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Aquella noche era suya, lo sentía en cada uno de sus huesos. El aire se había quedado atrapado en sus pulmones, la espera de aquel anuncio iba a acabar con ella. Si no fuera porque llevaba uñas acrílicas, se las hubiera comido. Sentía que nadie existía a su alrededor solo la voz del locutor, que aunque era nítida a ella le retumbaba en los oídos.
—El ganador o la ganadora del premio: Tijeras de oro, de este año es…
Iba a tener un colapso nervioso, si la presentadora no decía de una vez por todas el nombre del ganador. Supo que aquel refrán era cierto: “La espera, desespera”.
—Ariel Nagy —una voz femenina soltó por fin.
Se escucharon muchos aplausos, y algarabía. Murmullo de felicitaciones, y te lo mereces, se hicieron presentes. Las luces del escenario se reflejaban en su rostro, haciendo que una fina pátina de sudor humedecía su frente. Mientras se dirigía a recibir su premio, el cual se había ganado con esfuerzo y dedicación.
La emoción que sentía le hacía un nudo en la garganta, todavía no podía respirar. Sus pulmones se negaban a recibir el aire, y aun así no sabía si caminar, correr, llorar o reír todo al mismo tiempo. Extendió la mano para recibir su premio, los animadores le cedieron el micrófono para que dijera algunas palabras. Su mente se puso en blanco, pero la única palabra que estaba en ella y parpadeando en luz de neón era: gracias. En el minuto en que la pronunció fue cuando todo se detuvo.
El sonido en la puerta de su habitación, poco a poco, se fue haciendo más claro. Volviéndola de golpe a la realidad, todo había sido un sueño. Extendió la mano buscando la almohada para ponerse encima de la cabeza.
«¡¿Por qué?!», se preguntó con furia mientras apretaba la almohada.
—¡¿Qué?! —gritó con voz pastosa.
—Sé que es temprano, Ariel —fue el saludo que le dio la persona—. Pero necesito tu ayuda, por favor.
—Greta… sabes que trabajo hasta tarde los fines de semana. Necesito dormir, al menos cinco horas completas, para no desfallecer en la calle por cansancio.
—De verdad lo siento, Ariel —su compañera de trabajo soltó un sollozo—. Es una emergencia… Sabes que de no ser así, no te molestaría —hizo una pausa y después agregó: —Estoy llegando con Daniel del hospital, no puedo ir a trabajar. ¿Puedes hacerme el turno?
Al escuchar aquello, las ganas de pedirle que la dejara dormir se esfumaron, y se despertó de golpe. Daniel era el hijo de cinco años de Greta, el cual criaba sin la ayuda de su padre. Prácticamente, ella también era responsable de aquella criatura que no tenía culpa de la irresponsabilidad de su padre.
—De acuerdo, lo haré —terminó diciendo con un suspiro y gritó: —Pero tienes que recompensar con una rica hamburguesa el domingo.
La tensión se esfumó de la voz de su compañera de trabajo, cuando soltó una risita. Era obvio que ya estaba más relajada.
—Te prometo que te recompensaré, espero que Daniel se recupere pronto —se hizo una pausa—. ¡Gracias, Ariel! Por salvar mi trasero.
Ella no dijo, solo se desperezó en la cama. Greta era su mejor amiga desde el último año del instituto, era un poco alocada y vivía la vida como mejor le parecía. Hasta que tuvo a Daniel, y todo dio un giro de ciento ochenta grados.
De mala gana buscó a tientas sobre la mesita de noche, su teléfono celular para ver la hora.
—¡Oh, mi Dios! —exclamó saltando de la cama, tenía apenas cuarenta minutos para llegar al trabajo— ¡¿Por qué no me pudo avisar más temprano?!
No pasó mucho tiempo, cuando ya estaba de salida. Comería cualquier cosa, mientras iba de camino. Ariel trabajaba de lunes a viernes en el área de cobranzas de un call center, específicamente en el área de tarjetas de crédito. Y los fines de semana en un club como camarera, a veces sus propinas eran mejores que el sueldo de una semana. Pero por el momento necesitaba ambos ingresos. Tenía muchos planes a futuro, el de inmediato solo era ahorrar.
Su sueño siempre fue convertirse en una famosa diseñadora de modas, egresada de unas de las más prestigiosas universidades. Pero por mala fortuna, no lo había logrado. Ya que en el último año del instituto, sus padres murieron en un accidente de tránsito. Tuvo que trasladarse a un pequeño pueblo con su abuela paterna que se convirtió en su tutor.
Sin embargo, no se arrepentía de no haber ido a la universidad de diseño. Porque para ella aprendió de la mejor. Su abuela, Marizza Nagy le había dejado un legado, enseñándole todo lo que ella sabía, de costura y confección, incluyendo algunos trucos mágicos. Como ella decía, algo que, por supuesto, no se aprendía en clase. Al menos supo de dónde venía, la pasión por los hilos, tijeras y telas. Pero está, había muerto también hacía cuatro años. Así que no le quedó de otra que invitar a Greta a una aventura en la gran ciudad, hasta que ambas se dieron cuenta de que el lograr sus sueños significaba algunos sacrificios.
Se sintió aliviada al darse cuenta de que había llegado justo a tiempo a la oficina. El día había transcurrido con total calma, al punto de que se estaba durmiendo. Realizó unas cuantas llamadas, el sistema se había colgado un par de veces y en ese momento se encontraba en el área de recreación con una humeante taza de café, y una rosquilla.
Pensaba en que no tendría tiempo para echarse una siesta, ya que al salir de su jornada apenas tendría el tiempo justo para bañarse e ir de nuevo al club.
—Tienes la última lista de cobranza encima de tu escritorio —le informó Martín.
Uno de los directivos seniors que había en la oficina, y que por haberse negado a salir con ella le hacía un la vida imposible.
«¡Qué hombre tan idiota!», pensó.
—Está bien —dio un suspiro—, en un momento estaré conectada.
Terminó su café, enjuagó la taza y la dejó escurriendo. Luego se dirigió a su cubículo, hizo su trabajo, el cual fue rápido, Ya que por la hora y el día, no contestaban las llamadas.
—¿Terminaste? —inquirió su jefe—. En diez minutos nos vamos y necesito tu reporte de actividades.
—Eh… sí —contestó señalando—, solo falta este.
«¡¿Qué hombre tan insufrible?!», se dijo y agradeció que no se dio cuenta en el minuto en que entornó los ojos.
Se dispuso a marcar el número telefónico, frunció el ceño. Porque pensó que había marcado mal, ya que había hecho un ruido extraño. Lo intentó de nuevo, miró el nombre, chasqueó los dientes. Porque apostaba que era un ricachón de esos viajando en su yate superelegante, mientras que ella estaba como una tonta llamando para que pagara su tarjeta de crédito.
—Buenas tardes, le hablamos del departamento…
—Ayuda, por favor…
—¿Señor? —Ariel frunció el ceño en confusión— ¿Está usted ahí?
—Acabo de tener un accidente…
En ese instante, a través del teléfono celular se escuchó una explosión que hizo que la piel de la joven se erizara, y el corazón latiera tan fuerte que pensó que se le iba a salir del pecho. Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro, nunca se había sentido tan impotente.
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