—¿Entonces no quieres? —preguntó, dándole un mordisco al lóbulo de su oreja, una caricia carnívora que hizo estremecer cada fibra del ser de Nina.
Salomón, el león hambriento, sentía el pulso acelerado de su presa bajo sus labios. No permitiría que su conejita arisca escapara esta vez. El mordisco fue el golpe final a las defensas de Nina; aquel gesto primitivo y posesivo desmoronó los últimos vestigios de la mujer determinada que minutos antes planeaba resistirse. En su lugar quedaba solo una Nina rendida, con la respiración entrecortada y las pupilas dilatadas, consumida por un deseo que arrasaba cualquier lógica o promesa como un incendio imparable.
«Aah, ya que»―pensó ya rendida.
El contraste entre sus cuerpos creaba una imagen casi mitológica en la penumbra de la cocina. Salomón, c
