UNO

1358 Words
Dentro del carruaje, el calor era asfixiante. Ya fuera por el forro de seda, por los cojines o por su propio vestido, sombrero y guantes, en aquel espacio tan reducido Beatrice apenas lograba respirar con normalidad. Desesperada por encontrar algo de aire, batía su abanico con fuerza cuando, sin pretenderlo, atrajo sobre ella la atención de su madre, quien la miró con ojos de basilisco antes de decir: —Beatrice, querida, ¿podrías por favor dejar de hacer eso? Pareces una verdulera intentando espantar las moscas. Molesta como siempre con las creativas comparaciones de las que su madre siempre echaba mano cuando algo en ella no le agradaba del todo, Beatrice, muy a su pesar, dejó de lado el abanico y luego contestó: —Lo siento, madre. Pero tengo calor. Demasiado calor. —Pues yo también tengo calor, y aun así no me ves abanicándome como una...una loca, ¿o sí? En lugar de contestar, Beatrice se contentó con apartar la cortina y dedicarse a mirar el paisaje que desfilaba más allá, mientras, cada tanto, soltaba suspiros llenos de decepción y aburrimiento, muy por lo bajo, eso sí, para evitar despertar a su padre, quien dormía profundamente a un lado de su madre. Llevaban un buen par de horas en el camino, y por lo que Beatrice sabía, quedaban bastantes más antes de que pudieran llegar a "La milagrosa" la dichosa hacienda en la que estaría confinada el resto del verano. Su madre no había hecho más que molestarla con absurdas reprimendas durante todo el trayecto, y aunque Beatrice estaba harta, en parte la comprendía, pues su madre, al igual que ella, se había visto en la obligación de dejar de lado su vida en la ciudad, a sus amigas, las fiestas de té y reuniones sociales...¿Y todo para qué? Para mudarse a una hacienda en medio de la nada, un lugar aburrido y seguro sin clase alguna. Al menos, si con el aire fresco del campo su padre lograba recuperarse por fin, el viaje habría valido la pena. —Mañana por la mañana tendrás tu primera clase con la señorita López, una institutriz que me recomendaron hasta el cansancio, y que gracias al cielo accedió a atenderte de último momento y con tan poca antelación. Alertada por las palabras de su madre, Beatrice apartó de golpe la mirada del camino y la centró en ella. Pese a que su madre no era conocida por su sentido del humor, Beatrice aguardó con impaciencia a que le confirmase que aquello no se trataba sino de una broma de mal gusto. Cuando eso no sucedió, se vio en la penosa obligación de preguntar: —¿Una institutriz? Madre, ¿No crees que eso sería un despropósito dada nuestra situación actual? Tras lanzarle una de sus miradas silenciosas y mortíferas, su madre contestó: —No veo por qué tendría que serlo. El que estemos de vacaciones, no significa que debas dejar de lado tu aprendizaje. —Madre, estaremos casi un año en mitad de la nada. En el campo. —¡Con más razón todavía! Dios me libre de permitir que un ambiente tan...rural, como este, haga que te olvides de tus modales y buenas costumbres. —Pero... —Estudiarás con la señorita López y punto. No más réplicas, Beatrice. Mordiéndose la lengua para no soltar la airada contestación que pugnaba por salir de sus labios, y que seguramente le haría ganar un castigo ejemplar, Beatrice volvió a mirar una vez más por la ventana; en realidad, el paisaje era de lo más aburrido, casi absurdo y por completo insulso, pero definitivamente era mejor que mirar a su madre en aquel momento. Ahora, no contenta con recluirla en aquel recóndito lugar, había tenido la maravillosa idea de asignarle una institutriz, una de esas damas viejas y polvorientas que seguramente no haría más que reñirla y tratar de enseñarle cientos de cosas que, en realidad, Beatrice ya sabía a la perfección. Desde que tenía uso de razón se le había entrenado en pintura, bordado, costura, tejido, piano