Dirijo a tres de los hombres que trabajan como ayudantes en el castillo, mientras cargan un pesado pianoforte para colocarlo en un rincón de uno de los grandes salones del castillo. El pianoforte es uno de los objetos que ha venido junto con los otros objetos que ese millonario le donó al museo hace algunos días.
—Allí está bien. Perfecto. Muchas gracias, chicos, ya hemos terminado —les digo y se van.
Yo me quedo colocando otros objetos más pequeños, unos jarrones de cerámica de la época del príncipe Vlad Tepes, el personaje de más interés entre los turistas visitantes por estar relacionado con el vampiro más importante de las historias de fantasía: Drácula. Siempre hay que aclararle a las personas que el príncipe Dracul no era un vampiro realmente, a pesar de que sí es verdad que cometía grandes actos de crueldad con sus enemigos y que de allí viene la forma en que popularmente se le llama: Vlad El Empalador. También lo de que tomaba sangre mojando el pan que desayunaba en una copa llena de ese líquido es real.
A los turistas, aunque se decepcionan cuando se desmiente ese mito del vampiro, igual les encanta que se les cuente la verdadera historia de Tepes y todo lo que hacía cuando luchaba contra el imperio Otomano.
Estoy pensando en todo eso, cuando una mano me toca el hombro. Me volteo, con una sonrisa amable en mi boca, para atender a la persona que me ha tocado.
—Sí, dig... —Se me apaga la voz cuando miro al hombre a los ojos.
Es él, el guapísimo alto, atractivo y misterioso acosador. Se me corta la respiración al verlo aquí, parado frente a mí, cargando un vaso con café en cada mano. Tengo que apoyarme en una pequeña mesa para no caerme.
Se ve más guapo de lo que recuerdo. Me había olvidado de él en las últimas horas, y aquí está otra vez, tan masculino y tan cautivador. Vuelve a desatarse aquel hormigueo tan familiar. Lleva una camiseta blanca y entallada, y la ausencia austera de color enfatiza aún más el color oscuro de sus ojos.
Esboza una sonrisa.
—Parece que no te alegras mucho de verme.
—Estoy un poco… Yo… —Intento encontrar las palabras.
—Te fuiste tan rápido ayer y me dejaste como un idiota al no darme tu nombre.
—Ohhh. —Prolongo la palabra intentando pensar en algo mordaz para decir, ya que él tiene el don de confundirme—. Claro… Hablando de eso… Lo siento mucho. No quise dejarte como un tonto.
Me muerdo el labio inferior y sus hermosos ojos observan mis labios y sonríe al reparar en mi nerviosismo.
—Voy a disculparte, solo con una condición —dice.
Confundida por su petición, me muevo, algo incómoda.
—¿Condición? ¿Qué condición?
Ladea la cabeza.
—Ya que no aceptaste ir a tomar ese café conmigo, quiero que aceptes este que he traído para ti.
Me extiende los dos vasos con café y lo observo.
—¿Cómo tomas el café, con leche o n***o?
—Con leche.
—Este entonces —me da el de la derecha—. No sabía cuál preferías y he traído ambos.
Me quedo callada, pero sonrío cogiendo el café entre mis manos.
—Espero que te guste —agrega.
—Gra-Gracias. Es muy amable. —Con mi mano libre cojo un mechón de mi cabello y lo coloco tras mi oreja.
Espero que no note que hago eso cada vez que estoy nerviosa.
—No agradezcas. Ya te he dicho que quiero conocerte y he pensado que como no quieres ir conmigo, podía traerte uno para que te des cuenta de que mis intenciones son buenas. Creo que eso puede ayudar, ¿no? Aunque puede que me equivoque.
Una leve risa se escapa de mis labios.
—Puede que sí te equivoques. Ya lo sabremos. ¿Quiere ir al área de descanso? —le ofrezco—. Hay mesas y sillas, y podemos sentarnos allí.
—Está bien —responde.
Nerviosa, asiento y camino hacia allá, siendo seguida por él.
Cuando llegamos al área de descanso, área que sirve para que los empleados almorcemos o nos relajemos en nuestros ratos libres, me doy cuenta de que no ha sido una muy buena idea que digamos. Varios de los empleados están por allí y algunos nos miran con curiosidad.
