Andra se aseguró de que Ariadna llevase ropa tan sencilla como fuese posible. Aun así, hacerla pasar desapercibida era casi una misión condenada antes de comenzar. La niña tenía una belleza poco común: piel lisa como porcelana, sin una sola imperfección; mejillas suaves, casi brillantes; y un cabello n***o que relucía como si hubiese sido tejido con hebras de tinta y luna. Resultaba imposible ignorarla. Incluso cubierta con una pequeña capa negra y una túnica de algodón, Ariadna cargaba un aire delicado y luminoso que la delataba como algo más que la hija de cualquier familia.
Pero nada de eso importaba. Ella había pedido ir al mercado, y Andra no iba a negarle algo tan sencillo. La niña llevaba demasiado tiempo encerrada: primero en una habitación de la torre en el castillo de Valmeren, luego en el camarote del navío. No había mejor oportunidad que aquella para dejarla ver el mundo al que ahora pertenecía.
—Mi señora, iremos a cubierta —avisó la joven doncella.
Ariadna asintió con suavidad. Aunque ya dominaba la postura y el equilibrio, su mente todavía se agitaba con la mezcla de emociones nuevas que la acompañaban desde su renacimiento. Era la primera vez que saldría del navío desde que había zarpado de Valmeren, y aun cuando su mirada seguía escondida tras la capucha, el corazón de la niña golpeaba con expectación contra su pequeño pecho.
Había dedicado los primeros meses de viaje a recuperar equilibrio, coordinación, fuerza… vida. Todo lo que jamás tuvo en su existencia anterior. Y ahora, por fin, iba a dar un paso real hacia su futuro.
Ajustó su capa con manos diminutas y siguió a Andra por el pasillo de madera pulida. Mientras avanzaban, Ariadna pasó los dedos por las paredes, disfrutando la textura tibia de la madera calentada por el sol. Ese simple gesto la hacía sentir viva. Real.
Andra abrió la puerta que conducía a la cubierta, y un estallido de sonidos la recibió de inmediato. Risas fuertes, voces masculinas discutiendo, pasos pesados contra las tablas del barco. Los guerreros y caballeros habían pasado demasiados días en el mar y parecían rebosar energía contenida.
Ariadna entrecerró los ojos cuando la luz la envolvió. El sol no la lastimaba, pero sí la sorprendía: era demasiado brillante comparado con el resplandor artificial del hospital del que provenía. Dio un paso, luego otro, aferrándose al borde de su capa mientras inhalaba profundamente la brisa marina.
Era aire real. Puro. Salado. Libre.
Sus pequeños pulmones se expandieron, vibrando ante la sensación.
Alzó la mirada y vio, por primera vez con claridad, a los hombres que la rodeaban. Veinte guerreros divididos casi naturalmente en dos grupos: unos callados y serios, con posturas controladas; otros ruidosos, impulsivos, riendo como si estuviesen a punto de iniciar una batalla amistosa. Aunque estaban separados entre sí, todos observaban hacia el horizonte con ansias.
Siguiendo sus miradas, Ariadna descubrió una silueta verde y gris: una isla no muy lejana emergiendo del agua. Rocas escarpadas, árboles altos y espuma blanca golpeando las orillas. La niña sintió un temblor en su estómago. Eso… eso era tierra firme. Tierra real.
Mientras ella se quedaba absorta en la vista, las conversaciones de los hombres alcanzaron sus pequeños oídos.
—¡Necesito una entrepierna caliente que me reciba esta noche! —bramó uno, aplaudiendo el hombro de su camarada.
—Pues yo pienso beber hasta olvidar mi nombre —respondió otro, con risas de por medio.
Ariadna pestañeó lentamente. No entendía la mitad de lo que decían… pero comprendía lo suficiente para saber que estaban felices, muy felices, de acercarse al pueblo.
—Pero miren quién salió de su madriguera… la princesa Ariadna —comentó Sevrin, dejándola expuesta de inmediato.
Ella tensó los hombros. Decenas de ojos viraron hacia ella al mismo tiempo. Era la misma sensación que tenía cuando los pasantes de medicina entraban por turnos a examinarla en el hospital… todos mirándola como una criatura rara. Como algo que estudiar.
