El aire era espeso. No olía a muerte, ni a fuego, ni a podrido. Era un aire antiguo, denso, como si todo lo que respiraba allí hubiera vivido miles de vidas antes de entrar en sus pulmones. Silvia abrió lentamente los ojos. Sentía el cuerpo entumecido y la garganta seca, como si hubiera estado durmiendo bajo el peso de una montaña. La habitación estaba cubierta por una oscuridad templada, sin sombras, como si todo el castillo estuviera contenido en una noche sin luna. A su lado, de espaldas a ella, Azazel se sentaba en el borde de la cama, mirando hacia una ventana inexistente. —¿Estás despierta? —preguntó sin girarse. —¿Dónde… estamos? —respondió Silvia, con la voz ronca. Azazel se volvió con una leve sonrisa. —En el Inframundo —dijo, como si se tratara del nombre de una cafetería co