forte, flauta, violín y otro montón de cosas que en aquel ambiente seguramente resultarían del todo inútiles, porque, siendo sincera, ¿a quien se suponía que iba a enseñarle todo aquello? ¿Al ganado? —¿Hemos llegado ya? Nuevamente, Beatrice fue devuelta a la realidad de golpe, aunque en esta ocasión no fue la voz de su madre quien la trajo de vuelta, sino la de su padre, que sonaba mucho más cansada y con menos fuerza de lo normal. Azorada, se inclinó hacia él y lo tomó de las manos para hacerle saber que estaba ahí, cerca, junto a él. Su única hija, quien siempre había logrado romper la barrera de su carácter fuerte, estricto y militar, algo que parecía haber quedado profundamente enterrado en las arenas de un pasado más bien distante, pues la enfermedad le había arrebatado al coronel Montés todo su brillo. —Padre—lo llamó Beatrice—. ¿Cómo te sientes? ¿Te duele algo? Con apenas el amago de una sonrisa en sus labios resecos y cuarteados por la fiebre, el coronel contestó: —Beatrice, querida, deja de preocuparte tanto. Estoy bien. Antes de que Beatrice pudiera siquiera pensar en replicar, su madre le arrebató la oportunidad de golpe: —Querido esposo, ¿no sería mejor que guardases tus fuerzas? Pronto llegaremos, y una vez en la hacienda podrás descansar y reponerte. —¡Bah, tonterías!—replicó el coronel Montés, desestimando las palabras de su mujer con un ademán de la mano—. Estoy bien, estoy bien. Solo quiero saber si es que ya hemos llegado, porque si no me ha matado la enfermedad, seguramente el calor que hace dentro de esta cosa sí que lo hará pronto. Como si el destino hubiera decidido de pronto someterse a las exigencias del coronel, justo en ese momento el carruaje se detuvo con un ligero bamboleo, acompañado también por el relinchar de los caballos, que debían de estar exhaustos luego de semejante trayecto. Al hombre, sin embargo, parecía importarle muy poco el bienestar de sus animales, pues con el repentino mal humor que lo caracterizaba, tomó su bastón y golpeó repetidamente y con fuerza el techo del carruaje, mientras gritaba: —¡¿Qué pasa, carajo?! ¿Por qué nos detenemos? ¡Avancen, avancen! Desde fuera, les llegó inmediatamente después de aquello la tímida voz del conductor del carruaje, un hombre joven que había trabajado con ellos durante varios años ya, y que por lo tanto conocía lo suficiente el mal humor del coronel como para saber de qué forma hablarle: —Mi señor...mi coronel, ya hemos llegado. Ya estamos en La Milagrosa. Ansioso por comprobar que aquello era cierto, el padre de Beatrice abrió la puerta del carruaje, y como pudo, contando con la ayuda de su esposa y su sirviente, se bajó. Durante unos cuantos segundos no dijo nada, pero al cabo de un rato se le escuchó gritar: —¡Beatrice, ven! ¡Bájate hija y contempla conmigo esta hermosura! Ansiosa más que nada por escapar de aquel ambiente tan cerrado y caluroso, Beatrice tomó sus faldas y bajó del carruaje con toda la elegancia de la que pudo echar mano. Una vez fuera, se irguió cuan alta era y contempló todo lo que había a su alrededor. Su madre, pegada a ella como una sanguijuela, se bajó inmediatamente después y se plantó a su lado, pero la chica estaba tan concentrada en el paisaje que prácticamente ni reparó en ello. Pudiera ser que la hacienda y la vida en el campo sí resultasen, después de todo, una experiencia de lo más aburrida y sin clase como Beatrice había imaginado desde un principio, más sin embargo, ahora que tenía por fin la oportunidad de ver la hacienda de su padre, tenía que admitir que el lugar era realmente hermoso. No solo por su vegetación, o por la casona hermosa que desde lo más alto en la colina lo adornaba todo, sino por el aire de magia y misterio que impregnaba el ambiente, casi como una invitación de aventura y descubrimiento.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD