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1721 Words
La Presentación De La Duquesa Vodrak Palacio Imperial de Hofburg - Salón de Mármol Las puertas dobles se abrieron con un crujido sordo, y el mayordomo anunció con voz firme: - Su Excelencia, el duque Viktor Vodrak y su esposa, la duquesa Elira Vodrak. Los ojos se volvieron hacia la entrada de inmediato. Oficiales, nobles de alto rango y miembros del círculo íntimo de la corte formaban una media luna discreta en torno al emperador. Y aunque aquella audiencia había sido definida como privada, la curiosidad se palpaba como un perfume fuerte: la nueva duquesa había despertado murmullos incluso antes de llegar. Isabella avanzó junto a Viktor con paso firme y medido. El vestido de tono ciruela oscuro que había elegido realzaba el mármol blanco del salón, mientras que los detalles plateados en el corpiño acentuaban su estatura y porte. No llevaba joyas excesivas, salvo un fino broche en forma de lirio en el hombro izquierdo, símbolo silencioso de respeto a la flor imperial austríaca. Su cabello, recogido en un moño bajo trenzado, dejaba al descubierto el perfil anguloso y pálido que ningún cosmético podía disimular del todo. Cada paso le exigía concentración. No por temor a tropezar o hablar, sino por los latidos. Los latidos humanos. Lentos. Rápidos. Nerviosos. Vibrantes. Las venas de los cortesanos eran como hilos luminosos para sus sentidos: sus cuellos, sus muñecas, sus pulsos bajo la piel. Pero no se dejó arrastrar. Inspiró profundamente el aroma de cera, perfume, almidón y sangre… y lo confinó como quien domestica un fuego. Fernando I, sentado en un amplio sillón ornamentado con respaldo de terciopelo burdeos, observaba con una expresión apacible, aunque sus ojos parecían seguir la escena con un leve retardo. A su lado, con porte erguido y manos entrelazadas, el príncipe Metternich la observaba con una sonrisa que no alcanzaba los ojos. Viktor se tensó sutilmente a su lado, pero no dijo nada. - Vuestra Majestad. - dijo Viktor, inclinándose - Como solicitó, le presento a mi esposa, Elira Vodrak. Isabella hizo una reverencia elegante, sin exagerar el gesto. - Es un honor, Majestad. Me alegra poder conocerlo en persona al fin. - dijo en un alemán correcto, con su tono claro y una cadencia levemente melódica. Fernando la miró con una sonrisa suave. Tenía las mejillas ligeramente hundidas y la frente húmeda. A pesar de su traje regio, su cuerpo temblaba con leves espasmos involuntarios. - Viktor… Viktor… tienes una esposa muy bonita. ¿Dijiste que… que era inglesa? Antes de que Viktor pudiera responder, Isabella habló, bajando un poco el tono de voz. - Soy hija de padres austriacos, Majestad. Mi infancia transcurrió entre Londres y Baden por mi educación. Mis primeras palabras fueron en alemán, aunque mi acento aún no es perfecto. Fernando soltó una pequeña risa nasal. - Muy bien… muy bien… eso está bien. Isabella notó cómo algunos oficiales intercambiaban miradas sutiles. Su respuesta había sido estudiada cuidadosamente y había dado fruto. El hecho de que hablara alemán y que reconociera sus orígenes austríacos, era una señal política. - Espero… espero que no le incomode Viena. - murmuró el emperador, frunciendo ligeramente el ceño. - Al contrario, Majestad. - dijo Isabella, manteniendo su sonrisa con esfuerzo - He encontrado en esta ciudad más acogida de la que jamás hubiera imaginado. Sintió el peso de la mirada de Metternich. No se movió, pero su presencia era como un anzuelo detrás de la lengua. Viktor mantenía el rostro impasible, pero su mano, descansando junto a ella, la rozó levemente. Un ancla sutil. - Pronto habrá un baile. - dijo Fernando con lentitud - Quiero que vengas… que todos te vean. Eres parte de la familia imperial, ahora. ¿Verdad, Viktor? - Por supuesto, Majestad. - respondió él con una inclinación - Prepararemos todo para ese día. Isabella no respondió de inmediato. Observó el rostro del emperador, luego el de Metternich, y finalmente el de Viktor. No podía decir que estaba lista, pero sí sabía que no podía permitirse flaquear. - Será un honor asistir, Majestad. - dijo con voz clara y luego, con una sonrisa discreta - Aunque espero que mis pasos de vals no sean juzgados con severidad. Fernando rio otra vez, esta vez más genuino y se giró a sus asistentes. - Una mujer con humor. Me gusta eso. Viktor, me alegra que… que estés feliz. La tensión se alivió apenas un poco. Las miradas ajenas seguían siendo inquisitivas, pero Isabella había logrado su primer reto: estar en un salón lleno de humanos… sin perderse a sí misma. Cuando fueron invitados a retirarse, Isabella mantuvo la cabeza en alto hasta cruzar la puerta. Solo entonces, sintió cómo el pulso de Viktor se aceleraba bajo su guante, como si apenas ahora él permitiera a su cuerpo soltar la tensión acumulada. - ¿Lo hice bien? - susurró ella, mientras avanzaban por el pasillo. Viktor soltó un leve bufido. - Excelente, cariño. Ni los no convertidos logran controlarse como lo hiciste. Estoy orgulloso de ti. Isabella sonrió, sabiendo que ese era el mayor