Julian se sentó. El teléfono estaba frío en su bolsillo, pero la información ardía en su mente. Todas las cuentas de Abietti, a nombre de Agustina. No era un error. Era un robo perfectamente ejecutado, meses antes de la muerte de su padre. La mujer sentada frente a él no era lo que él pensó quién era; era una ladrona. La de parte de su herencia.
Agustina lo miraba con esa calma perturbadora.
—¿Todo bien, Julian? —preguntó, y él notó un ligero brillo en sus ojos. Ella sabía que él sabía.
Julian tomó un sorbo de vino. El sabor era amargo.
—Perfecto. Mi Consigliere en Milán estaba revisando las cuentas de Abietti. Es un laberinto, por supuesto. Nuestro padre era un paranoico —dijo Julian, manteniendo la voz baja.
—Lo sé. Siempre pensé que el dinero lo hacía sentir seguro —dijo Agustina, con una sonrisa ligera.
—Lo hacía sentir seguro. Pero ahora, tres de las cuentas principales están vacías. Y no vacías por un negocio. Vacías por una transferencia.
El tenedor de Agustina se detuvo a medio camino. Ella lo miró directamente. La calma no se rompió, pero la tensión era palpable.
—¿Y de qué estás hablando, Julian?
Julian su voz era un susurro gélido, pero cargado de algo más que rabia.
—Estoy hablando de trescientos millones de euros, Agustina. Transferidos hace tres meses. A tu nombre, la señora Agustina Josefina Santini, ni siquiera estuviste casada con Abietti.
La sonrisa de Agustina se ensanchó. No era una sonrisa de miedo, sino de una pequeña orgullo, trató de taparse la boca para no perder el glamour.
—Abietti era un hombre viejo y cruel, lo lamento, era tu padre y mi novio, pero yo era su adorno. No su esposa. Él me dio joyas, por supuesto, las más caras —dijo Agustina. Sus ojos brillaban—. Yo tomé el poder que él me negaba. Él me enseñó a jugar. Y yo jugué mejor, obviamente no vivió para contarlo, pero no soy una asesina.
Entonces fue allí, que después de muchos años de dolor para Julian, por fin se rió a carcajadas.
Julian sintió una risa estrangulada en su garganta. No una risa enojada. Estaba excitado. Su propia furia contra Abietti era tan grande que la audacia de Agustina le parecía una obra de arte, su Monalisa de Da Vinci. Ella no solo lo había engañado; había humillado al fantasma de su padre de una manera que Julian nunca pudo.
—Un trabajo limpio —dijo Julian, su voz era grave.
—El mejor. Nunca sospechó. ¿No te parece fascinante? —preguntó Agustina, con un tono de desafío coqueto.
—Me parece increíblemente peligroso —dijo Julian.
Él se levantó y tiró un fajo de billetes sobre la mesa.
—Vámonos. Ahora.
El pequeño apartamento napolitano era ruidoso, pero la intensidad de Julian era más ruidosa que las calles. Julian la acorraló contra la pared. No para golpearla, sino para poseerla por su descaro.
—Eres una traidora. Una ladrona —gruñó Julian, pero su aliento era caliente en su oído.
—Y tú no puedes castigarme. Porque te gusto así —replicó Agustina, enlazando sus brazos alrededor de su cuello.
Julian la besó con una brutalidad que superaba la de la noche anterior. Este no era un beso de necesidad, sino de admiración destructiva, algo bastante gracioso. Ella tenía el valor que él nunca tuvo, y cuando pudo jdr a Abietti, lo hizo sin remordimiento alguno, por su parte ella, veía en Julián como si fuera aquel hombre que le compró la pintura que tanto le costó pintar, y la puso en su cuarto con admiración.
La ropa voló. Julian la alzó. El acto fue rápido, una descarga eléctrica de poder y complicidad. Ella se había robado su herencia, y a él, en lugar de reprenderla, le parecía la cosa más excitante que había hecho en años. Era la confirmación de que su alianza era única, era una sociedad de ladrones y mentirosos.
Julian la penetró con mucho entusiasmo, parecían dos quinceañeros perdiendo la virginidad al mismo tiempo, ella besaba su cuello y apretaba su cadera en contra de ella, como si le dijera sin palabras que quería más fuerte.
Julián eyaculó dentro de ella, después del orgasmo, había smn y ropa por todos lados.
Cuando terminaron, cayeron exhaustos sobre el colchón. La desconfianza era un fuego que no se apagaba.
—¿Esas cuentas? ¿Están seguras? —preguntó Julian, sin soltarla.
—Están donde nadie las encontrará. ¿Tienes miedo de que te deje sin nada? —dijo Agustina.
—No tengo miedo de nada que puedas hacer, Agustina. Tengo miedo de lo que tú me obligas a hacer.
Julian se levantó y se vistió. La urgencia había vuelto. El microfilm estaba sobre la mesa.
—Las cuentas son tuyas. Pero el asesinato es mío. Y no voy a dejar que el cargamento de Abietti se pierda —dijo Julian, tomando el microfilm.
