Capítulo 3 ⚔️

1932 Words
El anciano había pasado el bastón sobre su cuerpo y de la punta habían brotado pequeños relámpagos amarillos que parecían escanearla por dentro. Entonces, con una seguridad irritante, anunció que recuperaría la voz en unos días; que sus órganos solo estaban “lentificados”, adaptándose de nuevo al uso después de haber estado inactivos por mucho tiempo. Ariadna no entendía cómo alguien podía afirmar eso con solo pasarle luces por encima, pero en ese momento, aquello era lo de menos. Lo importante… era algo simple y al mismo tiempo imposible. Estaba viva. Respiraba sin ayuda de ninguna máquina. Inspiró hondo, y el aire lleno de olores desconocidos invadió sus pulmones. Olía a piedra húmeda, a telas usadas, a cuero, a sudor, a metal, a humo viejo y algo más… algo que no podía identificar, pero que la rodeaba como un abrazo pesado. Se llevó una mano pequeña al pecho y sintió el corazón latir. Fuerte. Rítmico. Constante. Luego llevó los dedos temblorosos a su cabeza. Y lo sintió. Cabello. Mucho cabello. Sus dedos se enredaron en mechones largos, espesos, suaves, y por puro instinto tiró de ellos. Un dolor agudo la hizo soltar de inmediato. No estaban pegados con cinta ni era una peluca. Eran suyos. Por primera vez en su vida, tenía la cabeza cubierta de cabello real. Los ojos se le llenaron de lágrimas. “Tengo pelo… de verdad tengo pelo.” En el hospital, bajo aquella luz blanca y fría de Navidad, había muerto sin siquiera saber cómo era sentir el peso de unas hebras propias sobre la nuca. Ahora, en un lugar que no conocía, con un cuerpo que no era el suyo de antes, sentía la prueba física y contundente de que algo había cambiado para siempre. La puerta se abrió. —Mi rey —se escuchó la voz de tres hombres apostados afuera, saludando al unísono. Ariadna giró la cabeza. En el umbral apareció un hombre que parecía salido de un cuento de guerra. Era gigantesco. Desde su perspectiva de niña, podía jurar que medía más de dos metros. Sus hombros eran anchos, el porte imponente y la forma en que caminaba hacía parecer que el mundo se apartaba a su paso. Ese era Lorian Drakenhart Von Asterfell. El Rey Dragón. A diferencia de la noche anterior, no llevaba pieles ni armadura. Vestía un pantalón blanco perfectamente ajustado, botas negras a la rodilla y una camisa clara bajo un chaleco azul profundo decorado con finas cadenas de oro. Sobre el chaleco colgaba una moneda adornada con el símbolo de una montaña rodeada por una serpiente: el emblema de Asterfell. Ariadna tragó saliva. Intentó articular algo, pero solo salió un sonido estrangulado: —A–ah… Avergonzada, desvió la mirada. El rey se acercó con pasos tranquilos, observándola desde su altura intimidante. Extendió la mano hacia ella, quizá para tocarle el rostro o el hombro. Ariadna, por reflejo, encogió los hombros. No estaba acostumbrada al contacto físico de extraños y, además, esa mano… era la misma que había decapitado a un hombre con una facilidad escalofriante. Saber de lo que era capaz hacía que el simple roce se sintiera como una amenaza. Antes de que los dedos de Lorian llegaran a su piel, algo ocurrió. Del suelo brotaron raíces verdes, gruesas, llenas de espinas, que se enredaron alrededor de la muñeca del rey, apretando con fuerza. Las espinas se clavaron en su carne, arrancando gotas de sangre oscura que cayeron al piso. Lorian soltó un leve gruñido. Era la primera vez en años que sentía dolor físico. Un susurro amenazante resonó detrás de él. —¿Qué crees que haces con nuestro rey, mocoso? —bramó el capitán Kaelrik Draven, dando un paso al frente, furioso. Ariadna cerró los ojos con fuerza, esperando el golpe. Sin embargo, el aire en la habitación cambió. La