Julián ha pasado toda su vida en el palazzo sintiéndose extranjero. De hecho La madre de su hermano menor, Nicolás, era una mujer fría que solo veía la línea de sangr€. Ella lo toleraba, pero lo miraba con esa misma fijeza que luego vería en Abietti, como si le faltara algo, como si fuera un engranaje mal ajustado.
Recordaba una cena. Tendría unos seis años. Él estaba jugando solo. De repente, la furia lo invadió porque un sirviente había movido sus juguetes. El recuerdo era borroso, pero recordaba el grito que no era suyo y el plato de porcelana roto.
Su madrastra en aquel entonces no lo castigó, lo estudió, analizó su comportamiento tan inusual.
—Julian, eres... peculiar. Necesitas disciplina. Te pierdes en ti mismo.– Reafirmaba.
A los nueve años, el nacimiento de Nicolás fue un alivio y una condena. Nicolás era un bebé pequeño, llorón y asustadizo, tan inadaptado como Julián, pero sin la mafia. Nicolás se convirtió en el blanc0 de las burlas de Abietti. Mientras Julián recibía el desprecio frío por ser “peculiar,” Nicolás recibía el desprecio abierto por ser “débil.”
Julian nunca protegió a Nicolás. Él se distanciaba. La crueldad de su padre con Nicolás era una distracción, un alivio temporal para Julian, que no tenía que ser el único centro de la humillación. Pero la culpa siempre se quedaba. Por eso, Julian sabía exactamente cómo y dónde se escondería Nicolás, en los rincones que Abietti consideraba demasiado bajos para la Famiglia.
—¿Dónde buscarás al hijo que Abietti despreció.— la pregunta de Agustina me sacó del recuerdo.
—Donde Abietti nunca lo buscaría. No en un banco, no en un casino —dije, ajustándome el abrigo. Habíamos salido del Palazzo en silencio, de noche, sin chofer. El secretismo era parte del Plan — Nicolás siempre se sintió seguro en lo sucio. Un búcaro abandonado cerca del Arsenal. Solía ir de niño, cuando su madre lo dejaba solo.
Agustina no preguntó por la “antigua madrastra.” Era inteligente. No quería salir nada del pasado problemático de Abietti.
Nuestra lancha cortó las aguas oscuras del Gran Canal. La cercanía en el pequeño bote era un problema. Después de la noche en mi habitación, la tensión no se había ido, solo se había transformado en algo más peligroso. Éramos dos conspiradores obligados a compartir el mismo oxígeno.
—Nicolás no es estúpido. Si Abietti le dio una “llave” antes de morir, él la habrá escondido —dije, sintiendo su mirada en la oscuridad.
—Lo que me preocupa no es la llave. Es por qué Abietti te ordenó casarte conmigo —Agustina tocó el punto. Su voz era plana, sin emoción, pero llena de intención—. ¿Qué vio él en esto, Julian?.
—Nos condenó a los dos. Vio el caos que podemos causar. Y nos condenó a gobernar juntos —mentí. Yo sabía que la orden venía de un lugar más oscuro, del mismo resentimiento que me había enseñado a desearla.
Llegamos a un canal estrecho, mal iluminado. Las casas se cernían sobre nosotros. Un muelle de piedra resbaladizo.
—Aquí. El bàcaro “El Bocado del Diablo” —señalé.
Saltamos a tierra. El aire olía a moho y a sal vieja. Caminamos pegados a las paredes.
—Si Nicolás tiene miedo, va a estar armad0 —advirtió Agustina.
—No. Nicolás nunca tuvo estómago para las arm*s. Pero estará paranoico —dijo Julian—. Yo lo conocía. Él era el niño asustado que yo nunca había protegido.
La entrada al bàcaro era una puerta de madera astillada. Julian entró primero, la linterna de su celular iluminando el interior. Mesas rotas, botellas vacías, y un olor agrio.
—Nicolás —llamó Julian. Su era la del hermano que no había visto en años.
Una sombra se movió detrás de la barra. Nicolás estaba allí, acurrucado, sucio, con los ojos de un animal acorralado. Tenía una navaja de bolsillo en la mano.
—¡Aléjate, Julian! —gritó Nicolás, la voz rota.
—Soy yo, Nicolás. Solo queremos hablar. Abietti fué envenenado. Sabemos que te dejó algo. La llave.
Nicolás miró a Agustina. El miedo se duplicó.
—¡Ella! ¡Agustina! No confíes en ella, Julian. Ella... ella siempre estuvo allí. Ella sabe.
Julian sintió el punzada de rabia. — ¿Sabe qué?.
—No te hagas el tonto. ¡Sé que te despertaste tarde esa mañana, Julian. Y sé dónde dejaste el traje. ¡Sé que te perdiste!
La acusación de Nicolás, aunque caótica, golpeó directamente en la laguna de Julian. El golpe del bàcaro se hizo denso. Agustina observaba la escena, la verdad latiendo entre los hermanos.
