—Mi señora… —dijo él, pero se detuvo al notar que Sevrin levantaba la mano, pidiendo la atención de todos los presentes.
—Caballeros, guerreros, suelten las armas y reúnanse —ordenó el mago con voz firme.
Los hombres obedecieron con rapidez, algunos más disciplinados que otros. Los caballeros del capitán Voren Kaelis se movieron como un solo organismo, mientras que los guerreros salvajes de Kaelrik Draven avanzaron con pasos ruidosos, chocando hombros entre sí y sonriendo de manera desafiante.
Ariadna, todavía pequeña en medio de esos cuerpos gigantescos, los observaba con una mezcla de curiosidad y cautela. Le resultaba imposible olvidar lo frágil que había sido su cuerpo anterior: cada choque, cada empujón, cada caída hubiese significado un riesgo real para ella. Ahora, aunque era pequeña, su alma se sentía compacta, tensa, dispuesta a no retroceder ante nada ni nadie.
Los hombres terminaron de reunirse, y entonces Sevrin habló:
—Nos quedaremos en Velyria por unas horas para abastecernos de comida, agua, medicinas y materiales mágicos. El conde Vaelmir ha asignado esta zona del muelle para nosotros, así que no se alejen demasiado.
Un murmullo colectivo los recorrió.
—Cualquier problema, cualquier inconveniente, cualquier idiotez que hagan, será reportado al rey dragón —añadió Sevrin, logrando que más de uno se tensara.
Ariadna estaba segura de que varios tragaban saliva al escuchar el nombre de Lorian Drakenhart. Incluso si no estuviera allí, su presencia era una sombra constante.
Pero pronto, la niña volvió su mirada hacia Rhydan, cuya incomodidad inicial parecía crecer. Las dos facciones (caballeros y salvajes) no se mezclaban ni, aunque alguien los empujara con magia. Se quedaban separados, como líneas en el mar.
Era evidente que la tensión entre ambos grupos era antigua. Y Ariadna no estaba dispuesta a ignorarla.
—¿Por qué haces esa cara? —preguntó la niña, sus ojos violetas fijos en Rhydan.
Los demás hombres intercambiaron miradas incómodas. Ninguno deseaba responder a esa pregunta… hasta que uno de los caballeros, bajo la presión silenciosa de su princesa, habló:
—Segundo sol… —comenzó con respetuosa cautela—. Rhydan es joven… demasiado joven para liderar a veinte hombres. Muchos de nosotros respondemos a órdenes del capitán Voren Kaelis, no del capitán Kaelrik. Y...
—No ha sido eso lo que pregunté —lo interrumpió Ariadna con voz suave pero firme—. He preguntado por qué haces esa cara, Rhydan.
El joven guerrero abrió ligeramente la boca, sorprendido. Sus ojos color miel se movieron nerviosos hacia los caballeros, luego hacia Sevrin, luego regresaron a la niña.
—Mi señora… —dijo con honestidad—. No me escuchan. No importa lo que diga, ellos solo obedecen a Sev… al mago Sevrin, y no a mí.
Ariadna inclinó la cabeza, como si estuviera analizando una pieza defectuosa en un mecanismo.
—Pero tú eres el capitán que eligió el rey dragón, ¿no?
Rhydan asintió, todavía inseguro.
—¿Y todos aquí juran lealtad al rey dragón? —preguntó la niña, mirando a los caballeros.
—Por supuesto —respondieron varios, casi al unísono.
—Entonces —dijo ella, con tono completamente lógico—, si él escogió a Rhydan, ustedes deben obedecerlo.
Los caballeros se quedaron en silencio. Y Ariadna sabía perfectamente que ese silencio era igual al que escuchaba cuando alguien la subestimaba en su vida pasada.
—Caballero —señaló a uno de ellos—. ¿Cree usted que soy demasiado tonta para entender esto?
El hombre palideció.
Sevrin abrió mucho los ojos. “Esa niña me va a matar a todos antes de que lleguemos a Aerion”, pensó.
—¡No, mi señora! Jamás pensaría algo así.
—Entonces —sonrió Ariadna, inclinando un poco la cabeza—, obedezca al capitán Rhydan.
Los caballeros se apresuraron a asentir. Incluso los guerreros salvajes se cruzaron de brazos, satisfechos con que la princesa hubiera impuesto orden.
Rhydan parpadeó dos veces, casi sin creerlo. No entendía cómo una niña de nueve años podía lograr lo que los hombres no conseguirían ni a gritos.
