Te Extraño
Montañas, norte de Iliria
El campamento era un refugio precario en medio del caos. Carpas dispersas, soldados exhaustos y un aire cargado de humo y miedo. Viktor se encontraba en su tienda, sentado en un taburete, con el rostro cubierto de suciedad y la ropa arrugada por días sin descanso. Sus ojos, aunque cansados, todavía mantenían esa chispa indomable, pero la fatiga era evidente.
Markel entró sin hacer ruido, con un vial pequeño en la mano, brillante bajo la tenue luz de una lámpara de aceite.
- Señor, debe beber esto. - dijo con voz firme.
Viktor levantó la mirada y negó con la cabeza.
- No quiero vomitar, Markel. - respondió, con un hilo de voz ronco - No puedo beber de nadie más. Mi estómago no lo aguanta más de unas horas y luego me sentiré peor.
Markel se acercó, con preocupación evidente en sus ojos.
- No ha comido en casi un mes, Viktor. Aunque seas sangre pura, esto te está debilitando. Si sigues así, serás un riesgo para todos.
- No. - insistió Viktor - No voy a hacerlo.
El silencio se instaló entre ellos, pesado, como una barrera que ninguno se atrevía a romper. Entonces, Markel desató el cordón que sujetaba el vial y la pequeña nota que venía amarrada a él. La desplegó y la colocó frente a Viktor, quien frunció el ceño al reconocer la letra delicada y familiar.
“Bébela. Es mía.”
La simple frase tenía un peso que ninguna orden podría igualar. Viktor cerró los ojos, el conflicto interno reflejado en su rostro endurecido. Finalmente, tomó el vial, sus dedos temblorosos y lo alzó lentamente a sus labios.
El líquido frío y amargo resbaló por su garganta y por un instante, Viktor sintió un estremecimiento que le recorrió el cuerpo. Su respiración se hizo más profunda, pero el cansancio no desapareció de inmediato. Se recostó contra la tela de la tienda, con los ojos cerrados, tratando de concentrarse en la calidez que comenzaba a extenderse desde su pecho.
Pasaron unos minutos y, de repente, un calor intenso se apoderó de sus venas, como si la sangre volviera a latir con fuerza renovada. Sus músculos, entumecidos y rígidos por la fatiga, parecieron despertar, respondiendo a una energía que solo la sangre de Isabella podía alimentar.
Un jadeo escapó de sus labios cuando el subidón lo sacudió con fuerza inesperada y tuvo que apoyarse con ambas manos sobre sus rodillas para no perder el equilibrio. El sabor de Isabella, mezclado con esa esencia única que solo su sangre tenía, lo envolvía y, contra todo pronóstico, lo calmaba.
Viktor aún sentía el ardor recorriéndole el cuerpo, pero su mente se despejaba poco a poco. Pasó el dorso de la mano por sus labios, cerrando los ojos mientras el sabor persistía en su boca. Se recostó de nuevo, aún temblando ligeramente y entonces habló con voz ronca:
- ¿Cómo la conseguiste?
Markel dudó un instante antes de responder. Se arrodilló junto al catre, con el vial vacío aún entre sus dedos.
- La duquesa vio a mi padre... cuando preparaba los viales de Lord Tharion. - admitió - La señora ha estado preparando los suyos también. Varios. Los conserva con hierbas específicas... unas que evitan la coagulación y mantienen su esencia viva más tiempo. Adelheid le enseñó.
Viktor lo miró desde las sombras de su mirada hundida. Sus ojos, enrojecidos por el cansancio, brillaron con algo más que agotamiento.
- ¿Lo sabías?
- No. Me enteré cuando Adelheid me entregó la caja con ellos cuando nos marchamos. - Markel hizo una pausa y bajó la voz - Es su manera. No necesita órdenes para cuidar a los suyos.
El general cerró los ojos de nuevo, una arruga de dolor cruzándole la frente. Se llevó una mano al rostro, cubriéndose los ojos. Su voz, cuando habló, era apenas un murmullo.
- Es como si quisiera dejarme... Preparando mi partida.
- No. - interrumpió Markel con firmeza, como si esa idea le pareciera una ofensa - No está renunciando. Es lo contrario.
Viktor giró lentamente el rostro hacia él.
- ¿Lo contrario?
- Recuerda cómo llegó a la villa, Viktor. Apenas respiraba, con la piel pálida y el pulso débil porque tú no querías presionarla a beber. Porque tú aguantaste la sed de beber de ella. Ella lo supo. Y se preocupó. No dijo nada, pero estaba asustada. Por ti. Por lo que eras capaz de hacer por protegerla.
Markel dejó el vial sobre la mesa improvisada junto a la cama y se levantó.
- Esto no es una despedida. Es su forma de protegerte ahora que no puede estar a tu lado. Y de recordarte... que sigue ahí. Que es tuya y tú eres de ella.
Viktor bajó la vista. La tensión en sus hombros se aflojó apenas un poco. Una exhalación profunda escapó de su pecho.
- Bébela. Es mía. - repitió en voz baja, casi con reverencia.
Y por primera vez en semanas, el temblor en sus manos desapareció.
Markel lo observó atento, consciente del precio que Viktor pagaría después al ir en la vanguardia de las tropas, pero sin perder la esperanza.
- No te preocupes, - susurró Viktor, abriendo los ojos lentamente - No será fácil, pero... es necesario.
Una sombra de determinación cruzó su mirada, mientras se enderezaba con esfuerzo.
- Gracias, mi pequeña edelweiss. - murmuró para sí - Por ser la única que puede sostenerme cuando ya no puedo más.
