se ha enterado, así como corren los chismes y rumores en este lugar. —¿Te han corrido del trabajo? —indaga Cosmin, el dueño de la carnicería de enfrente, quien está descargando un camión junto con sus ayudantes. Vuelvo a negar y casi chasqueo la lengua por el disgusto cuando Sorina, la de la tienda de abarrotes, hasta sale a la puerta de su local para lanzarme otra pregunta: —¿Ioan te ha dejado, verdad? ¿Es esa la razón por la que lloras como una Magdalena? Ni siquiera pierdo mi tiempo asintiendo. A este punto, me da igual lo que piensen y los rumores que esparzan por toda la comunidad. Algunas veces agradezco vivir en este pueblo del que nunca he salido, ni siquiera para ir a Bucarest, la capital del país; pero otras veces, como en este momento en el que no dejan de fastidiar con sus preguntas que no quiero responder, lo odio con todas mis fuerzas. Las personas suelen ser amables y todas se ayudan las unas con las otras, cooperando en todo lo que pueden en tiempo de necesidad o problemas —y eso se agradece mucho—, pero a veces es frustrante no tener un poco de privacidad porque en todo lo relacionado a tu vida quieren estar. Yo sé que más temprano que tarde los voy a necesitar y me voy a apoyar en ellos, porque para mi desgracia, yo ya no tengo más familia. Soy la última de los Holz; no tengo padre y nunca lo he conocido, ni siquiera su nombre. Mi madre no tuvo más hijos que yo y su único hermano murió mucho antes de que yo naciera. Ella se ha hecho cargo de la granja familiar desde que era muy joven y mis abuelos, uno a uno, enfermaron y murieron. No hay más familia, ella es todo lo que tengo y pronto ni siquiera la tendré a ella. Mi único consuelo es Ioan, mi novio y el hombre al que he amado desde que éramos unos niños y crecimos juntos, yendo a la misma escuela y juntándonos con el mismo grupito de amigos. Después de hablar con mi madre y revelarle lo que sucede, él es con la única persona que quiero hablar, que quiero que me escuche, que me consuele y que me brinde su apoyo. Tenemos casi un año de haber comenzado una relación, él es dos años mayor que yo, y aunque la relación no es perfecta, ni de cuento de hadas, para mí es de lo mejor, porque yo siempre he estado enamorada de él, desde que teníamos trece y quince años respectivamente. Después de mi madre, él es todo lo que tengo y yo sí me he imaginado el resto de mi vida a su lado, cruzando las puertas de la iglesia hasta el altar, donde él me va a esperar para unir nuestras vidas y formar una familia. «Es una pena que mi madre no pueda ver eso jamás», pienso y más lágrimas reverberean de mis ojos. Las limpio con el dorso de mi mano, sorbo profundamente y levanto la barbilla con firmeza cuando llego a la entrada de nuestra granja, deseando con todas mis fuerzas no desboronarme, aunque por dentro estoy deshecha. Avanzo a pasos lentos por el camino que lleva hasta la puerta de nuestra casa, deseando no llegar jamás; que el tiempo se haga eterno y este día jamás termine y prevalezca por la eternidad, pero sé que eso es imposible, que esto es la realidad y no una fantasía donde todo puede ocurrir, incluso algo como regresar en el tiempo al pasado para poder llevar a rastras a mi madre al doctor, cuando todavía estábamos a tiempo de hacer algo para combatir esta injusta enfermedad que se la va a llevar. «¿Por qué? ¿Por qué no hice más cuando pude? ¿Por qué no tuve más temple, más carácter y le exigí ir a checarse?» De nada sirven tantas preguntas y arrepentimientos ahora. Uno debe actuar en el momento para luego no tener que arrepentirse. Ahora ya es tarde, demasiado tarde. Cierro los ojos, aspiro una honda y muy necesaria bocanada de aire y abro la puerta de aquella pequeña casa de blancas paredes y techos de adobe. Todo está tan silencioso, tan calmado, que me aterra pensar que en unos meses será peor y eso me