Ella simplemente lo miró y dijo:
—Eres el capitán. Compórtate como tal.
Rhydan se enderezó, una chispa de orgullo encendiéndose en sus ojos.
—¡Sí, mi señora!
Y entonces, casi como si el destino quisiera premiar su repentina valentía, el sol brilló más fuerte sobre él… o al menos así lo sintieron los guerreros salvajes, que aplaudieron entre risas.
Ariadna, sin embargo, ya había vuelto su atención a otra cosa: Kairo.
El gato ardilla estaba sentado sobre el borde del barco, observando el bullicio del pueblo con las orejas erguidas. Su cola doble se movía de un lado al otro, inquieto por la nueva energía del ambiente.
La niña se acercó y lo alzó con esfuerzo. Kairo era grande, casi tan pesado como un perro mediano.
—No te acerques tanto al borde —le llamó la atención, como si el animal fuese capaz de caer por distracción.
Kairo apoyó su enorme cabeza en su hombro, ronroneando con un sonido más grave que el de un gato normal. Sevrin observó la escena, maravillado. Era surreal ver a una criatura salvaje y poderosa comportarse como un peluche mimoso.
—Lo cuida usted muy bien, mi señora —comentó.
Ariadna no lo miró.
—Kairo no es un objeto. No se vende. No se negocia. No se presta —añadió con una claridad que terminó rompiendo el corazón del mago, porque las palabras eran un golpe directo contra su falta de respeto anterior.
Sevrin tragó saliva.
—Lo sé. Y lo respeto.
Andra observó a su pequeña señora con orgullo. Cada día que pasaba, Ariadna demostraba ser alguien imposible de ignorar.
Cuando por fin estuvieron listos, los hombres se alinearon frente a las escaleras del barco, esperando bajar a Velyria. Sin embargo, Rhydan se volvió hacia Ariadna.
—Mi señora… ¿se siente lista para descender? La madera puede ser resbalosa.
Ariadna dio un paso adelante. Su capa se movió con un leve susurro y Kairo caminó pegado a su pierna, vigilante.
—Estoy lista —respondió.
Rhydan ofreció su mano por cortesía, pero la niña lo miró con esa mezcla de inocencia y firmeza que se había vuelto su sello personal.
—Puedo sola.
Y sí. Podía. Descendió con pasos pequeños pero seguros. Sevrin y Andra la siguieron, y después lo hicieron los guerreros y caballeros.
El muelle de Velyria estaba vivo. Hombres descargaban cajas de mercancía; mujeres extendían telas y especias sobre mantas coloridas; niños corrían entre los pescadores; y las gaviotas gritaban desde los tejados.
Ariadna absorbió cada sonido como si fuera música.
Era la primera vez en su existencia —la anterior y la nueva— que veía tantas personas juntas, respirando, moviéndose, riendo. La escena la abrumó, pero también la llenó de una emoción cálida.
—Mi señora —dijo Andra, inclinándose hacia ella—, ¿desea comprar algo en particular?
Ariadna no dudó.
—Dulces.
La joven sirvienta rió suavemente.
—Muy bien. Buscaremos dulces.
Los ojos de Sevrin brillaron.
—También necesitaremos ingredientes mágicos, armas pequeñas, medicinas y—
—Dulces primero —repitió Ariadna sin mirarlo.
—Sí, mi señora —dijo él, resignado.
Kairo avanzó trotando como si entendiera la misión. Ariadna lo siguió, maravillándose con todo lo que la rodeaba:
Telas de colores colgando en puestos como banderas en el viento.
Cestos de frutas de formas extrañas, con aromas dulces y ácidos.
Criaturas pequeñas en jaulas: aves de plumas azules, reptiles de dos colas, conejos con orejas enormes.
Puestos humeantes donde cocinaban carnes sazonadas.
Y todo el mundo parecía gritar al mismo tiempo.
—¡Pescado fresco! ¡Recién atrapado!
—¡Hierbas medicinales, más baratas que en la capital!
—¡Dulces de miel, dulces de frutas, dulces de marfil!
Ariadna se detuvo de golpe.
—¿Dulces de miel? —susurró.
—Sí, allí —Andra señaló un puesto pequeño con manteles dorados y vasijas brillantes—. ¿Desea ir?
La niña asintió. Mientras avanzaban, Rhydan mantenía una distancia prudente, y los demás guerreros se dispersaban ligeramente para abarcar un perímetro seguro.
