Cap 6: Llaves.

2012 Words
Los pechos de Agustina rebotaban con intensidad delante de Julián, habían parado la lancha en un sitio donde nadie aliviaron la tensión. En medio de donde nadie escuchará sus gemidos, decidieron sucumbir ante su lascivia. Julián levantó a Agustina y la puso sobre una silla, mirando al estribor, y se hizo sx oral a ella. Tocó su clít*r mientras metía su lengua en su orificio. Agustina se dedicó a acariciar su cabello ondulado y n***o solo para guiarlo a complacerla. Exploró con saliva cada rincón de su v****a, hasta que Agustina deseó de su duro pene. Se pusieron en posición de misionero, y la penetró con ahínco, sonando su abdomen con el suyo, aplaudiendo con sus cuerpos hasta el él eyaculó en sus senos. —Tienes la mala costumbre de ensuciarme los senos, Julián. —Cállate, te traeré toallas húmedas. Ella sólo se rió de él, ya que no duró mucho en venirse. El regreso al Palazzo fue silencioso. Julian condujo la lancha a toda velocidad, la rabia de la acusación de Nicolás y la frustración de no recordar la noche del asesinato aún hirviendo en él. Yo no intenté hablar. Había ganado mi jugada: Julian me necesitaba más que nunca. Fuimos directo al estudio de Abietti. Julian encendió una pequeña lámpara de lectura, arrojando sombras largas y oscuras. El microfilm, la “llave” que Nicolás había guardado en el pozo, estaba sobre la mesa, un cilindro minúsculo y sucio. —Necesitamos un proyector —dije, mirando el cilindro. —Abietti usaba uno antiguo, escondido en la biblioteca. Siempre pensó que la tecnología moderna era demasiado riesgosa —Julian fue a un estante de libros, presionó un punto débil. Un panel se deslizó, revelando una pequeña caja fuerte. Mientras Julian trabajaba en la combinación, yo no pude evitar observar. Su perfil era duro, el miedo a la hora perdida era palpable. Él me había besado con la boca de un asesino potencial, y yo lo había devuelto con la boca de la viuda ambiciosa. —¿Aún crees que te estoy usando? —pregunté, rompiendo el silencio, sin rodeos. Julian no me miró. —Todos se usan en esta casa, Agustina. La pregunta es, ¿qué precio?. —El precio es el trono. Y la tuya —dije, refiriéndome a su cabeza. Julian se rió, un sonido seco y amargo. Abrió la caja. Dentro no solo estaba el proyector, sino también una pequeña botella de cristal, sellada con cera roja. —El veneno —susurró Julian, su mano se detuvo a centímetros del cristal. La botella estaba vacía. Abietti había guardado la evidencia del arma en su propia caja fuerte. Una trampa psicológica final. Julian sacó el viejo proyector y lo instaló. El microfilm entró con un clic. La pared se llenó de imágenes granuladas. No eran cuentas bancarias, ni nombres de sicarios. Eran fotografías y recibos. —¿Qué demonios es esto? —Julian se inclinó, su frustración era casi dolorosa. Las primeras imágenes eran de un gran yate, atracado en un puerto pequeño y ruinoso en Nápoles. Luego, venían recibos de un astillero local y un registro de envío codificado. —El cargamento de Nápoles —dije. La siguiente imagen era una fotografía de un hombre con barba, con la cabeza rapada, saliendo de un almacén. —¿Quién es? —preguntó Julian. —No lo sé. Pero mira el recibo junto a su cara. No es un nombre de la Famiglia —dije. El recibo estaba dirigido a una empresa de fachada en Marsella—. Es un contacto de Nápoles que Abietti no quería que nadie conociera. Julian se enderezó. Sus ojos brillaban con un enfoque frío. El miedo había sido reemplazado por la caza. —Abietti fue envenenado por el dinero, por traicionar a alguien en este trato. El microfilm es su coartada. Si algo le pasaba, quería que supiéramos a quién culpar. —Pero, ¿por qué esconder el nombre de Nicolás? —pregunté. Julian señaló la última imagen. Era un dibujo hecho a