Silvia abrió los ojos lentamente. No recordaba cuándo se había dormido. Ni siquiera recordaba haber respirado por última vez en el mundo real. Lo único que sentía ahora era una bruma espesa que la rodeaba, como si el aire estuviera hecho de agua tibia. Estaba de pie en un pasillo angosto, de muros de piedra cubiertos con hiedra seca. El suelo bajo sus pies no era sólido: parecía estar hecho de cristal fino que crujía con cada paso que daba, y al mirar hacia abajo podía ver sus propios recuerdos danzando en fragmentos como burbujas que subían y desaparecían. —¿Dónde estoy…? —susurró, abrazándose a sí misma. Una luz blanca se encendió frente a ella. Al fondo del pasillo. Una figura femenina emergió desde la neblina: etérea, luminosa, como un ángel hecho de nostalgia. —¿Mamá…? La mujer

