El Anhelo
Campamento del Norte - Tienda del General Vodrak - Madrugada
La tienda estaba sumida en penumbra, apenas iluminada por la lámpara de aceite sobre el escritorio. Afuera, el viento arrastraba el eco lejano de los vigías cambiando turno, el crujido de los mástiles de las banderas y el lejano ulular de una criatura en el bosque. Dentro, solo el rasgar constante de una pluma sobre el papel.
Viktor estaba inclinado sobre su cuaderno de cuero n***o, el que siempre guardaba bajo llave. Sus dedos, enguantados a medias, sostenían la pluma con firmeza, pero la tinta parecía más pesada esa noche. La vela lanzaba sombras sobre su rostro, acentuando las ojeras bajo sus ojos, el ceño constantemente fruncido incluso cuando nadie lo miraba.
«Entrada 1472. Cuarto ciclo del mes del aliento. Medianoche.
Ha pasado una semana desde que partió al sur con Adelheid y Aldren. Sé lo que recolectan. Sé lo que enfrenta. Me lo han reportado con precisión… pero no necesito informes. La siento.
Cada vez más.
El vínculo se vuelve más profundo, más nítido. Hay noches en que el aire cambia y mi pecho se aprieta, como si su angustia pasara a través del viento. Otras veces… otras veces, solo hay calor. Presencia. Como si su alma se posara en el borde de mi conciencia para recordarme que aún está aquí.
¿Debería decirle?
Debería confesarle lo que significa ser consorte de un Vodrak, lo que realmente es la Sangre del Viento. No solo una unión política. No solo un lazo mágico de necesidad. Es alma. Es destino.
Un Vodrak no elige. Mentí al decir que era mi elección.
Lo reconoce.
Y yo la reconocí el día en que la vi en el palacio, tan brillante y hermosa y me decidí a blindarla el día que volvió de entre los muertos con la mirada vacía y los labios manchados de verdad.
Desde entonces, ha sido como respirar después de años bajo el agua. Y, sin embargo…
No se lo he dicho.
No le he contado que la sangre del viento no solo amplifica nuestros emociones… los fusiona. Que una vez unidos, ningún otro podrá tocarnos sin que el alma se resienta. Que, si yo muero, una parte de ella también lo hará.
Y no porque el lazo la obligue.
Sino porque ya lo hizo.
Ya me eligió. Me reconoció. Solo que aún no lo sabe.
Tengo miedo. No de perderla. He vivido pérdidas mayores.
Tengo miedo de que, al saberlo, se aleje.
Que su libertad se sienta amenazada. Que lo que ahora nos une - esa complicidad, esa calma que ella me ofrece cuando todo arde - se vuelva una jaula.
Y aún así, anhelo decírselo.
Porque cuando sonríe, cuando me observa en silencio al montar, al leer, al callar... siento que podría mirarme y ver más que al general, más que al monstruo de la frontera.
Podría ver al hombre.
Al hombre que ha esperado toda su vida tener un hogar.
Y que, por primera vez, lo encontró en alguien más.
En ella.
En su risa que parece viento nuevo.
En sus dudas que son más honestas que cualquier promesa.
En esa forma en que se atreve a no amarme todavía. Porque lo que tuvimos con otros… fue otra cosa. Más torpe. Más urgente.
Esto es algo más profundo.
Como raíces.
Como destino.
Dioses del aire, denme el coraje para esperar.
Para protegerla sin sofocarla.
Para amarla incluso si nunca me corresponde con la misma intensidad.
Pero, si algún día me mira y lo comprende…
Si algún día dice mi nombre con la verdad de ese vínculo en los labios…
Entonces, que la tierra tiemble.
Porque no habrá fuerza en este mundo que me separe de ella.
Mi hermosa edelweiss.
Viktor dejó caer la pluma, exhalando. Cerró el cuaderno con un clic de la hebilla metálica y apoyó la frente en su mano. El fuego parpadeó una última vez. Luego, se apagó.
La noche lo envolvió. Pero su alma seguía encendida, vibrando con un nombre que no podía borrar ni en sueños.
Isabella.
Casa de paso en los arrabales - Tercera madrugada de recolección
El silencio era espeso. Las calles, tras la violencia de las revueltas, yacían dormidas en una quietud quebradiza, como si la ciudad aún sangrara en sus grietas. En la habitación del primer piso, Isabella dormitaba envuelta en una manta raída que aún olía a humo y hojas secas. Aldren roncaba en la sala. Adelheid había sellado las puertas con símbolos de contención.
Pero ella no podía dormir del todo.
Había cerrado los ojos. Su cuerpo estaba exhausto. Y, sin embargo, en algún rincón de su alma, algo palpitaba. Como un susurro. Como un murmullo de viento que no venía del norte ni del este… sino de muy lejos. Y, al mismo tiempo, de dentro de sí misma.
Soñaba.
O eso creía.
El suelo bajo sus pies era piedra húmeda. Un bosque oscuro la rodeaba, pero no le temía. El cielo estaba cubierto de nubes pálidas y un cuervo vigilaba desde lo alto. Lo conocía. Como si ese cuervo hubiera volado antes por su ventana. O dormido a los pies de su cama.
Y entonces lo vio.
Él.
De espaldas, sentado ante una lámpara. Su silueta, reconocible incluso entre sombras. Esa espalda tensa. La nuca ligeramente inclinada al escribir. El gesto que hacía al mover los dedos para sacudirse la tinta… Viktor.
Isabella quiso hablar, pero no pudo. No había sonido. Solo la sensación de que su pecho era demasiado estrecho para lo que sentía. Anhelo. Cierto dolor. Cierta certeza.
El general no la veía. Pero escribía. Y con cada palabra que su pluma deslizaba sobre el papel, su alma vibraba dentro de ella como una cuerda que se tensa. El viento cambió. La envolvió con la calidez de un abrazo que no era físico, pero la cubría igual que el manto más íntimo.
Y en su mano, sin saber cómo, apareció una pluma.
De plata. Con las puntas relucientes.
La pluma que él le había dado, una vez, cuando estaba rota y sola.
Su símbolo de permanencia.
Mi hermosa Edelweiss, decía una voz en el viento.
Su voz.
El sueño se disolvió lentamente, como niebla. Isabella parpadeó en la oscuridad de la habitación. No sabía qué hora era, pero su corazón latía con fuerza, como si acabara de correr por todo el valle.
Llevó una mano al pecho.
El lazo.
No podía explicarlo. No podía nombrarlo.
Pero algo estaba allí.
Más allá del contrato. Más allá de la sangre.
Vivo.
Se sentó en el camastro, mirando hacia la ventana rota. Un rayo de luna se colaba a través de la g****a del tejado.
¿Qué eres para mí, Viktor?
No era una pregunta simple.
Tampoco la respuesta lo sería.
Pero por primera vez… no sentía tanto miedo.
Solo una esperanza.