torturará porque jamás volveré a escuchar esa risa tan jovial y tan llena de vida que siempre la ha caracterizado. Pronto no podré verla en la cocina, preparando una de sus deliciosas ciorbas de legumbres y ternera; o en los corrales, ordeñando a las vacas, preparando el heno para que estas coman o en los gallineros, recogiendo los huevos frescos de las gallinas ponedoras a las que tanto adora. «Oh, Dios mío, ¿por qué tienes que llevártela a ella?» Cruzo la sala, me quito el abrigo y la bufanda, y los arrojo en un sillón en conjunto con mi bolso. Sigo avanzando por el pasillo que lleva a las habitaciones, llego a la de ella. La puerta está abierta de par en par, tomo otra bocanada de aire y finjo calma al cruzar el umbral. No sé si lo hago bien, pero al notar mi presencia, ella, que está acostada en la cama dándole la espalda a la puerta, se gira y me sonríe débilmente. No. No lo he sabido hacer bien. Su semblante cambia al instante cuando sus ojos se posan en mi cara. Seguramente debo de estar roja e hinchada de tanto llorar. —¿Qué? ¿Qué pasa, Mirena? —Se yergue, sentándose sobre la cama y arruga todo el rostro, en una protesta por el dolor en su cuerpo y en su pecho—. ¿Qué ha dicho el doctor Martin? Su tono preocupado y su semblante angustiado detonan mi dolor y no puedo seguir fingiendo calma. Estallo en llanto; me ahogo, y me apresuro a abrazarla para llorar amargamente en su regazo. Sus brazos me rodean como cuando yo era una niña pequeña que necesitaba su consuelo y me maldigo por no ser fuerte y no ser yo quien la esté consolando y dándole fuerzas en este momento tan doloroso. Sus manos no dejan de acariciar mi cabello, mientras lloro hasta que me quedo sin lágrimas. Cuando levanto mi rostro y la miro, también está llorando, pero no tan intensamente como yo lo he hecho. Sin necesidad de palabras, ya sabe la respuesta a las miles de preguntas que se formulan en sus ojos. Sin embargo, hace la más importante de todas: —¿Me voy a morir, verdad? No sé de dónde diablos salen más lágrimas, pero vuelvo a llorar y asiento moviendo la cabeza, porque las palabras no me salen; se quedan atascadas a mitad de mi garganta. Observo cómo cierra los ojos y deja escapar algunas lágrimas gruesas. Sin embargo, no se lamenta. Sonríe, limpia mis lágrimas con sus dedos, se inclina y me besa la frente. —Tranquila, cariño. No sufras por mí. Yo ya viví lo que tenía que vivir y estaré en paz conmigo misma cuando me toque abandonar este mundo. —Pero yo no quiero que te mueras y me dejes —replico, entre hipeos provocados por el llanto. —Yo no te voy a dejar. Jamás lo haría. Aunque mi cuerpo deje de existir en este mundo, ten presente que mi espíritu siempre estará a tu lado, cuidándote y protegiéndote, Mirena, porque mi amor por ti es lo más valioso y grande que yo tengo, y por eso estoy segura de que traspasará hasta las barreras de la muerte. Lloro más. Sus palabras en vez de consolarme, duelen, escociendo en mi pecho como si me echaran ácido puro sobre él. No decimos más. Por muchas horas, nos quedamos así, abrazadas, yo llorando, y ella haciendo el papel que solamente una madre podría hacer en un momento como aquel: Consolándome y llenándome de amor, mientras me pide que sea fuerte. [...] Después de que cenamos, le doy sus pastillas y como a una niña pequeña la acuesto en la cama. Me sonríe. —¿Ioan vendrá hoy? —indaga. —Sí. Eso espero. Quiero hablar con él. Lo necesito. —Al menos sé que él te va a cuidar cuando yo no esté. —Daría lo que fuera porque él me pidiera matrimonio y lo hiciéramos pronto. Nada me gustaría más que tenerte a ti a mi lado, caminando hacia el altar. —Oh, cariño —musita y me entrega una sonrisa triste, mientras toma mis manos entre las suyas y las palmea con cariño—. Yo también lo quisiera. Cuando ese día ocurra, serás la novia más bonita del mundo. Coge un mechón de