POV ELIZABETH
Los negocios son fríos. No hay lugar para las emociones, para las dudas o para la debilidad. Aprendí eso con sangre, con traiciones y con una herida que, aunque invisible, marcó cada una de mis decisiones desde aquel día. Desde James Lockwood.
Ser la CEO de Blackwell Innovations significa que todos los días son una guerra. Y yo siempre salgo victoriosa. Pero antes de convertirme en la mujer que soy, hubo un momento, un instante en el que también fui vulnerable. James me enseñó la lección más valiosa: confiar en el amor es abrirle la puerta a la destrucción.
Ocho años. Ocho años invertidos en un hombre que, a simple vista, parecía perfecto. James era atractivo, con su cabello castaño siempre perfectamente peinado, una sonrisa ensayada que podía engañar a cualquiera y unos ojos azules que te hacían creer que veías un futuro junto a él. Elegante, carismático y con la seguridad de un hombre que sabe cómo moverse en las altas esferas. Me hacía sentir que juntos podíamos conquistarlo todo. Pero lo que no sabía era que, en realidad, yo era el trampolín para sus ambiciones.
Todo se rompió en una noche que debería haber sido como cualquier otra. Llegué a casa agotada después de un día interminable de reuniones, con la mente puesta en el contrato que cerraría al día siguiente. Buscaba solo una copa de vino, una ducha caliente y tal vez, solo tal vez, caer rendida entre los brazos de James. Pero en lugar de la bienvenida c álida que solía darme, encontré algo muy distinto.
Mi casa olía a sexo. Ese olor dulzón, inconfundible, impregnaba el aire de nuestro penthouse. Fruncí el ceño mientras dejaba mis llaves sobre la mesa de la entrada. El instinto se me clavó en el pecho como una daga afilada. Me acerqué a la habitación, y al abrir la puerta, el mundo que había construido con James se derrumbó en un instante.
Allí estaba él, mi “perfecto” prometido, acostado en nuestra cama con una chica que no podía tener más de veinte años. Una piel joven, tersa, y ese aire de ingenuidad que solo las niñas con pocos años en el mundo llevan consigo. Su cabello rubio caía en ondas desordenadas sobre sus hombros desnudos, y sus labios, hinchados por los besos recientes, se separaron en un grito ahogado al verme.
—¡Elizabeth!— exclamó James, incorporándose de golpe.
Yo no dije nada. No hice escándalos ni le regalé la satisfacción de ver mi corazón romperse frente a sus ojos. Porque en ese instante, algo dentro de mí se apagó para siempre. Fría, implacable, crucé los brazos y lo miré con la misma indiferencia con la que analizo un balance financiero.
—Supongo que debería fingir sorpresa, pero realmente no la siento— dije, con voz firme. —Debería haberlo sabido. La sangre barata siempre termina por manchar las sábanas de seda.
James se levantó, tratando de alcanzar su ropa mientras la niña tapaba su desnudez con las sábanas de mi cama. Mi cama. El asco me recorrió de pies a cabeza.
—Liz, esto no es lo que parece— intentó decir, pero lo detuve con un gesto de mi mano.
—No me llames así. Y no te molestes en dar explicaciones que no me importan. Recoge tus cosas y lárgate de mi casa. Ahora.
Su rostro se tornó rojo, de vergüenza o de ira, no lo sé y no me interesa. La chica intentó balbucear algo, pero la miré como si fuera un insecto molesto.
—Tú también. Sal. Antes de que decida llamar a seguridad y te saquen a patadas.
James frunció el ceño y tomó aire como si fuera a discutir. Mala idea.
—No querrás enfrentarte a mí, James. Ya no tienes nada que ganar aquí.
Supe en ese momento que había terminado. No sentí tristeza. No sentí odio. Lo único que sentí fue alivio. Porque, al mirar atrás, me di cuenta de que James nunca me amó. Me manipuló, me utilizó, me moldeó para que creyera que lo necesitaba. Pero la verdad es que él me necesitaba a mí. Era mi dinero, mi influencia y mi estatus lo que lo mantenía en la cima. Y yo, cegada por una idea errónea del amor, lo había dejado jugar con mi vida.
No más.
Cuando se marcharon, hice lo único que podía hacer para recuperar mi espacio. Quemé su ropa. Todas esas camisas de diseñador, los trajes que él amaba, las malditas corbatas que yo misma le había comprado. Todo. Y el resto de sus cosas, los relojes caros, los zapatos, los regalos que le di durante los años, los doné. Al día siguiente, James no tenía ni un solo rastro en mi vida.
Y yo, por primera vez en mucho tiempo, dormí en paz.
Desde entonces, nunca volvió a importar. Nunca permití que nadie se acercara a mi corazón de nuevo. Si los hombres querían algo de mí, solo podían aspirar a mi cuerpo, a mis noches, a mis reglas. Pero nunca más a mi alma.
La Elizabeth Blackwell que se levantó esa mañana ya no era la misma. Ahora, era invencible. Y así sería para siempre.