El silencio se había roto. Solo quedaba el sonido de una respiración entrecortada y una sangre oscura que comenzaba a empapar el suelo de madera.
Samael se incorporó lentamente.
Su pecho aún ardía por la presión celestial, pero algo más lo había despertado: el dolor sordo de la traición.
Azazel seguía inconsciente, su cuerpo temblando de forma irregular. Silvia lo sostenía, empapada en su sangre, con las manos en su rostro, susurrando palabras desesperadas.
—No… no, no, no… quédate conmigo… por favor, Azazel…
Samael no podía creer lo que veían sus ojos.
Ese tatuaje. Esa maldita marca. La espada atravesando el cráneo como un juramento de muerte eterna.
Y la sangre… no era roja.
Era negra.
—¿Qué… eres tú? —susurró Samael, sus ojos ardiendo de furia y confusión.
Shamael dio un paso