Agustina se acercó, envuelta en una sábana. Ella era una visión de poder desnudo.
—Tenemos la Capilla de la Santa Sangre. Mañana vamos allí.
Julian insertó el microfilm una última vez, buscando algún detalle que se les hubiera pasado por alto. La imagen del yate apareció de nuevo.
—Espera —dijo Julian, sintiendo un escalofrío. En la popa del yate, había un detalle pns visible, grabado en una insignia. No era un símbolo de mafia.
Amplió la imagen. Era un emblema familiar, un lirio rodeado de hojas de olivo. Era el emblema de los Conti, la antigua Famiglia de Nápoles.
—El lirio —susurró Agustina, reconociendo el símbolo.
—Es el emblema de la familia de mi abuela. La madre de Abietti —dijo Julian, la voz tensa—. Ella era una Conti.
Agustina se acercó.
—Abietti se casó con la hermana de un Conti. Murió joven. Todos pensaban que la familia se había extinguido —dijo Agustina, recordando viejos rumores.
Julian negó con la cabeza.
—No se extinguió. Se escondió. Abietti traicionó a alguien mucho más antiguo y poderoso que nosotros dos. Esto no es un simple cargamento, Agustina. Es un ajuste de cuentas familiar de hace décadas.
La conspiración acababa de volverse mucho más oscura. Y el destino de la "llave" ahora era un encuentro con el pasado de Abietti.
El aire en el pequeño apartamento de Nápoles se había enfriado. El sx se había desvanecido, dejando solo la cruda realidad del microfilm y el emblema del lirio. El lirio rodeado de olivo: los Conti.
Julian se acercó al mapa de Nápoles que había desplegado. Su mirada estaba fija, la rabia de hace un momento se había transformado en un enfoque gélido.
—La madre de Abietti era una Conti —dijo Julian, su voz era un murmullo—. Una familia antigua. Mucho más que los Vermilion. Pero Abietti traicionó a los Conti para construir su imperio en Venecia.
—¿Traicionó cómo? —preguntó, ajustándome la sábana. La traición era la moneda de este gente, pero necesitaba la detalles.
—Los Conti no trafican con substancias ilícitas ni armas. Solo con arte. Arte robado, piezas históricas. Cuando Abietti llegó a Venecia, usó la conexión de su madre. Robó una pieza central de los Conti, la vendió a un comprador en Estambul y usó ese dinero para fundar Vermilion Holdings.
Yo sentí un escalofrío. Abietti no solo había robado dinero, había robado su legado. El crimen era de honor.
—El cargamento de Nápoles —dije, señalando el microfilm—. No son estupefacientes. Es una pieza de arte. Los Conti la recuperaron.
—O la van a recuperar —corrigió Julian.
Abietti no solo le robó a su propia familia. Los Conti tenían una deuda de sangre que nunca cobraron. Después del robo, el jefe Conti, el tío de Abietti, murió de un ataque al corazón. Todos supimos que fue un golpe de honor.
—Entonces, ¿el asesinato de Abietti fue un ajuste de cuentas de hace treinta años? —pregunté.
—Exacto. Y si los Conti están moviendo un yate de Nápoles a Marsella, como indican los recibos, no es para recuperar la pieza robada, Agustina. Es para intercambiarla —dijo Julian, sus ojos oscuros me perforaron—. Están haciendo un trato con un comprador. Y Abietti lo descubrió. Por eso el microfilm.
—Abietti te dejó la pista para que detuvieras el trato, no para que encontraras a su asesino —dije, entendiendo la maniobra. Abietti, hasta el final, solo pensaba en su poder.
—Me dejó la llave para que me ocupara de la deuda. Si los Conti cierran ese trato con la pieza robada, los Vermilion quedan desacreditados. Nos van a sacar del juego. La muerte de mi padre es el final de su venganza.
Julian se acercó a mí, su mirada no dejaba dudas sobre el peligro.
—Lo que Nicolás vio en el traje, el 'cargo' de asesinato, es una distracción. El juego real es que los Conti nos están usando como chivo expiatorio para cerrar su negocio. Necesitamos saber qué pieza es y dónde la van a mover.
Julian no había olvidado el temor de la laguna mental, pero la conspiración familiar era más urgente. Por primera vez, entendí que mi robo de las cuentas bancarias era una travesura de niño comparado con la traición de Abietti.
—Si vamos a esa Capilla de la Santa Sangre —dije, sintiendo la adrenalina—, estamos entrando en la guarida de la familia de tu abuela. No van a preguntar. Van a disparar.
—No vamos a ir a preguntar —dijo Julian, con una sonrisa fría que pns tocó sus labios—. Vamos a interrumpir. Y por el camino, vamos a averiguar si eres tan buena en la lealtad como lo eres en la traición.
Julian no necesitaba mi respuesta. Me empujó contra la pared. El beso que siguió no era de sexo, sino de poder. Un recordatorio de que, aunque yo fuera una ladrona, él era el Don, y ahora, los dos éramos el objetivo de una antigua deuda de sangre. O así pensamos...