«Seguramente, los chismes van a esparcirse pronto».
—Aquí —señalo una mesa cercana y nos sentamos, uno frente al otro.
Con las mejillas calientes por la pena, bajo la mirada y miro el vaso, sin saber qué decir.
—¿No vas a tomar tu café? —pregunta.
—Eh, sí. Claro —respondo, regresando la vista a su rostro.
Observo cómo se lleva su vaso a la boca y bebe un sorbo, sin dejar de mirarme.
Más nervios y entonces se me ocurre algo.
—¿Quieres Vanillekipferl? —le pregunto—. Tenemos en nuestra alacena y son muy buenas.
—Está bien —responde.
Me pongo en pie y en cuatro zancadas me acerco a la alacena. Allí está Andreea sirviéndose café de la cafetera eléctrica. Me asalta mientras sirvo las Vanillekipferl. Mira a mi acosador disimuladamente y se queda boquiabierta.
—Mirena, ¿conoces a ese hombre?
Suspiro y lo miro. Está leyendo un periódico que ha cogido de la mesa.
—No… bueno… creo que sí. —Pongo las galletas de medialuna en platitos desechables.
Andreea saca de un tirón un bloc de notas, garabatea su nombre y su número, arranca la hoja y me la entrega.
—Por favor, dáselo. Mis ojos nunca se habían deleitado con un hombre tan bueno como ese.
—Creo que eso sería quedarse corta. —Ya me voy, pero me doy la vuelta—. Espera, ¿qué pasa con el novio madurito que tenías?
Se pone las manos en las caderas y sonríe con suficiencia.
—Estoy abierta a cualquier edad, r**a o sexo si se presenta la ocasión.
Sacudo la cabeza, me río y regreso de nuevo a la mesa. Mientras trato de controlar las palpitaciones de mi corazón, intento averiguar su edad. No aparenta más de treinta y cinco. Con la mano temblorosa, pongo las galletas delante. Me dedica una sonrisa inocente y deja el periódico a un lado.
—Espero que le gusten —digo.
Se roza lentamente el labio inferior con los dientes y sonríe.
—¿Lleva también tu nombre y tu número de teléfono?
«Maldito sea él y sus labios», pienso.
Finjo no verme atraída por su pregunta y saco el número de Andeea y se lo entrego.
—No, no es mío, pero quería que te lo diera. —Muevo la cabeza en dirección a Andreea—. Espero que sea su tipo.
No aparta la mirada de mis ojos ni un segundo.
—No me interesa ella —responde con calma, apartando el trozo de papel hasta el borde de la mesa.
—¿Y cómo sabe que no lo está? Ni la ha mirado.
Apoya el codo en la mesa y una sonrisa se asoma a su boca perfecta y pecaminosa.
—No me interesa ella porque tengo delante a la única mujer de Bran cuyo nombre y número quiero.
Cambio de postura y se me entrecorta la respiración. Tímidamente, cojo mi café y bebo un sorbito, mientras lo observo agarrar una de las galletas y darle un mordisco. Hace una mueca de complacencia y asiente.
—Buenas —susurra.
—Qué bueno que le gusten.
—¿Por qué me sigues tratando con tanta formalidad?
—Porque no tengo ese grado de confianza como para tutearlo.
—Hum, si me dices tu nombre, ayudaría a que alcancemos ese grado de confianza.
—¿Usted cree?
—Estoy seguro de ello.
—Hum, no lo sé. No lo creo.
Esboza una sonrisa torcida y dándole otro mordisco a la galleta, me mira.
—Okey. Está bien. Ya veo que no quieres decirme tu nombre y me vas a estar dando largas. —se inclina sobre la mesa y se acerca a mí, como si va a decir algo que no quiere que nadie más escuche—. Entonces, voy a confesarte un secreto —susurra.
—¿Qué secreto?
Vuelve a hacerse hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo y cruzándose de piernas como quien no quiere la cosa. Hay un brillo sospechoso en sus ojos y una sonrisa se esconde en las comisuras de sus labios.
—Que ya sé tu nombre, Mirena Holz.