Capítulo 5. Bajo el mismo cielo de Dubái (Parte: 1/2)

2475 Words
Minutos más tarde... Salomón llegó a su mansión y se fue directo a su habitacion principal, un espacio lujoso con una enorme cama king size para su gran tamaño. Se desabrochó la parte de arriba de su saco de su traje Armani dejándolo caer sobre la alfombra persa mientras se dirigía al vestidor por una dishdasha blanca. Al verse en el espejo, un recuerdo inesperado interrumpió sus pensamientos: la mujer del baño durante su fiesta de cumpleaños. Aquella limpiadora albana que lo había visto mientras él orinaba, y cuyos ojos, grandes y sorprendidos, se habían encontrado con los suyos. La misma mujer que después vio en la parada de autobús con un adolescente. Apretó la mandíbula mientras recordaba sus rasgos: piel clara, cabello castaño recogido descuidadamente. No era el tipo de mujer que normalmente llamaría su atención, pero había algo en ella, algo indefinible que le había provocado una reacción inesperada. —Creo que esa mujer me vio el pene —murmuró, con una mezcla de incomodidad y un interés que le resultaba irritante reconocer. La imagen de la limpiadora volvió a su mente, pero esta vez notó que recordaba con demasiado detalle la curva de su cintura cuando se apretó contra la pared para evitarlo, el rubor que había teñido sus mejillas cuando sus miradas se cruzaron. Y, en otro lado... El autobús dejó a Nina y a Emir en Al Satwa, uno de los barrios más antiguos y densamente poblados de Dubái, donde los edificios desgastados de tres y cuatro pisos se amontonaban en callejones estrechos. A diferencia de los resplandecientes rascacielos que dominaban el horizonte de la ciudad, esta zona albergaba a los trabajadores migrantes que mantenían funcionando la maquinaria del lujoso emirato. Antes de bajar del vehículo, Nina se colocó un abaya negr0 sobre su ropa, cubriendo completamente su cuerpo y ajustándolo bien alrededor de su rostro. Era una precaución necesaria en aquel barrio donde convivían culturas de todo el mundo, pero donde los grupos de hombres paquistaníes y bangladesíes que se reunían en las esquinas no siempre respetaban a las mujeres extranjeras, especialmente a las de piel blanca como ella. —Vámonos rápido —murmuró Nina, tomando instintivamente la mano de Emir mientras comenzaban a caminar por la calle principal, iluminada pobremente por farolas amarillentas. Los edificios a su alrededor mostraban fachadas descascaradas, con ropa tendida en los pequeños balcones y aire acondicionados antiguos goteando sobre los transeúntes. El ruido era constante: conversaciones en decenas de idiomas diferentes, música bollywood saliendo de alguna ventana abierta, el claxon ocasional de una motocicleta esquivando peatones. —Quisiera irme de esta mierda —dijo Emir, apresurando el paso mientras pasaban frente a un grupo de hombres que los miraron fijamente. ―No digas groserías por favor. ―Driztan tenía que venir a buscarte por lo menos, suerte que vine. Doblaron en un callejón menos iluminado, donde el olor a especias se mezclaba con el de la basura acumulada junto a los contenedores. Nina apretó más su abaya contra su cuerpo, sintiendo la mirada de algunos hombres que fumaban apoyados contra una pared. De pronto, al girar en la esquina que llevaba a su edificio, tres hombres corpulentos les bloquearon el paso. Por sus rasgos y el acento con que uno de ellos habló, Nina supo inmediatamente que eran rusos. —Oye, mujer, necesitamos que tu esposo nos pague. Ya han pasado unas dos semanas y no hemos recibido ningún pago —dijo el que parecía ser el líder, un hombre obeso con profundas ojeras y cabello negr0 cortado al ras. —¿Cómo? —preguntó Nina, sintiendo cómo su sangre se helaba. —Sí, tu esposo jugó con nosotros unas apuestas, y no nos ha pagado. Perdió. Nos debe 110.000 dirhams —respondió el hombre, equivalentes a unos 30.000 dólares. Nina abrió sus ojos sorprendida y repitió incrédula: —¿Ci-ciento diez mil? —Sí, nos dijo que tú nos ibas a pagar. Emir, con una valentía impropia de sus quince años, se colocó delante de su hermana y espetó: —Mi hermana no va a pagar nada. Esa deuda es del maldito de Driztan. —Cállate, niño. Tu hermana nos va a pagar o si no, los mataremos a todos ustedes. Queremos parte del dinero la semana que viene —el ruso, mirando a Nina con deseo evidente, se acercó más y añadió con voz ronca—. No eres fea, si no págame con tu cuerpo. —No —intervino Emir, intentando proteger a su hermana nuevamente. ―Lo siento señor… no voy a pagarle con mi cuerpo. Aquel líder de la cuadrilla de maleantes, conocido en el barrio por estafar a personas inocentes con grandes apuestas en juegos aparentemente inofensivos, empujó a Emir, quien cayó al suelo. El hombre formaba parte de una red de mafia local que