El poder tenía un sabor particular. Era adictivo, embriagador, una mezcla perfecta entre respeto y temor que Elizabeth Blackwell había aprendido a dominar con maestría. A sus 34 años, no había hombre o mujer en la industria tecnológica que no supiera su nombre. No solo había construido un imperio, sino que lo había blindado con su astucia, su frialdad y una determinación implacable.
Se había convertido en la CEO que todos temían y admiraban. Sus decisiones eran firmes, sus palabras, ley. Sabía lo que quería y cómo conseguirlo. Y, sobre todo, sabía que en su mundo no había espacio para la debilidad.
En el reflejo de los ventanales de su despacho, su silueta proyectaba la imagen de lo que era: una mujer imponente. Su vestido n***o ceñido resaltaba sus curvas con elegancia, los tacones Loubouton le otorgaban una estatura aún más intimidante y su cabello rubio caía en ondas calculadamente perfectas sobre sus hombros. Su maquillaje era impecable, sus labios rojos eran una firma de poder y su mirada, un recordatorio de que nadie entraba en su vida sin su permiso.
O eso creía.
El sonido de la puerta abriéndose la sacó de sus pensamientos.
Entonces lo vio.
Adam Carter.
No era el tipo de hombre que solía encontrarse en su mundo. No llevaba un traje caro ni zapatos lustrados que delataran su estatus. Tampoco tenía esa expresión aduladora que tantos ejecutivos adoptaban al estar frente a ella. Él era distinto.
Alto, de complexión fuerte, con la confianza de alguien que sabía perfectamente lo que valía. Vestía de manera simple, con jeans oscuros y una camisa blanca arremangada que dejaba al descubierto sus antebrazos marcados. Su cabello castaño estaba un poco despeinado, como si no le importara demasiado su aspecto y, sin embargo, lucía increíblemente atractivo.
Pero fueron sus ojos lo que realmente la descolocó.
Verdes, intensos, afilados. No le pedían permiso ni le ofrecían pleitesía. La analizaban con la misma
intensidad con la que ella analizaba a los demás. Como si la retaran, como si la invitaran a jugar un juego en el que, por primera vez en mucho tiempo, no tenía la certeza de que saldría victoriosa.
No dejó que su expresión cambiara. Mantuvo la barbilla en alto, el tono firme, la mirada desafiante. Si él esperaba verla titubear, se llevaría una decepción.
—Señor Carter —pronunció su nombre con calma, como si su sola presencia no hubiera provocado un pequeño pero irritante estremecimiento en su interior—. Bienvenido a Blackwell Innovations.
Él sonrió. No una sonrisa de admiración ni de cortesía, sino una cargada de algo más oscuro, algo que no debería provocarle una reacción… pero lo hizo.
—Señorita Blackwell —respondió, su voz grave y segura—. Será un placer trabajar con usted.
Elizabeth inclinó ligeramente la cabeza, estudiándolo con el mismo interés con el que él la estudiaba a ella.
No, no era como los demás.
Y eso lo hacía peligroso.