mi cabello rubio con una de sus manos y lo acaricia. —Te quiero mucho, mamá. —Y yo a ti, Mirena. Después de unos minutos, se queda dormida y yo salgo de la habitación para ir a limpiar la cocina. Estoy terminando de secar los platos, cuando un mensaje me llega al teléfono. Me seco las manos en el delantal y lo leo. Ioan 20:23: Sal. Estoy afuera. Sonrío y guardo el teléfono en el bolsillo de mi pantalón. Me quito el delantal, me veo en un espejo que hay en el pasillo de la cocina a la sala, me peino el cabello con las manos, me limpio con las yemas de los dedos debajo de los ojos, donde hay algunas lágrimas secas y agarro el contenedor con comida que he guardado para él, pues sé cuánto le gusta la ciorba de legumbres y ternera. Con eso salgo de la casa para ir a su encuentro. No es raro que él no entre a la casa. Siempre ha preferido que yo salga y llevarme a otro lugar más en su carro, para que estemos solos. Siempre me ha parecido extraño, pero tampoco me quejo. No es como que haya mucho que hacer en mi casa, que estar sentados en los sillones, hablando. Aunque llevamos varios meses de relación, él y yo nunca hemos tenido intimidad. No porque él no lo quiera, claro que sí, siempre insiste en eso, pero yo no me siento lista para ello. Sobre todo, no cuando quiere que lo hagamos en su coche, como si yo fuera cualquier cosa. Yo quiero estar segura de que sus intenciones conmigo son genuinas, sobre todo porque sé muy bien que quien está más enamorada soy yo y no podría soportar que para él no sea más que algo pasajero, o, peor aún, que me embarace y luego me deje con toda la responsabilidad, tal y como le pasó a mi madre, a quien mi padre le calentó el oído con palabras bonitas y cuando yo fui concebida, desapareció para no volver jamás. Aunque Ioan no me trata mal, hay cosas de él que no me convencen demasiado. No es muy expresivo, ni atento, ni cariñoso como yo quisiera, y además, esa insistencia en que tengamos sexo... Salgo de la casa y me apresuro a acercarme a la ventanilla del asiento del copiloto de su coche. —Entra —me apresura con movimientos de su mano. Suelto un resoplido, porque hoy no quisiera alejarme de casa. No quiero dejar a mi mamá sola por tanto tiempo. Entro y espero que entienda cuando se lo diga. —Hola —lo saludo y me inclino para besarlo. Mi intención es darle un beso casto, pero me agarra el rostro y vuelve el beso algo intenso y demandante. —Joder, Mire, tengo frío y quiero que me des calor esta noche —dice. Como puedo me separo y me alejo. —Te he guardado un poco de ciorbas para que cenes —le digo, entregándole el contenedor. —Ah, gracias —murmura y coloca el contenedor en el asiento trasero. Me muerdo el labio inferior y hablo: —Hay algo que quiero decirte. —Bien, hablemos cuando lleguemos a donde quiero llevarte esta noche. —Pero no quiero ir a ningún otro lado, Ioan. No quiero dejar a mi mamá... —Oh, por todos los dioses. Tu madre ya es una mujer adulta que puede estar sola y tú también. No necesitas que tu mami te esté cuidando siempre. —Ioan... —No me rechistes, Mirena. Es la verdad. Yo siempre tengo que aguantar tus cosas, como si fuéramos dos adolescentes y no dos adultos hechos y derechos. Inhalo y exhalo. Lo que menos quiero es discutir con él. Suficiente tengo con lo de mi madre, como para sumarle esto. —Está bien. Vamos —digo, actuando tan complaciente como siempre lo he sido con él—. Pero promete que vas a escucharme atentamente. Sonríe y asiente. —Siempre lo hago, cariño. ¿O no? Arranca el coche y conduce en dirección a las partes altas del pueblo, adentrándose en la carretera que lleva a las montañas. Veinte minutos después, aparca el coche en un despeñadero desde el cual se pueden observar con facilidad las pocas luces que alumbran el pueblo y el castillo que es lo que más destaca de él y la atracción de los turistas que nos visitan