—¿Sabe qué, Nicolás? Habla claro. —exigió Julián, dando un paso más. La mención de Agustina por parte de Nicolás activó una rabia fría y protectora en Julian.
—No te hagas el tonto. ¡Ella siempre quiso que te quedaras! Y tú... ¡sé que te despertaste tarde esa mañana, Julian. ¡Temblaba. Dejó caer la navaja—. ¡Y sé dónde dejaste el traje!.
Julian se congeló. La acusación, la ausencia, Le estaba dando voz a la laguna que había temido durante años. La hora perdida. El apagón.
Agustina permaneció en silencio a mi lado. Su rostro era ilegible en la penumbra.
—¿Qué traje, Nicolás? —preguntó Julian, forzando la calma, aunque su corazón golpeaba en su pecho.
—El azul oscur0. El que papá te obligó a ponerte en Milán. ¡Lo vi en la lavandería, Julian! No lo recuerdas, ¿verdad? Siempre te pierdes. Y el traje estaba manchado. Tenía que ser sangre.
La confesión caótica de Nicolás golpeó a Julian en el pecho. No había duda en su voz, Nicolás creía que Julian, su propio hermano mayor había matado a su padre.
Julian no le dio tiempo a pensar. La verdad, aunque confusa, era demasiado peligrosa. Si Nicolás creía esto, podría ir a Baldi, a Narciso, a cualquiera.
En un movimiento rápido y brutal, Julian saltó la barra. Su mano agarró a Nicolás por el cuello y lo estampó contra la pared. El golpe fue seco. Nicolás gimió.
—¡Cállate! —siseó Julian, la rabia desatada. Esta no era la rabia del Don, era la rabia del miedo y la culpa.
—¡Julian! ¡No te metas! —ordenó Agustina, dando un paso sin soltar a su hermano. Miró a Nicolás, sintiendo una mezcla de asco y compasión—. ¿Dónde está la llave que Abietti te dio?. ¡DÓNDE!
—En... Está cerca —sollozó Nicolás, aterrorizado—. Donde nadie mira. ¡El pozo!
Julian lo soltó. Nicolás cayó al suelo, tosiendo y sollozando.
—Agustina, quédate con él. No lo dejes ir —ordenó Julian.
Julian buscó a tientas detrás del bàcaro, encontrando una vieja reja de metal mohosa que conducía a un viejo pozo de drenaje. Bajó la linterna. El fondo estaba lleno de agua estancada y basura. Buscó frenéticamente, hundiendo la mano en el agua fría.
Encontró un pequeño cilindro metálico. No era una llave. Era un microfilm. La llave.
Julian regresó. Nicolás estaba acurrucado, y Agustina lo miraba con una expresión que Julian no podía descifrar.
La lancha zarpó del muelle. El silencio era diferente ahora. Estaba lleno de la verdad que Nicolás había gritado.
Julian sintió el impulso de mirar el microfilm. Pero el recuerdo de la acusación de Nicolás lo devoraba. El traje azul. Manchado. La hora perdida.
Julian condujo la lancha a toda velocidad por el canal. Su mente trabajaba, fría y calculadora, intentando encajar la laguna. No podía ser. No podía ser él. Pero si Nicolás creía que sí, ¿cuánto creería el resto de la Famiglia?.
Miró a Agustina. Su rostro estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Ella había escuchado la acusación. Ella había visto la rabia incontrolable con la que golpeó a su propio hermano. Y ella no había parpadeado.
Julian detuvo la lancha en un muelle oscuro, bajo un puente. El motor se apagó. El silencio era total.
—Lo que Nicolás dijo... —comenzó Julian.
—Nicolás está roto. Estaba asustado. Solo dijo lo que creía —dijo Agustina, con voz serena.
—¿Y tú? ¿Qué crees, Agustina? —preguntó Julian, girándose hacia ella. Sus ojos estaban fijos en los de ella.
—Creo que tenemos un microfilm que puede derrocar a esta Famiglia. Y creo que tú eres el único lo suficientemente fuerte para gobernarla.
La respuesta era perfecta. Demasiado perfecta. Era la respuesta de la jugadora.
Julian sintió un frío que no tenía nada que ver con el agua. Ella lo había visto desmoronarse. Ella había visto la brutalidad con la que trató a Nicolás. Y en lugar de huir, se había quedado y le había dado la respuesta que él necesitaba oír.
Sus pensamientos fueron un golpe frío, Agustina quería el poder. Si Julian resultaba ser el asesin0, ella no lo traicionaría. Lo usaría, Lo controlaría.
Julian acercó su rostro al de ella, su respiración agitada, Era una amenaza.
—Si descubro que me estás usando para encubrir la verdad, Agustina, juro que lo que Nicolás vio en el traje no será nada comparado con lo que verás tú —siseó Julian.
Ella no se inmutó. Lo miró directamente a los ojos, y la tensión s****l regresó, cruda y peligrosa, mezclada con la desconfianza total.
—Entonces no pierdas el tiempo. Abre la llave, Julian. Y averigua si vale la pena desconfiar de mí.