La luz era un susurro dorado que no venía de ninguna estrella. Miriam abrió los ojos apenas, sintiendo su cuerpo flotar en una corriente invisible. El dolor en su vientre se intensificaba como una marea, pero lo que la asustó no fue el dolor… sino el silencio. Un silencio absoluto, sin tiempo, sin viento, sin gravedad. Su primera reacción fue gritar, pero ni su voz tenía eco. La segunda fue tocar su vientre, buscando la certeza de que su hijo seguía allí. Y sí… su pequeño corazón latía, como un tambor lejano en la niebla. De pronto, el mundo se estabilizó. El lugar donde cayó era irreal. Columnas flotaban sin base ni techo, como si hubieran sido arrancadas de templos griegos y lanzadas al vacío. Los peldaños estaban suspendidos en espiral, sin conexión entre sí. Y en el centro… un altar

