Acomodamos a mi madre hasta dejarla bien aposentada en su cama y esta nos sonríe. —Creo que voy a tomar una siesta —dice y me lanza una mirada confidencial a mí y una de secreta admiración a Deian—. Ofrécele al señor Rosenzweig un té, Mirena, en agradecimiento por todo lo que ha hecho por nosotros. Estrecho la mirada, reprobatoriamente, porque ya sé cuáles son sus intenciones. La mujer está encantadísima con el buen trato del caballero, embelesadísima, y ya me mira casada con él, a pesar de que no le he dicho ni una sola palabra de sus misteriosas intenciones. —Por favor, señora Holz, ya no me llame señor Rosenzweig. Puede llamarme Deian —dice él con esos buenos modales y encanto en su voz, que tienen fascinada a mi madre. —Entonces, tú puedes llamarme Constata —le responde mi madre co