Una mujer mayor, de cabello gris y sonrisa amable, los recibió.
—Bienvenidos, pequeñitos. ¿Qué puedo ofrecerles hoy?
Ariadna se asomó sobre el borde del mostrador. Había dulces de varias formas: redondos, alargados, en espiral, cubiertos de azúcar, otros de colores intensos.
—¿Qué es ese? —preguntó, señalando uno color ámbar.
—Miel pura con pétalos de luz —respondió la mujer—. Muy dulce y muy suave para la garganta.
Ariadna se quedó inmóvil. Su corazón dio un vuelco extraño.
En su vida anterior, la miel era un lujo que su cuerpo enfermo casi no podía tolerar. Recordó la última Navidad, la noche en la que murió: su madre intentando que comiera un pequeño ponquecito de miel.
Sintió un nudo en la garganta.
—Quiero ese —dijo, casi en un susurro.
La mujer le dio uno. Ariadna lo sostuvo con las dos manos. El dulce brillaba bajo la luz del sol. Lo acercó a los labios y lo probó.
El mundo se detuvo.
El sabor era cálido. Suave. De alguna manera, le sabía a hogar.
Andra notó cómo los ojos violetas de la niña se iluminaban lentamente.
—¿Le gusta, mi señora? —susurró.
Ariadna asintió, con la voz atrapada en algún punto profundo de su pecho.
—Mucho…
Kairo, sintiendo la emoción de su ama, se subió a su regazo y frotó su cabeza contra la mano de ella.
Entonces, una voz desconocida los interrumpió:
—Mi señora… ese animal es magnífico. ¿Estaría interesada en venderlo?
Ariadna volteó, fría como hielo.
Era un hombre de ropas elegantes: probablemente un mercader o un noble local.
—No —respondió ella.
—Pagaré lo que pida.
—No.
—Podría ofrecerle alojamiento, vestidos, joyas—
Ariadna lo miró como si fuera una piedra en el camino.
—Kairo no se vende.
El hombre abrió la boca para insistir.
Error.
Kairo gruñó con un sonido bajo, vibrante, y el suelo alrededor de Ariadna se estremeció apenas: una señal de que sus dones elementales respondían a sus emociones.
La gente cercana retrocedió.
—Creo que debería retirarse —sugirió Sevrin con voz tensa.
El hombre se apresuró a alejarse.
Ariadna volvió a mirar su dulce, tranquila como si nada hubiera pasado.
Volvieron a caminar entre los puestos. Ariadna disfrutaba cada paso, cada aroma nuevo, cada voz desconocida. Se sentía viva. Se sentía libre.
Y de pronto, mientras observaba un puesto de pequeñas figuritas talladas en piedra, Rhydan se acercó con cautela.
—Mi señora… debo pedirle algo.
Ella lo miró con curiosidad.
—Cuando regresemos al barco, ¿podría…? —se aclaró la garganta—. ¿Podría decirles a los caballeros que soy apto para liderarlos?
Ariadna ladeó la cabeza.
—Ya lo hice.
Rhydan parpadeó. Se ruborizó. Luego sonrió de una forma tímida y genuina.
—Gracias… mi señora. No sabe lo que significa para mí.
Ariadna observó esa sonrisa con un leve asombro. Nunca nadie había sonreído así por algo que ella hubiese dicho o hecho.
Era… extraño.
Pero agradable.
Kairo ronroneó, como aprobando el momento.
Ariadna, sin darse cuenta, también sonrió.
La tarde avanzó. Compraron comida, hierbas medicinales, especias, rollos de tela, aceites, lámparas, pergaminos y dos cuchillos pequeños que Sevrin insistió en llevar “por seguridad”.
Pero lo más importante era esto:
Ariadna había caminado sin miedo.
Había elegido qué comprar.
Había probado comida real.
Había visto el mundo desde la perspectiva de alguien vivo.
Cuando llegaron nuevamente al muelle, la niña se detuvo de golpe y miró hacia el horizonte, donde el sol comenzaba a teñir el cielo de naranja y rosa.
—Es hermoso… —susurró.
Andra le acarició el cabello con ternura.
—Lo es, mi señora.
Entonces, Kairo se sentó a su lado y apoyó su enorme cola doble sobre sus pies, calentándolos.
Ariadna lo abrazó.
Y por primera vez desde su muerte…
se sintió en paz.