operaba en las sombras de la resplandeciente ciudad. Se acercó más a Nina y, con su aliento a alcohol y cigarrillo golpeándole el rostro, le susurró: —Necesito mi dinero pronto, y si no lo tienes, vas a tener que chuparme la v£rga diariamente por cada dirham que tu esposo me debe, darme ese culo que se nota que lo tienes grande, y ser mi maldita perra —miró a sus hombres y ordenó—. Revísenla. Los matones la sujetaron mientras ella forcejeaba inútilmente. Le arrebataron su cartera y encontraron los 2.500 dirhams (unos 680 dólares) de su liquidación. —¡No, por favor! ¡Ese es mi dinero para pagar parte de la renta! —suplicó Nina, con lágrimas formándose en sus ojos. —Esto será un pequeño... anticipo de los intereses que ya deben por los días que han pasado —respondió el ruso con una sonrisa satisfecha. Le lanzaron la cartera vacía a Nina y el líder añadió con tono amenazante: —Quiero mi dinero, semana a semana o si no, me llevo a este niño. Los rusos los amenazaron una vez más, escupiendo en el suelo antes de alejarse entre risas y comentarios obscenos. Nina permaneció inmóvil, temblando, hasta que desaparecieron de su vista. Emir miró a su hermana, quien tenía el rostro pálido y desencajado por el miedo. —Como siempre el maldito de Driztan metiéndonos en problemas. De Albania nos fuimos por él porque se metió en una deuda impagable por juegos y ahora también por acá. De allá dijo que en Dubái íbamos a tener dinero para pagar todo para regresarnos otra vez y que tendríamos una mejor vida y cada vez peor—dijo con amargura el adolescente―Como lo odio… deberias dejarlo. Ella, con amargura respondió: —No puedo dejarlo. Si lo dejo, me meterán presa porque él se puso como cabeza de hogar y me pondrían como cómplice de esos… documentos falsos que hizo para meterse aquí. Ven, vamonos—tomó la mano de Emir. Nina, huérfana de afecto desde su adolescencia, había buscado refugio en brazos equivocados desde los quince años. No era simple ingenuidad lo que la empujaba a esas relaciones tóxicas, sino una fórmula desesperada: llenar el vacío de su propia soledad mientras intentaba proporcionarle a Emir, su hermano nueve años menor, “la figura masculina” que ambos nunca tuvieron desde niños. Como una polilla atraída repetidamente hacia llamas cada vez más destructivas, cada nuevo hombre en su vida eclipsaba al anterior en crueldad y manipulación. «Definitivamente... no tengo suerte en el amor»― pensó Nina con amargura, mientras sus pasos resonaban sobre el pavimento agrietado. El peso invisible de años de decisiones mal calculadas parecía comprimir sus hombros mientras avanzaban hacia el deteriorado edificio que, por cruel ironía, debían llamar hogar. Nina mantenía la mirada fija en el horizonte, donde los rascacielos de Dubái brillaban como joyas inalcanzables, burlándose de sus sueños rotos. El contraste entre aquellas torres de cristal y oro y su realidad en Al Satwa era más que geográfico; era la distancia insalvable entre promesas y desilusión. —Debemos huir, Nina. ¿Y si nos vamos... a no sé, a los Estados Unidos? —La voz de Emir estaba cargada con esa esperanza inquebrantable que solo la juventud puede mantener frente a la adversidad. Nina se detuvo y contempló el rostro de su hermano. A sus quince años, Emir ya mostraba la determinación de un hombre y la inocencia de un niño, una combinación que estrujaba su corazón cada vez que lo miraba. Había sacrificado su juventud por protegerlo, y ahora él intentaba devolverle el favor con sueños imposibles. —No podemos —respondió ella con suavidad, pero con una firmeza que no admitía réplica—. Recuerda que... nuestros documentos están falsificados según… tienes 18 años, y según eres mi hijo. De paso, Driztan es mi esposo y es nuestro representante en este país. Si lo llego a dejar, se descubrirá todo y nos meterán presos a los dos. Te separarían de mí. Su voz se quebró ligeramente con esas últimas palabras, revelando el núcleo de su terror más profundo. Sus ojos, cansados pero alertas, se fijaron en los de Emir con intensidad maternal. —Eres lo más valioso que tengo y lo sabes. Emir sostuvo su mirada, y por un instante Nina volvió a ver al niño pequeño que la llamaba "Blue", aquel apodo nacido de la primera palabra que balbuceó al verla, una referencia a un dibujo animado que veían desde que estaban más chiquitos. —Pero "Blue" —insistió Emir, usando ese nombre que era como un código secreto entre ambos, un puente hacia un pasado más inocente—. No podemos seguir viviendo con ese maldito. Podemos escapar. —Emir, ¿no escuchaste lo que dije? ―Ya no quiero vivir con ese maldito—declaró él con una convicción que sobrepasaba su edad—. Driztan es el que tiene que pagar. Ya su columna está bien, ya puede buscar un empleo y la vieja Maruja tiene que