Salomón estaba en pleno apogeo de pasión con Nina, su prometida, con los ojos oscurecidos por una pasión que consumía el aire. Sujetaba las caderas de ella con una firmeza posesiva, con sus dedos hundidos en la carne suave mientras la mantenía en esa posición que lo enloquecía: caderas elevadas, espalda arqueada, su cuerpo abierto y dispuesto para él. Aunque llevaban poco tiempo juntos la química s£xual entre ellos desde que estuvieron la primera vez, era como un relámpago, una conexión tan visceral que cada toque, cada mirada, desataba un incendio. Lo que Salomón no sabía era que el cuerpo que adoraba con cada fibra de su ser ya albergaba a sus dos futuros herederos, dos pequeños milagros creciendo en el santuario íntimo de su conejita. ―Ya te lo voy a meter―le susurró Salomón con una