elogio que podía recibir. Viena - 6 de diciembre - Mañana de Nikolaustag El cielo amaneció cubierto de nubes espesas, como un dosel gris que presagiaba nieve, pero sin viento. El aire olía a leña, especias y promesas antiguas. En los patios del palacio Vodrak, criados y jardineros corrían con ramas de abeto, lazos dorados y candelabros de hierro forjado. Las festividades habían comenzado. Adelheid ajustó el cuello de su capa con una elegancia contenida antes de subir al carruaje. - He preparado la lista de invitados, duquesa. - dijo, entregando el pergamino a Isabella - Solo falta vuestra aprobación. Isabella lo leyó rápidamente. Apellidos nobles de Viena, familias antiguas y algunas casas jóvenes asociadas a los Vodrak. Los niños serían mayoría en la apertura del abeto. Sonrió, pensando en el pequeño árbol en la esquina del jardín, ahora decorado con cintas, esferas y faroles para encender al anochecer. - Haz los envíos, por favor. Y asegúrate de que los paquetes para los niños estén preparados con nombres. - Como ordene, mi señora. - respondió Adelheid con una reverencia - Volveré antes del mediodía. Y… los veré en el desfile, ¿cierto? - Sí. - respondió Isabella, mientras Viktor entraba al vestíbulo abotonándose los guantes de cuero - El duque insiste en que debo verlo con mis propios ojos. - Con razón. - dijo la dama con una sonrisa y un brillo nostálgico - Es un espectáculo que une a esta ciudad. La Plaza frente a la Iglesia de San Miguel - Viena Isabella bajó del carruaje sostenida por Viktor, envuelta en un abrigo largo de terciopelo azul noche con ribetes plateados. Bajo él, llevaba un vestido de lana abotonado hasta el cuello y una bufanda de punto que Adelheid había elegido para cubrir su garganta con delicadeza. Un sombrero ladeado y guantes completaban el conjunto. Su piel, ya pálida de por sí, parecía una escultura de marfil bajo la luz difusa del cielo. La plaza estaba llena de niños, vendedores y música. El sonido de una campana lejana marcó el inicio del desfile. Desde la entrada lateral del templo, comenzaron a emerger las figuras centrales. San Nicolás caminaba con paso solemne, vestido con una túnica blanca bordada en oro, mitra sobre la cabeza, báculo en mano. Su barba blanca y larga le confería una presencia imponente y benigna. A su lado, como su sombra, Knecht Ruprecht, con una túnica oscura, gorro puntiagudo y rostro ennegrecido con hollín, arrastraba un saco grande a la espalda. En una mano, llevaba un manojo de varas de abedul pintadas de dorado. Los niños se alborotaban. Algunos reían, otros se escondían tras las faldas de sus madres cuando Ruprecht se acercaba. San Nicolás entregaba manzanas, nueces, pequeños dulces envueltos en papel brillante. Un grupo de músicos tocaba villancicos con violines y flautas desde una esquina. - ¿No es demasiado teatral? - murmuró Isabella, aún fascinada. - Los niños lo adoran. - respondió Viktor, llevándola suavemente hacia un punto más cercano al desfile - Hay una sabiduría antigua en estas tradiciones. El bien, el mal, la recompensa y la corrección… Aunque el castigo es simbólico, claro. Nadie toca a los niños. - Pero temen igual. - dijo Isabella, observando a un niño de rizos rubios que soltó un sollozo contenido al ver acercarse a Ruprecht. - Temor y admiración suelen caminar de la mano. - dijo Viktor con voz baja - Como cuando te vi por primera vez en el salón del palacio. Isabella lo miró de reojo con una sonrisa apenas contenida. - ¿Y yo era San Nicolás o Knecht Ruprecht? - Eras ambos. Un ángel con ojos que podrían arrastrar al pecado. - susurró, inclinándose a su oído - Y mírame ahora, encantado de que me condenaras. La joven rio con un suspiro blanco que se deshizo en el aire helado. Al avanzar un poco más, Isabella se detuvo. San Nicolás se había detenido frente a una niña de unos seis años, que sostenía un dibujo arrugado en las manos. El anciano la miró, la escuchó sin prisas y luego, con un gesto lento, sacó una bolsita roja con cintas y se la entregó. La pequeña lo abrazó sin miedo. - ¿Crees que algún día…? - comenzó Isabella, sin terminar. Viktor la miró en silencio. Entendía la pregunta que no necesitaba formularse. Un hijo. Una familia. La escena frente a ellos, tan humana, tan cotidiana, tocaba una cuerda que ella aún no sabía si podía afinar del todo. - Quizá. Cuando estés lista. - dijo él, sin promesas pero sin negación - Esta ciudad cambia a quienes se quedan. Y tú… tú ya has comenzado a dejar tu marca. Isabella se volvió a él. Sus ojos, de un gris claro debido al cambio hoy más profundo que nunca, brillaban no por la sangre, sino por la esperanza. - ¿Podemos quedarnos un poco más? - preguntó ella, mientras comenzaban a caer copos de nieve, tímidos y pequeños. - Claro. - respondió Viktor, tomándola del brazo - El desfile apenas comienza. Y allí, entre los sonidos del invierno, las risas de los niños, la música antigua y los copos que empezaban a cubrir los tejados de Viena, Isabella sonrió con la certeza de que esa Navidad sería la primera de muchas.
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