DOS

1336 Words
Una vez que los sirvientes se hubieron llevado todo el equipaje, el coronel se dedicó a darle a Beatrice un recorrido guiado de lo más completo, señalando cada tanto y con gran emoción ciertos detalles que parecían generarle una emoción que prácticamente rayaba en lo excesivo. Mientras tanto, la madre seguía a la pareja muy de cerca, sin siquiera hacer un mínimo esfuerzo por ocultar el mal genio que aquello le provocaba; nunca le había causado mayor conflicto la relación tan cercana que su esposo e hija tenían, pero en aquel momento, cuyo único entretenimiento iba ser el velar atentamente por la educación de Beatrice, sí que le incomodaba un tanto. Beatrice, por otro lado, no habría podido estar más contenta, aunque tal vez habría sido más acertado decir que lo suyo se acercaba más al alivio que a cualquier otra cosa. Acababa de descubrir, como por obra divina del cielo y gracias al entusiasmo de su padre, que la cosa en aquella hacienda no pintaba tan mal después de todo. Sí, tendría que pasar un puñado de meses encerrada en aquel lugar tan alejado de todo lo que conocía y a lo que estaba acostumbrada, pero al menos tendría la oportunidad de usar aquel tiempo para descubrir a su propio ritmo todas las maravillas que aquella casona tan hermosa parecía guardar celosamente. —El papel tapiz lo mandé a traer de París, por supuesto. Ya sabes que a mí solo me gusta lo mejor, y esa ciudad no tiene igual cuando se trata de... Durante un buen par de minutos se dedicó a caminar junto a su padre, haciendo como que prestaba total atención a todo lo que éste le decía y contaba con tanta pasión, cuando en realidad lo que hacía era dejar volar su imaginación, maravillosamente propulsada por todas las maravillas que había en aquella hermosa casona que de tan grande parecía no tener fin. El papel tapiz, en efecto, era exquisito, pero no era ni de lejos lo único admirable. Había sillas de primera calidad, cuadros con marcos de oro y plata, candelabros incrustados de joyas, cortinas de seda, alfombras de pieles reales y tantas pero tantas cosas más que sus ojos casi no daban abasto para registrarlo todo. —Y todo esto no es, ni de lejos, lo mejor de todo este lugar—dijo su padre poco después, llamando por primera vez su atención de forma real y completa—. Ven conmigo y te enseñaré algo que te encantará. —Cariño,¿no crees que podríamos dejar eso para después?—preguntó la madre de Beatrice, a quien toda aquella situación parecía no agradarle del todo—Beatrice y yo tenemos que organizarnos todavía, elegir habitación, presentarnos con la servidumbre y... —Voy contigo padre. Normalmente no acostumbraba a desafiar a su madre de ninguna forma, pero dado que una oportunidad como aquella no solía presentarse tan seguido, decidió tomarla antes de que tuviera tiempo de esfumarse. Sabía que más tarde tendría que pagar un alto precio por su insolencia, pero incluso una amenaza como esa palideció por completo ante la hermosa imagen que se presentó ante sus ojos cuando, siguiendo a su padre, cruzó un largo y laberintico pasillo de la casa que desembocaba en un amplio y elevado balcón con vistas a los amplios terrenos de la hacienda. El cielo se extendía de forma infinita, el sol brillaba con intensidad y una fresca brisa hacía bailar los tallos de maíz, las flores, las plantas de café, de caña de azúcar y otro montón de cosas que parecían abundar en aquel lugar. —Y esto, hija, es lo que se llama una hacienda de verdad—le dijo su padre, cuya mirada se alternaba entre el paisaje y el rostro asombrado de su hija—. Por su puesto faltan muchas más cosas por ver. Hay caballerizas, hectáreas para el pasto, riachuelos y mucho más, pero creo que con esto es suficiente como primer vistazo. Hizo una breve pausa, como