trabajar también. Ahora viven de nosotros. Nina no respondió. ¿Qué podía decir ante una verdad tan evidente y, a la vez, tan inalcanzable? La trampa en que se encontraban estaba construida con materiales más resistentes que la voluntad: documentos falsificados, amenazas veladas, y ahora, deudas con mafiosos rusos. Una jaula perfecta donde cada intento de escape solo apretaba más los barrotes. ―Ya veré que hacer. Con pasos pesados, Nina y Emir subieron las tres plantas por la escalera estrecha y maloliente del edificio. El ascensor llevaba dos meses averiado, una más de las muchas comodidades ausentes en este complejo de apartamentos situado en Al Satwa. La linda mujer de mirada melancólica buscó las llaves en su bolso vacío, recordando con amargura que los rusos se habían llevado el dinero de su liquidación. Sus dedos rozaron el frío metal de la llave, y cuando la introdujo en la cerradura, pudo escuchar el sonido familiar de cáscaras siendo escupidas contra un recipiente. «Cada día que vivo… es peor» Al abrir la puerta, el olor a humedad mezclado con comida recalentada los recibió. El pequeño apartamento de apenas 40 metros cuadrados funcionaba como sala, comedor y cocina al mismo tiempo, y estaba sumido en una luz amarillenta y opaca. Driztan Hoxha ocupaba casi todo el sofá desgastado, con las piernas extendidas sobre la mesita de café llena de latas vacías y paquetes de semillas de girasol. Era un albanés de 28 años, atractivo a primera vista: alto, fornido, con cabello rubio oscuro corto y ojos azul grisáceo penetrantes. Su mandíbula cuadrada mostraba una sombra de barba de tres días y una pequeña cicatriz cruzaba su ceja izquierda. Vestía un conjunto deportivo gris de camiseta sin mangas que dejaba ver tatuajes tribales en sus brazos. Driztan escupió otra cáscara en el cuenco que sostenía mientras miraba distraídamente una telenovela turca. No se molestó en girar la cabeza cuando entraron. ―Jajajaja, que idiota ese tipo―dijo mirando la telenovela. En la esquina opuesta, junto a la única ventana, Maruja Hoxha tejía sentada en una silla de madera. Era una mujer de 45 años que aparentaba más de 50, con el rostro marcado por arrugas prematuras. Su cabello teñido de rubio chillón mostraba raíces grisáceas, recogido en un moño despeinado. Vestía un caftán estampado de colores brillantes y varias pulseras tintineaban en sus muñecas mientras movía las agujas. —¿Y que haces tan temprano aquí, Nina? —preguntó Maruja sin levantar la vista—. Te hacia a las dos de la mañana ¿Te pagaron tu sueldo hoy? Nina no tuvo tiempo de responder. Mientras que, Emir, con los puños apretados, arrojó su mochila al suelo con un golpe seco. —¡Maldito! —gritó, señalando a Driztan—. ¡Maldito desgraciado! Driztan apenas giró la cabeza, con su expresión era una mezcla de aburrimiento y desdén. —¿Qué te pasa, enano flacuchento? ¿Algún pakistaní te asustó en el camino? Jajaja —se burló, metiendo más semillas en su boca. Emir atravesó la sala en tres zancadas y se abalanzó sobre Driztan. El cuenco con cáscaras salió volando mientras el adolescente golpeaba con sus puños el rostro de su cuñado. —¡Maldito! ¡Eres un maldito! —gritaba Emir, descargando toda su rabia acumulada. El primer golpe impactó en el pómulo de Driztan. El segundo alcanzó su boca, partiendo su labio inferior. La sangre brotó al instante. —¡Emir! —gritó Nina, intentando separarlo. Maruja dejó caer su tejido y se levantó rápidamente. —¡Deja a mi hijo, mocoso! —chilló, con su acento albanés más pronunciado por la ira. Driztan, recuperado de la sorpresa inicial, empujó a Emir con fuerza. El adolescente chocó contra la mesa del comedor. En dos pasos, Driztan lo alcanzó y le propinó un puñetazo directo a la nariz. El crujido fue audible, seguido por un chorro de sangre que manchó la camiseta de Emir. El chico se tambaleó, llevándose las manos a la nariz mientras la sangre goteaba por su barbilla. Driztan se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano, dejando una mancha rojiza en su piel. Sus ojos se entornaron peligrosamente. —¿Qué te pasa, hijo de puta? ¿Quieres que te rompa algo más que la nariz? —gruñó, avanzando hacia Emir. —¡Te metiste en una deuda con unos rusos, nos amenazaron hace rato! —gritó Emir entre el dolor y la rabia—. ¡Nos quitaron el dinero de Nina! Nina se interpuso entre ambos con la determinación de quien ha soportado demasiado tiempo en silencio. —Driztan, ¿cómo pudiste? —dijo con voz controlada pero furiosa—. ¿Te metiste en una deuda en Albania y otra aquí? —Sus ojos oscuros brillaban con incredulidad y rabia contenida—. Unos matones rusos nos interceptaron en la calle y me robaron mi liquidación. ¡Dijeron que les debes 110.000 dirhams! Continuará...
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