—Iré a ver —ofreció Emir, dejando la escoba apoyada contra la pared. Con un movimiento rápido, Nina bajó del taburete y alcanzó a su hermano antes de que llegara a la puerta. Juntos, como dos pequeños conejitos cautelosos, se asomaron discretamente por la ventana lateral. El reconocimiento fue instantáneo: los trajes negr0s impecables, las posturas rígidas, las gafas oscuras a pesar de estar en un pasillo interior. Los hombres de Salomón Al-Sharif habían llegado a su puerta. —¿Qué desean? —preguntó Nina, con la voz ligeramente temblorosa a pesar de su intento por sonar firme. —El jefe quiere verla. Está allá abajo —respondió uno de ellos, con aquel tono profesionalmente neutro que parecían cultivar todos los empleados de Salomón. Nina sintió un vacío súbito en su vientre, como si hubie