mano, infantil, con crayones, pegado al recibo del yate. Era una versión burda de la Capilla de la Santa Sangre. —Nicolás siempre fue bueno dibujando. No le dio la llave. Le dio un mapa. Este hombre de Nápoles está conectado con la Santa Sangre. Y Nicolás lo dibujó porque es la única cosa que no olvidaría. El microfilm se apagó. El silencio del estudio era ensordecedor. La pista no estaba en Venecia; estaba en Nápoles. —Tenemos que irnos —dijo Julian, su voz era grave y urgente. —Si vamos, Baldi y Narciso sabrán que hemos encontrado la "llave." Van a asumir que la hemos usado para escapar con el dinero —advertí. —Exacto. Eso es lo que queremos. Que piensen que nos hemos robado el cargamento. La única forma de que el verdadero asesino revele su identidad es si piensa que hemos ganado. Julian me miró. Su mirada era pura orden. La pasión de la noche anterior había cimentado su control sobre mí. —Prepara una maleta pequeña. No llevaremos nada que nos conecte con Venecia. Nos iremos en dos horas. —¿Y Nicolás? ¿Lo dejamos aquí? —pregunté. —Nicolás hizo su trabajo. Si lo dejamos, Narciso y Baldi lo buscarán aquí. Si lo llevamos, es un testigo que puede hablar. Lo dejamos. Es lo único que podemos hacer —dijo Julian. Su frialdad era una pared. —Entonces estamos huyendo —dije. —No. Estamos cazando. Y por el camino, Agustina, vamos a averiguar si de verdad me estás usando. Julian se acercó. No me tocó. Solo me miró con una intensidad que era la promesa de más peligro. Yo no tenía opciones. —Dos horas —dije, y me levanté. El juego de Venecia había terminado. Ahora ya comenzó en Nápoles. Nápoles nos golpeó con su ruido, con su gente. Era cruda, ruidosa y viva, un contraste violento con la quietud de Venecia. Julian había alquilado un apartamento sencillo en el corazón del Quartieri Spagnoli, usando una identidad falsa, todo olía a muerte, a mentiras y a lascivia, pero también a café cerrero. —Parece que estamos en un nido de ratas, Julian. —dije, mirando el laberinto de ropa tendida. —Las ratas son más honestas que la Famiglia. Y más difíciles de matar —replicó Julian, sin mirarme. Agustina soltó una ruidosa carcajada. —Eres demasiado serio, diviértete, o Abietti te golpeará con su cinturón de cuero barato. Julián quedó en shock, pero estaba aguantando las ganas de reírse, la risa de Agustina era pegajosa. Nuestra primera misión no era el microfilm. Era la identidad. No podíamos seguir usando la ropa de alta costura veneciana. Necesitábamos desaparecer en el lujo silencioso de Nápoles. Fuimos al Chiaia, al barrio de las boutiques y al juego. Él era posesivo, yo era frívola. En la primera sastrería, Julian se probó un traje gris oscuro, ligero, cortado con precisión napolitana. —No —dije, mirándolo en el espejo—. El color te apaga. Necesitas oscuridad. —Me estás diciendo que no te gusta el gris —dijo Julian, con una ceja arqueada. —Te estoy diciendo que el Don no se esconde en el gris. Se esconde en el n***o. Pero con un corte que grite que no tienes que probar nada. Julian no discutió. Sus ojos se encontraron con los míos en el reflejo. Había una conexión brutal en ese momento. Una comprensión tácita de la estética del poder que ninguno de los dos había compartido con nadie más. Él eligió el traje n***o de inmediato. —Te cubres demasiado —señaló Julian. —Lo que llevo debajo sea un secreto que solo tú conozcas —dije, refiriéndome a las marcas de la noche anterior. Era una provocación, un recordatorio. Salimos de la tienda. El acto de gastar, de elegirse mutuamente el traje, había aliviado la tensión. Por primera vez en días, no éramos conspiradores. Éramos dos depredadores compartiendo un territorio de caza. Mientras caminábamos por la Via Toledo, probando café y bocados de pizza fritta, la distancia entre