mirada de Lorian se clavó en Kaelrik, y el capitán se detuvo en seco, como un perro al que acaban de llamar por su nombre en mitad de una travesura. Bajó la cabeza y retrocedió, sin atrever a decir una palabra más. El silencio se adueñó del lugar por unos segundos. Ariadna, temblorosa, abrió los ojos. Vio la sangre correr por la mano del rey, vio las raíces tensas salir de sus propios pies, y su primera reacción fue de horror. No quería hacerle daño a nadie, mucho menos a alguien tan peligroso. Lentamente, extendió su pequeña mano hacia las raíces. En cuanto las tocó, estas se soltaron de la piel de Lorian y se retiraron sin herirla, deshaciéndose en el aire como si nunca hubieran existido. —Agh… —Intentó disculparse, pero solo consiguió emitir un sonido extraño, quebrado. Aún así, acercó la mano a las heridas que había provocado. Sus dedos rozaron la piel y, ante su mirada llena de sorpresa, los cortes se cerraron con rapidez, como si nunca hubieran estado allí. Lorian no se sorprendió por su propia regeneración. Estaba acostumbrado a sanar casi de inmediato. Lo que llamó su atención fue el cambio en el rostro del niño: el miedo inicial se había mezclado con asombro puro, como si estuviese viendo un milagro. El rey se inclinó ligeramente hacia él, estudiándolo con mayor interés. Antes de entrar a esa habitación, Lorian se había tomado el tiempo de investigar. No sobre el Rey Aldren, ese pobre hombre roto cuya esposa había muerto frente a sus hijas, sino sobre la primera “princesa” del que apenas se hablaba en el palacio de Valmeren. Pocas personas sabían que la primera princesa existía. Al parecer, había pasado casi toda su vida encerrada en una torre, bajo el cuidado de un viejo mago. La nana de las princesas, una mujer mayor de manos temblorosas, había asegurado que la niña padecía una enfermedad extraña que le impedía ser tocada sin que su piel se desgarrara. Lorian había deseado interrogar personalmente al mago de la torre. Pero uno de sus guerreros, entusiasmado por la batalla, había escupido fuego sobre aquella zona, reduciéndola a escombros y calcinando al anciano sin querer. Cuando el dragón dio la orden de detener el ataque ya era demasiado tarde. El precio de la impulsividad de sus hombres había sido la pérdida de un testigo clave. Ahora, Lorian observaba a la niña frente a él… y no encajaba del todo con lo que le habían contado. Era muy delgada, casi frágil, como alguien que nunca había comido lo suficiente ni tenido el sol sobre la piel. Pero al mismo tiempo, su piel era sorprendentemente perfecta, blanca, casi luminosa, sin rastro de cicatrices o marcas. Su rostro era demasiado infantil como para adivinar cómo sería en unos años, pero Lorian tenía buen ojo para leer cuerpos y rostros. Estaba seguro de que, si sobrevivía, aquella niña sería hermosa. De una belleza singular. Había dos rasgos que le llamaban especialmente la atención. El primero, su cabello: n***o intenso, como carbón recién extraído de una mina, pero con un brillo frío, plateado, cuando la luz de las antorchas lo tocaba, como si la luna se hubiera derramado sobre él. El segundo, sus ojos. A simple vista eran grandes y claros, pero a medida que los estudiaba, descubrió que poseían un tono imposible: una mezcla de azul celeste con un matiz lavanda tan pálido que parecía mágico. No se parecían a los de nadie que hubiera visto jamás. Si no lo tuviera frente a él, diría que se trataba de un truco. —Ariadna… —pronunció el rey, probando el nombre—. Ariadna Leclair… El nombre, de algún modo, parecía más antiguo que el niño. Como si perteneciera a otra vida. Y sin embargo, cuando Lorian había preguntado a los sirvientes por el nombre del príncipe, todos se habían