Markel observó en silencio, esperando que el gesto fuera el primero de una recuperación que todos necesitaban.
Calles bajas de Rellstadt - Distrito sur - Medianoche
La ciudad estaba en silencio, pero no era paz. Era esa calma opresiva que queda tras la tormenta. Los disturbios habían estallado dos días antes y, aunque la guardia controló los accesos al centro, en los barrios externos aún se veían los restos del enfrentamiento. Cristales rotos, olor a hollín, sangre seca sobre los adoquines.
Isabella caminaba entre sombras, la capa oscura ceñida al cuerpo, los pasos casi inaudibles mientras sus sentidos se mantenían agudos, extendidos. Adelheid iba delante, ágil, sujeta a un mapa trazado con precisión. Aldren les seguía con las bolsas de cuero a la espalda, mirando con cautela a los callejones oscuros.
- ¿Cuántos puntos quedan? - murmuró Isabella sin alzar la voz.
- Dos más. - respondió Adelheid, deteniéndose en una esquina - El carnicero del callejón de las grúas nos avisó de un establo colapsado. Y después, el puerto. Las ratas del mercado dicen que hay restos de bestias de carga en las bodegas.
Isabella tragó saliva. Aún no se acostumbraba a esta parte del trabajo. Cuando se había unido a Viktor y su clan, no imaginó que el abastecimiento de sangre fuera tan estratégico como cualquier batalla. Con las rutas cerradas por la guerra, habían recurrido a fuentes alternativas… animales heridos, carniceros aliados, incluso mataderos clandestinos. Nada podía desperdiciarse. No cuando cada gota servía para sanar, fortalecer o crear reservas que podrían salvar vidas.
Giraron hacia el callejón y la pestilencia llegó antes que la escena. Un caballo yacía a medio camino entre dos muros, respirando con dificultad. Tenía una herida profunda en el flanco, probablemente causado por una viga caída. Otros dos yacían más allá, uno ya sin vida. Aldren se acercó en silencio.
- Está vivo. No mucho tiempo. Puedo extraer lo necesario sin causarle más dolor. - dijo, con esa frialdad de quien ya ha hecho esto demasiadas veces.
Isabella no respondió. Se agachó a su lado, colocó una mano sobre el cuello del animal y cerró los ojos.
Sintió el eco de su sufrimiento. La confusión. El miedo. Pero también una calma que fue creciendo cuando su energía la envolvió. Su sangre del viento la conectaba con los seres vivientes de un modo que aún le costaba controlar. El aire tembló levemente a su alrededor y un aura azul pálido la envolvió mientras el caballo exhalaba, más tranquilo. Sus habilidades lo mantenían en paz mientras Aldren recogía la sangre en un cuenco preparado.
- Nunca lo entenderé. - murmuró Adelheid, observándola con atención - ¿Cómo puedes calmar así a una criatura rota?
Isabella no respondió al principio. Luego, cuando el caballo finalmente expiró sin dolor, murmuró:
- Porque siento el viento dentro de ellos… sus pensamientos fragmentados. Si escucho con cuidado, puedo mostrarles que no están solos. Y eso basta.
Siguieron en silencio.
En el puerto, el aire era denso, cargado con el olor de madera podrida y sal. Las fogatas que se habían encendido durante la revuelta aún tiznaban las paredes. Isabella caminó entre cajas derribadas y redes rotas hasta encontrar al segundo objetivo: una mula herida bajo un toldo, jadeando.
- Tres guardias cruzando la esquina. - susurró Adelheid. Se detuvo al verlos - Están armados.
- ¿De los nuestros?
- No. De los que desertaron durante los saqueos. Buscan sobornos. O carne.
Isabella asintió. Dio un paso hacia adelante. El viento comenzó a levantarse a su alrededor, girando como si respondiera a un llamado secreto.
- No intervengan. - ordenó.
La sombra de su figura se alargó cuando emergió de la penumbra, y el aire se volvió más denso, cargado de estática. Los tres hombres la vieron acercarse sola y uno sonrió de forma lasciva. El segundo apenas alzó su arma.
- ¿Qué tenemos aquí? Una noble extraviada. - dijo uno.
Pero Isabella no se detuvo. Levantó una mano y el viento sopló con fuerza, proyectando una ráfaga invisible que los obligó a retroceder.
- Dije que no intervengan. - repitió. Su voz no era humana del todo. Era como un eco, profunda, con una vibración que se sentía en los huesos.
Los hombres se miraron entre sí. Y huyeron.
Cuando volvió con los otros, Adelheid le ofreció una media sonrisa.
- Eso… fue nuevo.
- Estoy aprendiendo a no tener miedo. - dijo Isabella y sus ojos brillaban, no de poder, sino de decisión.
Recolectaron la sangre restante. En total, cuatro frascos de esencia útil para los alquimistas del ducado. Pero más allá del recurso, lo que Isabella había enfrentado esa noche eran las cicatrices de un pueblo. La crudeza de la necesidad. Y el precio del poder.
Cuando regresaron a la mansión, el cielo comenzaba a teñirse de azul.
Aldren cerró las bolsas y murmuró:
- Con esto podríamos abastecer una semana de entrenamiento sin consumir las reservas. Buen trabajo.
Isabella no dijo nada. Solo alzó el rostro al viento matutino, dejando que le acariciara la piel, como si el mundo intentara recordarle que aún había belleza después del horror.
- Hay que aprender a mirar. - dijo en voz baja - Incluso cuando duele.
Adelheid asintió. No dijo nada más.
Y las tres figuras se perdieron entre la bruma del amanecer, envueltas en la sombra y el deber de quienes aún creen que vale la pena proteger algo en un mundo que sangra.