Capítulo 2 ⚔️

1869 Words
En una clínica de atención especializada, la atmósfera estaba impregnada del olor a desinfectante, lágrimas y desesperación. Desde el pasillo se escuchaban sollozos que emanaban de la habitación número cuatro, donde la familia Leclair lloraba sin consuelo. Su única hija, Ariadna, estaba dando sus últimos latidos. Era Nochebuena. Las luces parpadeaban en los pasillos del hospital, adornados con guirnaldas y esferas brillantes. Afuera nevaba, y el mundo entero celebraba la Navidad… mientras dentro de esa habitación el tiempo parecía apagarse. Ariadna había nacido con una degeneración extraña en la sangre. Desde que tuvo memoria, su vida había transcurrido postrada en una cama, conectada a máquinas que sostenían sus frágiles funciones vitales. Los médicos habían hecho lo imposible, pero hacía apenas unos días le informaron que ya no quedaba nada por hacer. Y, aunque sonara cruel, aquella noticia fue un alivio para ella. No por sí misma… sino por sus padres, quienes llevaban diecisiete años viendo su sufrimiento. Agradecía que la hubiesen amado tanto. Que le compraran todos los libros que pudo leer. Que pagaran cursos virtuales cuando su cuerpo no podía moverse. Que vieran series con ella para que no se sintiera sola. Pero jamás pudo correr sobre la hierba, tomar el sol o sentir el viento sin máscara. Vivía aislada del mundo, sus defensas tan débiles que el simple contacto con bacterias comunes podía matarla. Recordaba un día especial, cuando una vecina de habitación trajo un cachorro al hospital. Su corazón casi saltó del pecho de la emoción. Era suave, pequeño, hacía ruidos tiernos. Aunque no pudo tocarlo, estaba demasiado débil para respirar por sí misma aun asi ver al perro jugar con los otros niños a través del vidrio fue una felicidad que nunca olvidó. Ese perrito había sido como un rayo de luz en su existencia. También recordaba haber escuchado a una enfermera quejarse porque estaba separándose de su esposo. Ariadna pensó que aquella mujer no sabía lo afortunada que era: su problema era el desamor. El de ella era la muerte. Pero también había aprendido de sus libros que cada persona libraba batallas distintas. Su madre, Ana Leclair, lloraba con un pañuelo arrugado entre los dedos, el maquillaje corrido por las mejillas. —Mi niña… cariño, ojalá encuentres paz allá arriba. Dios te recibirá con los brazos abiertos —susurró entre hipos. Ariadna quiso sonreírle, pero la máscara de oxígeno se lo impedía. Quizás también la falta de fuerzas. Su padre, con voz rota, tomó su mano. —Te amamos, Ariadna… sé buena, espera por nosotros —dijo tratando de sonar firme, aunque siempre había sido tan blando y dulce como el algodón con el que limpiaban su piel antes de cada inyección. Ellos pudieron haberla abandonado en un orfanato por su condición. Pero nunca lo hicieron. La amaron con una devoción que el mundo pocas veces ve. “Ojalá sean felices… por favor.” Ese fue su último pensamiento hacia ellos. Sus párpados, delgados y pálidos, comenzaron a cerrarse. Vivir había sido una carga insoportable. Soñaba con una segunda oportunidad: un cuerpo sano, correr, comer, reír… sentir la tierra en sus manos. Pero sabía que eso era tan fantasioso como las novelas que amaba leer. Sus padres la abrazaron por ambas manos y oraron juntos. Creían firmemente en que su hija al fin descansaría. El corazón de Ariadna dio un pulso… otro… y al tercero, se detuvo. Murió mientras afuera caían copos de nieve y las campanas navideñas sonaban a lo lejos. Ella esperaba oscuridad. Silencio. Nada. Pero en su lugar, hubo luz. Una luz tan intensa que lastimaba, pero hermosa. Su alma flotaba libre del cuerpo que la había aprisionado. Las