El cielo de la ciudad nunca había parecido tan gris como el día en que Silvia y Azazel regresaron. La despedida de su padre adoptivo fue breve pero densa. Un abrazo largo, unas palmadas torpes en la espalda de Azazel (que respondió con una sonrisa ladeada y un “no llore, suegro, que me vuelvo”), y un último vistazo a la casa que olía a leña y café viejo. — Es curioso —dijo Silvia, mirando por la ventana del auto mientras se alejaban—. Uno cree que los sitios no cambian, pero en realidad... es uno quien ya no encaja. Azazel, al volante, levantó una ceja. — Tal vez sea porque ya no eres la misma mortal que se marchó. O tal vez porque este lugar siempre supo que no ibas a quedarte. — ¿Y tú? ¿Dónde encajas? Azazel no respondió enseguida. Solo sonrió, esa sonrisa suya que pare

