El pasillo, angosto y envuelto en una penumbra tenue, con un ligero olor a orina, apenas iluminado por una lámpara parpadeante en el techo, estaba desierto. Varios grafitis obscenos decoraban las paredes, medio borradas por algún intento fallido de limpieza. El eco lejano de la música del bar se filtraba desde el área principal, amortiguado por la distancia hasta convertirse en un zumbido rítmico, pero allí, en ese rincón olvidado, el mundo parecía reducirse a ellos dos y al latido de sus corazones.
Ella con un movimiento rápido y decidido, tomó la gran mano de Salomón, con sus dedos pequeños entrelazándose con los de él en un contraste evidente de tamaños. Sus ojos brillaban con determinación mientras entraban a uno de aquellos cubículos de baño, como paradoja rara como se conocieron,