estrellas la rodeaban, vibrantes y llenas de colores imposibles. Sintió paz. Sintió… libertad. Entonces vio dos figuras colosales, un hombre y una mujer hechos de energía pura. A sus pies flotaban esferas luminosas como planetas, separados por vórtices y líneas energéticas. Ambos seres la miraron. La figura femenina extendió un dedo inmenso y tocó la diminuta mano espiritual de Ariadna. —Te estábamos esperando, Ariadna —su voz era tan dulce que casi hizo llorar al alma recién liberada—. Si has logrado llegar hasta aquí… significa que eres digna. La figura masculina brilló en tonos oscuros y habló con solemnidad. —Las cadenas que te ataron toda tu vida ya se han roto. Ahora eres libre de caminar hacia tu destino. Renacerás, vivirás y encontrarás tu propósito. La mujer agregó con una serenidad divina: —Desde hoy, serás parte de Elandor. Ese mundo te necesita. El hombre completó: —Erradica la oscuridad que se cierne sobre sus habitantes. Sin más explicación, una luz azul y dorada la envolvió. Luego vino el dolor. Sus brazos, antes etéreos, comenzaron a tomar forma. Huesos. Carne. Sangre. Venas. Nervios. Su grito se perdió en medio de la creación. Cuando abrió los ojos, no había estrellas… sino agua. Agua entrando por su nariz, su boca, sus pulmones. Pataleó con fuerza, sorprendiéndose al descubrir que su cuerpo obedecía. Sus piernas se movieron, sus manos temblaron… y emergió de la fuente en la que había renacido. Bebió aire como si nunca hubiera respirado. No estaba en su habitación blanca, ni escuchaba máquinas. Estaba en plena noche. Rodeada de guerreros, ropas sucias, gritos y un hombre ensangrentado recargado en una columna de piedra. Todos la miraban. Ella, temblorosa, aferrada al borde de la fuente del castillo de Valmeren. —O… ¿princesa? —susurró la nana de las princesas, viendo el cabello n***o y brillante, largo y húmedo caer sobre el pequeño cuerpo infantil, la piel pálida, casi luminosa. Creyó reconocer allí la princesa que había visto solo un par de veces en su vida. La torre donde ella vivía había sido destruida por un dragón hacía minutos. Todos creían que la niña había muerto. —Así que este es la princesa de Valmeren… —musitó Kaelrik Draven, acercándose con pasos pesados. Los ojos de Ariadna se abrieron de par en par. El temor la recorrió entera: ese hombre gigante estaba cubierto de sangre y su altura le resultaba amenazante. —A–Ah… —su chillido salió tembloroso, parecido al de un cervatillo herido. Justo cuando Kaelrik extendió la mano para tomarla, la tierra reaccionó. Raíces verdes brotaron alrededor de la fuente, sujetando su muñeca como si la naturaleza misma defendiera a la niña. Espinas amarillentas se clavaron en la piel del guerrero, que gruñó sorprendido. Flores rojas y violetas brotaron de las raíces, advertencia viva de un peligro oculto. La escena llamó la atención del rey invasor. Lorian Drakenhart, el Rey Dragón, avanzó entre sus hombres. Su presencia hizo que todos retrocedieran, incluso Kaelrik, que arrancó las raíces con molestia. —Rey de Valmeren… —entonó Lorian con voz grave. Aldren, herido y sostenido apenas por sus guardias, levantó la mirada. —Rey de Asterfell… —respondió con dificultad. Lorian observó a la niña en la fuente, luego a la nana. —¿Qué tan cierto es que los hijos de los elementales pueden manipular la naturaleza? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta. —Es cierto, mi rey —respondió Aldren—. Mi esposa… ella tenía dones. Poderes. Nuestro linaje… Lorian paladeó sus palabras con calma, sus ojos dorados brillando en la oscuridad. —Entonces también es verdad que tanto mujeres como hombres pueden engendrar al hijo de una criatura como yo… ¿no es así? La nana abrazó a las dos pequeñas princesas, temblando. —Por favor… rey… —No pedí clemencia —interrumpió Lorian, con un tono tan frío que congeló el aliento de los presentes—. Quiero respuestas. Me ofendieron robándome, y ahora deseo compensación. Aldren tragó saliva, impotente. —Es verdad, rey de Asterfell… Lorian sonrió con una mezcla de interés y peligro. —Mis oídos agradecen la sinceridad. He tenido muchos amantes en estos años, pero ninguno ha podido soportar mi semilla. Sus ojos cambiaron, la pupila estrechándose, anunciando su naturaleza reptil. —Dame un elemental capaz de engendrar a mis hijos —declaró— y perdonaré a tu pueblo. La nana habló temblando: —Mis princesas tienen solo cuatro años… y la niña… ella… ella está enferma desde que nació… —Entonces no vale la pena dejarlo con vida —sentenció Lorian. Su pie impactó contra el suelo, levantando una losa que lanzó directo hacia el niño. Ariadna cerró los ojos, aterrada, pero otra vez las raíces brotaron protegiéndola. Lorian entrecerró los ojos. —La veo demasiado sana para estar enferma… ¿acaso me mientes, mujer? —¡Jamás, mi rey! Jamás le mentiría… Lorian se acercó a Aldren. —Te ofrezco elegir —dijo con aparente generosidad—. ¿La niña de la torre o una de tus hijas? El rey dudó. Supo que, sin importar su decisión, su familia estaba condenada. Pero Lorian ya había decidido. —Me quedaré con la niña mayor. Aldren palideció. —¿Qué? —Esa pequeña será mía —dictaminó el Rey Dragón—. A partir de hoy me pertenece. Tus hijas, también. Ellas serán casadas con mis hombres cuando llegue el momento adecuado. —¡Tú…! —Aldren quiso gritar, pero Lorian lo silenció con un leve empujón que lo dejó sin aire. El rey dragón se irguió, mirando a sus soldados. —¡Que todos escuchen! La primera princesa será mi consorte. Mañana mismo nos casaremos. Ella será la gema solar de Asterfell. Partirá hacia las islas de Aerion para su educación y, cuando cumpla quince años, vendrá a mí. Los guerreros rugieron de emoción. Ariadna, incapaz de articular palabra, solo tembló. No quería casarse con un hombre cruel… no importa si era sueño o realidad. Lorian volvió a mirar a la niña con esa intensidad posesiva que atravesaba la piel y el alma. —Y tú… pequeña… —murmuró, apenas audible para quienes estaban cerca— no sé quién eres… pero me perteneces. La sentencia quedó flotando en el aire. Y el destino de Ariadna se selló esa noche. ----------- Ariadna observaba cada rincón de la habitación de ladrillo, completamente desorientada. El cuarto estaba decorado con cortinas rojas gruesas que caían pesadas desde el techo y cintas moradas que cruzaban de un extremo a otro, como si alguien hubiese intentado darle un aire solemne o ceremonial. A pesar de que apenas despuntaba la madrugada, ella sentía que el mundo giraba demasiado rápido a su alrededor, como si cada cosa se moviese antes de que su mente pudiera comprenderla. Había intentado hablar varias veces, pero su voz no respondía. Las cuerdas vocales parecían apagadas y la lengua, torpe y rígida dentro de la boca nueva que ocupaba. Lo único que lograba producir eran ruidos extraños, sonidos confusos que no se parecían a palabras. Nadie entendía lo que intentaba decir. Un anciano desconocido, de barba blanca y capa amplia, la había revisado hacía apenas unos diez minutos. Era el mismo hombre que la había dejado inconsciente el día anterior con solo acercarle un bastón brillante. Recordaba el destello de una luz oscura, casi negra, a la altura de los ojos… y luego nada. Despertó en esa cama, con el cuerpo seco, limpio, vestido con ropas que no reconocía y una sensación de extrañeza metida hasta los huesos.
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