quedado en blanco unos segundos, hasta que, casi como si algo se los susurrara, terminaron respondiendo solo: «Ariadna». La pequeña asintió, sin pensar, como si de verdad lo reconociera como propio. Lorian decidió inclinarse un poco más, reduciendo la distancia entre ellos. Sus hombres lo miraron con asombro: no era algo que su rey hiciera a menudo, y menos frente a un niño. —Soy Lorian Drakenhart Von Asterfell —se presentó, con una calma peligrosa—. Rey de un país lejano. Hoy firmaremos un acuerdo —sus ojos dorados se clavaron en los de la niña atrapada en ese cuerpo—. Pondremos nuestros dedos sobre un papel especial. Después te daré una medalla para que la lleves siempre contigo. No tienes por qué asustarte. Nadie en este lugar tiene permitido hacerte daño. Los ojos de Ariadna, de ese azul lavanda extraño, lo observaron fijamente. La mano grande de Lorian se posó bajo su mentón, levantándole la cara con suavidad, aunque la fuerza que había en esos dedos dejaba claro que, si quisiera, podría quebrarle el cuello con un solo movimiento. —Te estoy hablando —añadió, con tono bajo pero firme. Ariadna tragó saliva. No podía contestar, pero entendía cada palabra. —Dije que nadie te lastimará —repitió, más despacio—. Debes recordar eso. Lo que es mío… no puede ser tocado sin pagar las consecuencias. Y tú, pequeña… —sus ojos se ensombrecieron— me perteneces. Kaelrik sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía que esa última frase iba dirigida también a él, una advertencia clara después del intento impulsivo de acercarse a la niña. Ariadna, por su parte, lo observó con una mezcla de miedo y curiosidad. El hombre era joven de rostro, casi insultantemente atractivo, como esos modelos que había visto alguna vez en las pantallas de televisión del hospital. Su piel tenía un tono ligeramente bronceado, sus cejas y pestañas eran negras y densas. Los ojos, de un dorado claro, recordaban al sol cuando empezaba a ocultarse, cálido y a la vez peligroso. Tenía sombra de barba bien cuidada que se unía a las patillas y el cabello n***o, peinado con cuidado, olía a limpio y a algo fresco que no supo identificar. Lorian inclinó la cabeza un poco más. —¿Comprendiste lo que dije? —preguntó. Ariadna asintió. No quería provocarlo. —Buena chica —murmuró él, por costumbre, con un tono apenas más suave—. Ahora ven conmigo. Ella no se movió. No porque no quisiera… sino porque no podía. Su mente recordaba cómo era estar completamente inmóvil en una cama de hospital. Intentar caminar sentía como pedirle a un recién nacido que corriera. Sus piernas temblaban, sus músculos no estaban acostumbrados al peso de su propio cuerpo. Cada vez que intentaba mantenerse en pie, sentía que se doblaría. —Cierto —dijo Lorian, con un dejo de comprensión al recordar las palabras del anciano—. El mago dijo que no puedes caminar todavía. No pidió permiso. La tomó por debajo de las axilas con facilidad y la levantó del colchón. Ariadna sintió su corazón acelerarse. Le aterraba estar tan cerca de él, pero también… había algo extrañamente seguro en esa fuerza que la sostenía. La llevó hasta una mesa de piedra colocada en el centro de la habitación. Un altar. Ariadna tragó saliva de nuevo. El recuerdo de la Navidad en el hospital volvió como un golpe: el sonido de los villancicos a lo lejos, la mano temblorosa de su madre, el calor de la mano de su padre sobre la suya… y luego nada. Ahora estaba en un lugar frío, rodeada de extraños y magia. Y a punto de firmar algo que no entendía. Lorian hizo una señal. El sacerdote del monasterio sagrado se acercó con un pergamino enrollado entre las manos. Lo extendió sobre la piedra.
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