Mientras Emir abrazaba a Salomón, sintiendo por primera vez en años esa sensación de protección masculina que había anhelado desesperadamente, un pensamiento travieso cruzó por su mente adolescente:
«Ojalá y fueras un yakuza de verdad. Sería genial tener un hermano mayor que fuera como los de los videojuegos, alguien que realmente pudiera protegernos de cualquier cosa.»
La fantasía lo hizo sonreír secretamente. Había algo emocionante en la posibilidad de que este hombre poderoso fuera más peligroso de lo que aparentaba, más interesante que un simple magnate de negocios.
En ese preciso momento, mientras el abrazo aún los envolvía en esa burbuja de conexión familiar recién formada, ninguno de los dos se dio cuenta de que la puerta de la habitación se había abierto de manera completamente