A su alrededor, tanto caballeros como guerreros se inclinaron respetuosamente. No importaba su pequeño tamaño ni su voz débil: Ariadna era el segundo sol de Asterfell. Una figura sagrada desde el punto de vista político.
—¿Decidió acompañarnos al mercado, mi señora? —preguntó Sevrin con una sonrisa algo burlona—. Tal vez no sea un lugar adecuado para una niña. Hay cosas… poco apropiadas para sus ojitos.
Ariadna lo fulminó con la mirada bajo la capucha. Andra movió las manos sutilmente, intentando advertir al mago, pero fue tarde.
—¿Desde cuándo cree usted que tiene autoridad para decidir dónde puedo o no puedo ir? —preguntó Ariadna con voz baja, pero perfectamente articulada.
Sevrin se quedó helado. Literalmente dejó caer el pedazo de pan que tenía en la mano.
Apenas meses atrás, la niña no podía emitir más que sonidos torpes. Y ahora hablaba así. Directa. Precisa. Con una firmeza impropia de su pequeña edad.
—Yo… yo solo… —balbuceó él.
Ariadna entrecerró sus ojos violetas.
—Cierre la boca antes de que se le caiga la baba como un burro en celo —susurró con frialdad, lo suficientemente alto para que todos oyeran.
Los guerreros estallaron en carcajadas. Las mejillas de Sevrin se encendieron como carbones al rojo vivo.
—Lo siento, mi señora —se disculpó de inmediato, bajando la mirada.
Kairo, que estaba sentado junto a Ariadna, arqueó su lomo y enseñó sus colmillos en advertencia. El gato ardilla siempre había sabido leer las emociones de la niña y parecía detectar cada mínima amenaza hacia ella.
—Decidiré más tarde qué hacer con usted, Sevrin —continúo Ariadna.
Las risas se apagaron de golpe.
El siguiente en acercarse fue un joven guerrero de cabello castaño claro, sonrisa amplia y ojos brillantes: Rhydan, el hijo menor del capitán Kaelrik.
—Mi señora —saludó con entusiasmo—. Me alegra verla fuera del camarote. Pensamos que nunca nos honraría con su presencia.
Ariadna lo estudió con cautela. El joven parecía fuerte y bondadoso. Su sonrisa era honesta, algo rara en un guerrero de apariencia tan feroz.
Ella asintió.
—No las he visto, pero las he escuchado a todas horas —respondió suavemente—. Gracias por acompañarme hoy.
La expresión de Rhydan se volvió casi cómica. Estaba acostumbrado a la crudeza militar, no a recibir agradecimientos de una princesa.
—Salve, segundo sol de Asterfell —declaró él, inclinando su cabeza.
Los demás guerreros repitieron el saludo, formando un eco armonioso.
Ariadna mantuvo la mirada fija en Rhydan. No comprendía completamente lo que significaba “segundo sol”, pero sí entendía que el hombre la respetaba por algo más que un título.
—Mi señora —continuó él, ahora más formal—. Soy Rhydan Draven, hijo del capitán Kaelrik. Estaré a su servicio durante los próximos años.
Hincó una rodilla y apoyó su espada frente a sí, mostrando reverencia. Ariadna observó su postura marcial, sus músculos tensos, su expresión seria. Era extraño para ella recibir ese tipo de trato. Apenas hacía unos meses nadie la tomaba en serio.
—Puede levantarse —ordenó con calma.
Rhydan obedeció.
—Agradezco su servicio —añadió Ariadna—. Espero podamos trabajar juntos… como personas, no solo como rangos.
Sus palabras parecieron desconcertar al joven guerrero, quien parpadeó rápido como si nunca hubiese escuchado a una noble hablar así.
Antes de que pudiera responder, una voz resonó desde algún punto del aire, amplificada como un eco mágico.
—En nombre del pueblo de Velyria, solicito que se identifiquen.
Ariadna levantó la vista. Un holograma flotaba sobre la cubierta: el rostro de un hombre rodeado de luz azulada.
Sevrin avanzó.
—Sevrin, mago de la corte de Asterfell, acompañado de la princesa Ariadna y su escolta —declaró con la formalidad adecuada.
El holograma asintió.
—En nombre del conde Vaelmir, solicito permiso para abordar.
—Permiso concedido —respondió Sevrin.
Un portal amarillo brilló en el centro de la cubierta, abriéndose como una cortina de luz. Tres hombres cruzaron el umbral. El primero, un mago de barba gris, se adelantó.
