Lanza la bolsa de un lado a otro entre sus manos, como si pudiera deducir su valor con sólo sostenerla. Al echar un vistazo a su escaparate dorado, me doy cuenta de que probablemente puede. —Bien. ¿Cuántos y adónde?—, dice, poniéndose por fin en pie y dejando su libro. Guarda su sitio con una moneda de oro. Eso sí que es un marcapáginas caro. —Tres de nosotros. Necesitamos un portal a Icidel ida y vuelta—. —Bien—, vuelve a decir, como si fuera un gran inconveniente y no, ya sabes, su trabajo. —Lo mantendré abierto durante una hora—. Con un movimiento de sus muñecas, un remolino azul y blanco aparece en su mano y, con una floritura, lo extiende hasta que se extiende desde el suelo hasta el techo. Vuelve a tomar asiento y coge su libro para reanudar la lectura mientras los chicos pasan y

