|Oleg Ferraro|
Apesto a sangre. Regreso a mi suite después de masacrar en la sala de torturas a las ratas que se atrevieron a traicionarme.
Pensaba darme un baño y luego desaparecerme en algún búnker, desahogarme con cualquier mujer, aunque sé que, en cada una, la veré a "ella". Pero para mi maldita suerte, mi padre está en la habitación cuando llego. Está sentado, cruzado de piernas en el sofá, fumando un Burley y mirando mis ropas salpicadas de sangre.
«Se suponía que estabas en Palermo.»
—¿Qué demonios quieres? —gruño, yendo al armario por ropa limpia—. Nadie me informó de tu llegada.
—Vine sin avisar —responde, soltando una nube de humo—. Lo que tengo que decirte no es algo que se hable por teléfono.
—Déjate de rodeos y ve al grano —saco un traje. Nada va a arruinar mi noche.
—Rurik aceptó el trato —me detengo en seco, lo miro—, pero ha puesto condiciones.
Frunzo el ceño. Esto no pinta bien.
—Habla —exijo.
—Nos facilitan el acceso a los puertos de Hamburgo o Bremen para mover droga y armas. Incluso podríamos abrir mercado en Europa del Sur —me observa un segundo antes de soltar la bomba—. Pero quieren seguridad.
—Somos gente de palabra.
—No confían —exhala, frustrado—. Exigen un pacto de lealtad... a través de un matrimonio con su hija menor.
Tenso la mandíbula. Eso sí que no. Puedo aceptar tratos con su organización porque el negocio nos beneficia, pero cruzar la línea a algo tan personal como el matrimonio es inaceptable.
—Ni hablar —gruño entre dientes—. Los negocios son una cosa, esa idiotez que propones es otra.
—Oleg —advierte—, necesitamos a los alemanes. Sin ellos, no obtendremos los puertos ni expandiremos nuestra mercancía al mercado central.
—¿Quieres que me case con la hija del asesino de los padres de Loreley? —replico, furioso—. Entiendo nuestra posición, pero no confío en los Hartmann, no después de lo que le hicieron a los Vitale.
—Eso no tiene nada que ver con nosotros.
—Eran nuestros amigos.
—Sabes bien que en la mafia no existe algo llamado amistad, Oleg. Están muertos, nuestros negocios siguen en pie. ¿Vas a anteponer sentimientos tan insignificantes a la organización?.
No puedo. Para los Ferraro, la familia y los negocios siempre son lo primero. Pero hay un límite. Los Hartmann no son enemigos de mi padre, él ha hecho fortuna con el contrabando que le facilitan. Sin embargo, conmigo la cosa es distinta. Ellos son los responsables de la caída de la familia Vitale, amigos íntimos de mi difunta madre y padres de Loreley, mi mejor amiga de la infancia.
Casarme con la hija de los Hartmann sería traicionar la memoria de mi madre y la amistad que tengo con Loreley. Ambas sufrieron por culpa de esa familia. Mi padre solo vela por sus propios intereses; para él, los alemanes son aliados indispensables. La amistad del pasado ya no tiene valor, porque los muertos están enterrados, pero el dinero sigue fluyendo.
—No vine aquí a pedir tu consentimiento, Oleg, sabes que no soy de esos —dice mientras se levanta—. No dejes que sentimientos inútiles se interpongan en tu camino. Nuestro imperio no se construyó con lágrimas de mujer.
Me pone una mano en el hombro mientras exhala el humo de su Burley.
—Mañana volvemos a Palermo —declara—. Termina todos tus asuntos esta noche. Los Hartmann quieren una respuesta inmediata.
Sale de la habitación, dejándome con los puños apretados a ambos lados del cuerpo. Soy el jefe de la mafia italiana, el que da las órdenes, pero mi padre es quien realmente gobierna. Negarme a esta alianza que estabilizará nuestra organización con los alemanes sería darle la espalda a mi propia familia.
No me queda más opción que aceptar, aunque sea en contra de mi voluntad.
Saco el teléfono del saco y marco a Igor, mi mano derecha. Contesta al primer tono.
—Prepara todo —le ordeno, cortante—. Volvemos a Palermo.
Lanzo el teléfono con rabia sobre la cama y me meto al baño. Maldita sea, me arruinaron la noche. En nuestros negocios siempre hay sacrificios, y yo soy el que termina pagando el precio más alto.
«Casarme». En mi jodida vida pensé en algo tan estúpido como eso. Los Ferraro no se casan por amor, lo hacen por conveniencia. Mi padre nunca amó a mi madre; a ella la vendieron como parte de un tratado entre mafias. Siempre fue infeliz, pero a nadie le importó. Las mujeres no son nada en nuestro mundo.
Yo soy diferente. Solo me importa una persona: Loreley. Ha estado conmigo desde hace mucho tiempo. Me hice cargo de ella cuando sus padres murieron, y sigo cuidándola. Confía ciegamente en mí, y ahora, con esta noticia, sé que la voy a destrozar. A mi padre no le importa ella, ni nada de lo que haga a menos que no sea estorbar, por eso la protejo, incluso de él.
Ahora siento que las traiciono a ambas: a mi madre, que era como una hermana para la madre de Loreley, y a Loreley misma. ¿Por qué diablos tenían que imponer el matrimonio?.
Salgo del baño después de una ducha de agua fría. Me envuelvo una toalla en la cintura y recojo el teléfono que tiré antes. Hay un mensaje de Loreley que respondo de inmediato, avisándole que vuelvo mañana.
Debe sentirse sola en casa, siempre estoy trabajando, pero lo entiende. Solo me tiene a mí y no se queja ni arma escenas por eso.
Le pregunto cómo está y me contesta con un: "Te extraño."
Eso me saca una sonrisa. A veces me siento como un maldito enfermo porque la deseo como mujer, pero ella no ayuda a disipar esos pensamientos. Quizá no lo sabe, o tal vez no se da cuenta de que la miro de otra forma, porque para ella soy solo un amigo, un hermano. Pero yo no la veo así. En cada mujer veo su rostro, y mi deseo por ella solo empeora con cada día que pasa. Tenerla viviendo en mi casa es una prueba constante.
Termino de hablar con ella y me preparo para salir. Tengo que dejar todo arreglado antes de volver a Palermo, cerrar el maldito acuerdo con los Hartmann y conocer a esa supuesta prometida. Presiento que esto será un desastre.