: El castillo del Inframundo no tenía puertas. No porque no pudiera tenerlas, sino porque nadie entraba sin ser llamado. Y esa vez, Azazel no había sido llamado. Las torres flotantes crujían como huesos viejos y el aire denso parecía gritarle que retrocediera. Pero él no lo haría. Cada paso que daba sobre las arenas negras lo acercaba más a ese poder antiguo, casi olvidado por el mundo de los vivos: el poder de su padre. La sala del trono no se revelaba a cualquiera. El interior era como un eco de todo lo que había sido alguna vez sagrado y destruido. No había luz natural. Todo el lugar brillaba con una luminescencia de obsidiana, como si el aire mismo estuviera hecho de cristales de sombras. El suelo parecía agua negra y sólida al mismo tiempo, reflejando distorsionadamente el rostro d

