Silvia continuaba con su catedra de filosofía. Sus palabras flotaban en el aire cálido del aula, arrulladas por la luz de la tarde que entraba oblicua a través de las ventanas. La pizarra estaba llena de anotaciones sobre Aristóteles, Epicuro y Kant. Había escrito la palabra eudaimonía con una caligrafía que rivalizaba con la de un manuscrito antiguo. Si alguien pasara justo en ese momento por la puerta del aula, pensaría que asistía a una clase más, común, corriente.
A sus ojos eternos, Silvia era una criatura fascinante. Observaba cómo se movía con seguridad entre conceptos abstractos, cómo su cabello rojo brillaba bajo la luz como si portara fuego propio. Veía el respeto en los ojos de sus estudiantes, incluso después de aquel examen que más de uno había definido como “una tortura psic
