La eternidad no olvida. Solo guarda silencio. Azrael fue el primero en bajar de los cielos. Su orden divina era una sentencia, una misión de equilibrio sin emoción, sin juicio personal, sin error. No debía amar. No debía sentir. No debía quedarse. Pero aquel juego… Aquel juego que Samael, su antiguo hermano de luz, le propuso con una sonrisa inocente, cambió su curso para siempre. —Dale algo de felicidad antes de que parta —dijo Samael—. Solo eso. Un simple deseo. Azrael aceptó. No por ternura. No por bondad. Por curiosidad. La curiosidad de eso que los humanos llamaban “vida”. De eso que hacía llorar a los mortales con la misma facilidad con que reían. Azrael, el incorruptible, probó. Y cayó. Verónica. La encontró siendo poco más que un fantasma hambriento de afecto. Qu

