El viento olía a musgo húmedo y a algo más… Algo inquietante. Isriel caminaba con paso recto, firme, como si cada huella marcada fuera una declaración de existencia. Y sin embargo, esa existencia —la suya— parecía tambalearse ante la escena que acababa de presenciar. Verónica. Una mujer de carne y hueso, de sonrisa altiva y una gracia casi burlona, imposible de estar viva. La conocía de nombre. La intocable. La que no debía ser vista ni nombrada fuera de la historia. La única mancha en el juicio de Azrael. Y ahora, estaba allí. Frente a ella. Frente a Samael. Con los ojos fijos como si nunca los hubiera cerrado. —¿Quién demonios…? —murmuró Isriel, más para sí misma. La atmósfera había cambiado. Como si el aire mismo los hubiera abandonado. Como si un viejo dios respirara muy