nosotros se acortó. El contacto era constante, accidental, necesario. No había dulzura. Solo la sensación de saber que el otro era el único escudo contra el mundo. Agustina era una compañera eficiente. Su mente era tan rápida como la mía para analizar rostros. —Mira —susurró, señalando una cafetería—, ese hombre. El anillo en el meñique. Diseño antiguo de Palermo. No es de aquí. —Un observador —confirmó Julian. El sentido de la caza nos unía. Al pasar por una pequeña plaza, un hombre canoso y elegante, vestido con un lino claro, nos interceptó. —Julian ¿Eres el primogénito de Abietti Vermilion, ¿verdad? Y su... ¿Eres Agustina. Qué sorpresa verlos tan pronto. El funeral debió ser agotador. Julian se detuvo. Era Salvatore Giordano, un viejo socio de Abietti, conocido por su influencia en el puerto de Nápoles. —Salvatore. Estamos aquí por un asunto familiar, la herencia —dijo Julian, manteniendo el tono neutral. Agustina se acercó a Julian, poniendo su mano en el brazo de él. No era un gesto de cariño. Era un gesto de propiedad. Ella estaba usando el miedo de Salvatore. —Abietti era un hombre de costumbres. Me pregunto si les habló de la Capilla de la Santa Sangre. Solía hacer negocios allí en el pasado. Cosas que no debían tocar el puerto —dijo Salvatore, mirando directamente a Agustina, intentando descifrar su rol. —Abietti nos dejó todo muy claro. Incluyendo los viejos negocios, Salvatore —dijo Agustina, su voz firme, dejando implícito que sabía todo sobre el microfilm. Salvatore sonrió, un destello frío. —No es Venecia. Aquí la traición tiene un precio más rápido. El encuentro fue breve. El recuerdo del peligro disolvió cualquier noción de “paseo romántico”. La complicidad que habíamos creado no era amor; era una trinchera compartida. Esa noche, cenamos en un restaurante de mariscos con vista al Vesubio. La comida era fresca, pero el ambiente era tenso. —Abietti era un cobarde —dijo Agustina, bebiendo su vino. —¿Por qué?.. —Porque te ordenó casarte conmigo. Quería que tu miedo fuera tu condena. Sabía que tú y yo éramos demasiado volátiles para estar juntos. —O que éramos la única combinación que funcionaría —replicó Julian. Él la miró. Había admiración y rabia. Habían compartido el peligro, la intimidad brutal, el plan. Y, sin embargo, la desconfianza era un muro de hielo. Justo entonces, el celular de Julian vibró. Era un número encriptado que solo usaba su Consigliere en Milán. Julian se levantó y se alejó. —Julian. Te llamo por lo que dejó Abietti —la voz al otro lado era tensa y formal. —Encontré una pista. El microfilm. Está relacionado con Nápoles. —Olvida eso por ahora. La abrimos. Las cuentas. Abietti tenía tres cuentas principales en Suiza, todas bajo nombre de Abietti. Julian se sintió un escalofrío. —¿Y bien? —Las tres cuentas están a nombre de una sola persona, Julian. La abogada de Abietti hizo la transferencia final hace tres meses. —¿Quién?... ... Hubo un silencio al otro lado de la línea. —Están todas a nombre de Agustina Josefina Santini. Ella es la única beneficiaria del dinero que pensábamos heredar. La sangre de Julian se heló. Su visión se enfocó en Agustina, sentada a la mesa, su rostro iluminado por la luz de la vela. El vestido de seda cruda, el perfil sereno. La mujer que había compartido su cama, su secreto, y ahora, su trono. La mujer que había ganado. Julian colgó el teléfono. Regresó a la mesa y se sentó, su rostro era una máscara. —¿Todo bien, Julian? —preguntó Agustina, con una calma perturbadora. —Perfecto —dijo Julian, recogiendo su copa. Sus ojos estaban fijos en los de ella, llenos de una sospecha total y absoluta. La conexión, la complicidad, el riesgo... todo era una mentira—. El juego se acabó, Agustina.
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