para dejar que sus palabras pudieran asentarse de la forma adecuada, y luego preguntó: —¿Qué te parece? —Es...es hermoso—respondió Beatrice con total sinceridad. —Y todo esto será de tu esposo algún día, y tú podrás organizar la casona a tu antojo, y pasearte por lo terrenos y... De nuevo, la atención de Beatrice se vio alejada de su padre, quien sin darse cuenta de lo que pasaba siguió hablando normalmente. La muchacha, por otro lado, fijó la vista en el campo de caña bajo el balcón, por el que empezaban a asomarse una serie de figuras que captaron su interés de una forma poderosa que ni ella misma alcanzó a entender del todo. Se trataba de un grupo de esclavos, todos masculinos, que mostraban muy poca ropa. Todos, con pecho desnudo y su piel de obsidiana brillante por el sudor, se encontraban trabajando diligentemente, sin prestar atención a nada más que no fueran sus utensilios. Había uno, sin embargo, que se había separado del grupo, y dejando olvidada su tarea miraba fijamente a Beatrice, al mismo tiempo que ella hacía lo mismo. Se trataba de un esclavo joven, apenas un par de años mayor que ella, con una piel exquisitamente lisa, un cabello saludable y ojos de un azul tan concentrado que casi parecían violetas, unos ojos brillantes y tan vivos y despiertos, que hicieron que todo lo demás desapareciera de un zarpazo. Ambos se quedaron mirando fijamente durante lo que se les antojó una eternidad, disfrutando de una especie de conexión poderosa que solo vio su fin cuando, detrás de la muchacha, se escuchó una voz que, escandalizada, gritó: —¡Por Dios santo, Armando! ¿Se puede saber qué significa todo esto? —¿Qué pasa, mujer?—preguntó el coronel, mientras Beatrice, devuelta a la realidad de la forma más cruel y abrupta, contemplaba a lo lejos como el joven esclavo se alejaba para continuar con su tarea, seguramente espantado por la chillona voz de su madre—. Son esclavos haciendo lo suyo, su trabajo, ¿es que no lo ves? La mujer, más airada con cada segundo que pasaba, respondió: —¡Por supuesto que puedo verlo! No soy estúpida. Me refiero a por qué están tan cerca de nosotros. —Bueno, creo que sería más acertado decir que fuimos nosotros los que nos acercamos a ellos. Le estaba enseñando a Beatrice... —¡¿Y es que no pensaste en tu hija, Armando?!—chilló la mujer, adelantándose para tomar a su hija del brazo y comenzar a arrastrarla dentro de la casa—. Sabes muy bien que una señorita que se respete no tendría que codearse con ese tipo de escoria ni teniendo tres haciendas enteras de distancia...¡Vamos, Beatrice! Incapaz ya de escapar de las garras de su madre, la muchacha se dejó arrastrar dentro de la casona nuevamente, y una vez ahí, no tuvo más opción que someterse a todas las exigencias de la mujer, quien pareció aprovechar la oportunidad para hacerle pagar su insolencia. Pese a que no había nadie más ahí aparte de ellos, su madre la obligó a ponerse uno de los vestidos que menos le gustaban, pues tenía un armador de lo más incómodo y un corset que le apretaba con especial fuerza, dándole la sensación de que sus intestinos sufrían una remodelación de lo más dolorosa. Sin embargo, Beatrice soportó todo aquello con una gallardía auténtica un poco impropia de ella, pues siempre solía quejarse y protestar cada vez que se veía en la obligación de ponerse aquella pieza, que por desgracia era una de las favoritas de su madre. Sin embargo, en aquella ocasión, nuevamente no le importó demasiado, pues ni el incómodo calor, ni el vestido apretado, ni los pellizcos y constantes regaños de su madre pudieron hacer nada para que se borrara de su mente el interés y la curiosidad tan grande que la imagen de aquel joven esclavo había sembrado en ella.
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