—Sir Elion —se presentó—. Estoy aquí para registrar su entrada al pueblo. Deben pagar por el espacio en el muelle.
Ariadna observó todo con atención mientras Sevrin llenaba el pergamino. Los guerreros se inquietaron al ver las armas de los guardias de Sir Elion, pero mantuvieron la compostura.
Cuando el mago terminó de escribir, Sir Elion enrolló el pergamino y guardó el documento.
—Disfruten de su estancia. Y dígame, Sir Sevrin… —sus ojos se movieron hacia Kairo— ¿ese animalito está en venta? Un barón de nuestra corte pagaría bien por un ejemplar tan raro.
Ariadna sintió una punzada helada bajar por su columna. Kairo gruñó con suavidad, detectando la tensión.
Antes de que ella pudiera hablar, Sevrin negó rápidamente.
—No está en venta. Pertenece a mi señora —dijo con firmeza.
Sir Elion suspiró, como si hubiese perdido una oportunidad valiosa.
—Una lástima.
Cuando se marchó, Ariadna bajó la vista hacia Kairo y acarició su cabeza suave y esponjosa. Su fiel mascota se acurrucó contra su pierna, protegiéndola como siempre lo hacía.
El barco avanzó, internándose en un estrecho pasadizo rocoso: el Canal de los Tres Vientos. Las montañas se alzaban a ambos lados, cubiertas de árboles que parecían aferrarse a las rocas con pura fuerza de voluntad. Peces coloridos nadaban cerca de la superficie, y Ariadna incluso vio a un tiburón pequeño con seis aletas moviéndose entre las sombras del agua.
—Este canal sirve como arrecife para los peces jóvenes —explicó Sevrin mientras caminaba a su lado—. Está prohibido pescar aquí.
Ariadna lo miró de reojo.
—No he preguntado nada.
Sevrin se removió incómodo.
—Solo… pensé que sería útil saberlo.
Ella entrecerró los ojos. Aún recordaba su burla de los primeros días. No lo había perdonado del todo.
—¿Por qué está tratando de ser amable conmigo? —cuestionó ella—. Antes solo se burlaba.
—Me equivoqué con usted, mi señora —admitió él—. Y lo lamento sinceramente.
Ariadna cruzó los brazos bajo la capa.
—Todavía no me agrada.
Andra soltó una risita ahogada, y Kairo, satisfecho, ladeó la cabeza.
—Pero —añadió Ariadna—, si no vuelve a burlarse, puedo tolerarlo.
Sevrin bajó la cabeza.
—Se lo prometo por el sol de Asterfell.
Salieron finalmente del canal, y la luz del sol bañó el navío. Ariadna quedó muda al ver lo que había más adelante.
El mercado de Velyria se extendía sobre colinas empedradas, lleno de casas de techos amarillos, barcos de distintos tamaños y colores, gritos lejanos de vendedores y música improvisada. Era cálido, vivo, vibrante. Todo lo que ella jamás había podido ver o tocar.
El guardia que Sir Elion había dejado a bordo señaló una zona cercana a las posadas.
—Ese es su lugar asignado.
Los hombres maniobraron el barco con habilidad, arrojaron el ancla y prepararon las tablas para descender.
Ariadna observaba en silencio, con el corazón latiendo como un redoble de tambor.
Iba a pisar tierra firme.
Iba a entrar a un mercado.
Iba a ver el mundo.
Y por primera vez… iba a hacerlo no como una niña agonizante, sino como una princesa con una segunda oportunidad.
El barco quedó firme en el muelle, bamboleándose apenas con el vaivén de las olas. Cuando la madera finalmente dejó de crujir, Ariadna sintió como si el mundo entero se detuviera un instante para esperarla. Los guerreros ajustaron las cuerdas, revisaron el casco y se acomodaron en fila a la expectativa de las órdenes del mago y del líder asignado. Todos parecían agitados y controlados al mismo tiempo, como bestias entrenadas para un propósito mayor.
Rhydan secó el sudor de su frente con el antebrazo, dejando que el viento le despeinara un poco el cabello rubio cenizo. Aunque intentaba mostrar compostura, Ariadna notó un destello incómodo en su mirada, como si algo lo estuviera mortificando desde antes.