Custodiado por la lealtad silenciosa de sus hombres, Adrik cruzó los imponentes portones de su residencia. La mansión, una obra de opulencia, desplegaba jardines infinitos que parecían competir con el cielo por su esplendor. Los interiores eran un reflejo del poder y el misterio que Adrik encarnaba: pasillos interminables, suelos de mármol, y lámparas de araña que esparcían una luz fría y calculadora.
Sin hacer ruido, se dirigió a uno de los salones ocultos tras un panel en el estudio, un mecanismo tan discreto como ingenioso. Este espacio secreto era un refugio de control absoluto, equipado con una oficina minimalista: un ordenador de última generación, teléfonos encriptados y dispositivos impenetrables por cualquier rastreador común. Cada rincón emanaba eficiencia y estrategia.
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