a diario. —¿Te gusta? —pregunta sonriente, cuando apaga el coche. —Sí. Me gusta. —Qué bueno —dice y se quita el cinturón de seguridad, para inclinarse hacia mi asiento y quitarme el mío—. Ven aquí y dame un beso —exije, agarrando mi rostro y atrayendo mi boca a la suya. Me besa con un deseo y una necesidad desmedida, metiendo su lengua en mi interior. Una de sus manos abandona mi rostro y comienza a tocar mis pechos. Como puedo me separo y lo alejo. Gruñe de rabia y me lanza una mirada fulminante. —¡Joder, Mirena! ¡Ya vas! —No, ya vas tú —rebato—. Prometiste que ibas a escucharme. —¿Y ahora qué? ¿De qué demonios quieres hablar ahora? Nunca dejas que obtenga algo de ti. Cierro los ojos, resoplo con algo de ofuscasión y niego, en reproche. —Mi madre tiene cáncer y se va a morir —suelto y mi voz se tambalea por el dolor. Levanta ambas cejas y me mira, inmutable, como si le hubiera dicho cualquier cosa. —¿De verdad? —murmura y lleva sus manos al volante, mientras fija su mirada al frente. —Sí. El doctor Martin me lo ha dicho hoy, Ioan. He llorado sin parar y no te imaginas el dolor que siento. Solo quiero que me abraces y me des consuelo. Suelta un bufido junto a una sonrisita irónica y me mira. —¿En serio? —Sí. Eres mi novio. Es lo mínimo que puedes hacer. Rueda los ojos y niega. —Estoy harto de todo esto, Mirena —manifiesta, dejándome desconcertada—. Contigo, si no es una cosa es otra y yo no tengo tiempo para esto. —¿Qué... Qué dices? —titubeo. —Lo que escuchas. Ya casi tenemos un año de relación y no avanzamos nada. —¿Que no avanzamos? ¿Lo dices porque no hemos tenido sexo? Porque cuando te dije que quería esperar, estuviste de acuerdo. La frustración aparece en el rostro de Ioan. —Sí, lo estuve. Entiendo lo que pasó con tu madre, pero ya pasaron meses y no entiendo qué más quieres de mí antes de dar ese paso. Tienes veinticuatro años, no eres una adolescente como era ella, por el amor de Dios. ―Su voz se va elevando poco a poco y me va amedrentando. Él exhala lentamente antes de continuar―. Si estuvieras comprometida con esta relación, ya estaríamos compartiendo ese tipo de intimidad. —Estoy comprometida con esta relación, Ioan. Pero no creo que el sexo lo sea todo. Una buena relación debe estar basada en la comunicación, el amor, el apoyo mutuo... Rueda los ojos hasta ponerlos en blanco, haciendo una mueca de irritación. —Puras estupideces —muerde y golpea el timón con la palma de su mano—. Varias mujeres están dispuestas a darme lo que tú me niegas, Mirena, y tú no aprovechas lo que yo te ofrezco. —¿Qué? ¿Es en serio? —Muy en serio. Estoy harto y me voy a hartar más porque a partir de ahora estarás llorando cada día por lo de tu madre y me querrás obligar a estarte abrazando, dándote consuelo y esas mierdas estúpidas, cuando yo quiero otra cosa. Lágrimas escuecen en mis ojos y tiemblo, mientras siento como los pequeños pedazos de mi corazón ya roto se van rompiendo... No, se van pulverizando con lo que él dice. —¡Esto se terminó, Mirena! ¡Búscate a otro que tenga tiempo y quiera todas esas tonterías! Conmigo no cuentes y ahora lárgate de mi coche. —¿Qué? —musito, viendo alrededor, pues estamos en medio de la nada—. No puedes... Mis palabras lo enfurecen más. Abre la portezuela, sale del coche y rodea el capó hasta llegar a mi puerta, la cual abre y, agarrando mi brazo, me saca a rastras de su coche. —¡Ioan, no puedes hacerme esto! —le reclamo e intento abrir la puerta para volver a entrar, pero no me lo permite—. ¡No puedes dejarme aquí! —Arréglatelas tú sola —escupe y entra el coche. Lo enciende y haciendo chirriar los neumáticos, arranca, da la vuelta y se va, dejándome sola en medio de aquel despeñadero, con el corazón roto y un dolor latente en el pecho por todas las desgracias que este día me ha traído.

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